Editorial:

Austeridad y ambigüedad del presupuesto

LOS PRESUPUESTOS Generales del Estado son, en cualquier país occidental, el principal instrumento de la política económica del Gobierno y con su análisis se pueden predecir los parámetros por los cuales va a caminar la dirección económica futura. De la parca presentación que hasta el momento se ha hecho de los Presupuestos de 1986 se puede sacar una primera definición: el Gobierno ha llegado a la inteligente conclusión de que la mejor política electoral es aquella que no lo parece. Es por ello que los principales autores de los Presupuestos repiten sin cesar que son unos Presupuestos "de rigor...

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LOS PRESUPUESTOS Generales del Estado son, en cualquier país occidental, el principal instrumento de la política económica del Gobierno y con su análisis se pueden predecir los parámetros por los cuales va a caminar la dirección económica futura. De la parca presentación que hasta el momento se ha hecho de los Presupuestos de 1986 se puede sacar una primera definición: el Gobierno ha llegado a la inteligente conclusión de que la mejor política electoral es aquella que no lo parece. Es por ello que los principales autores de los Presupuestos repiten sin cesar que son unos Presupuestos "de rigor y de solidaridad" y que, por su dureza, no se puede sacar la conclusión de que se trata de un programa electoralista cara a 1986, año en que coincidirán los comicios generales y parte de los autonómicos. Los socialistas pretenden atajar así los juicios de intenciones que se destinaron a los Gobiernos centristas cuando, al llegar fechas de eleccciones, el dinero aparecía como chorros de oro, estimulando los desequilibrios estructurales de la economía y dando al traste con los sacrificios que los ciudadanos hacían en períodos considerados como de normalidad política.Pero, además de la apariencia, hay que reconocer un esfuerzo importante del Ejecutivo por seguir conteniendo el déficit público en porcentajes del producto interior bruto -4,5% para 1986- muy homologables con los de los países de nuestro entorno. Es precisio insistir en que se trata por ahora de una primera lectura de los Presupuestos, puesto que hasta que el ministro de Economía y Hacienda presente el conjunto de los documentos en el Congreso de los Diputados y se divulguen a la opinión pública, sólo se conocen las grandes líneas. Los Presupuestos, sin embargo, contienen una serie de elementos contables que permiten, en muchos casos, disfrazar la realidad de sus propósitos profundos, y sólo un estudio completo de los contenidos permitirá una real valoración de sus tendencias.

Así, de una primera aproximación se puede afirmar que 1986 no será ciertamente un año de alegrías presupuestarias y que las administraciones públicas tendrán que seguir cultivando la austeridad. Las primeras dudas surgen, no obstante, a la hora de desagregar el déficit público. Si bien el esfuerzo es notable para contenerlo, cabe preguntarse si es suficiente. España, que comenzó la política de ajuste con mucho retraso respecto al resto de los países europeos, ¿puede permitirse, por ejemplo, un crecimiento de la deuda pública del 25% en 1986? ¿Ha sido correcta la política monetaria de los últimos ejercicios o hubiera sido mejor un manejo más flexible de la inflación y, por conseguiente, una utilización menos onerosa del endeudamiento? ¿Se han ajustado ahora en todo lo posible los gastos corrientes -incluidos los salarios de los funcionarios, que estarán dentro de la banda del Acuerdo Económico y Social, aunque en su parte baja- o hubiera sido más positivo un mayor sacrificio en ellos para lograr una menor disminución de la inversión pública (que decrecerá en 1986 casi un 20% en términos reales, dejando todo el esfuerzo inversor y, por tanto, generador de empleo a la iniciativa privada)? ¿No hubiera sido más oportuno, dada la extensión de la crisis en las capas más modestas de la población, incrementar en mayor grado las prestaciones sociales y mejorar la calidad de la sanidad, en detrimento de la política de defensa? Son preguntas para las que no han existido respuestas tajantes ni por parte del Gobierno ni por parte de los agentes sociales, que han conseguido una rara unanimidad -empresarios, sindicatos y partidos de la oposición- en las críticas a la labor del ministro de Economía y Hacienda que sustituyó a Miguel Boyer.

Complementariamente a los capítulos de gastos, también sería preciso conocer, para emitir un diagnóstico sobre la política económica que proviene del Presupuesto, el alcance de la reforma del impuesto sobre la renta y sobre el cual se van dilatando y dilatando inexplicablemente la información sobre su configuración y período de vigor por parte del Ejecutivo. Complementariamente, la falta de publicación del reglamento del impuesto sobre el valor añadido, a tres meses de su puesta en práctica, resulta injustificable, si no alarmante. En síntesis, pues, la primera valoración que se ha de hacer de los Presupuestos es obligatoriamente ambigua. Contiene la expresión de buenas intenciones, pero promueve una considerable incógnita sobre su desarrollo. Es positivo, a despecho de las críticas, que el Gobierno haya resistido la tentación de un Presupuesto expansivo, pero es a la vez discutible su instrumentación interna.

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Debería alabarse, por último, el esfuerzo realizado por el Ministerio de Economía y Hacienda para que se cumpla el mandato constitucional de presentar los Presupuestos antes del primero de octubre, cuando a mediados de año ha habido una crisis gubernamental de gran envergadura, que se saldé nada menos que con la dimisión del principal responsable de la política económica del país. El esfuerzo sobresale más al recordar que el año pasado, sin crisis política alguna, los Presupuestos se presentaron fuera de plazo. Esperemos, con todo, que el cumplimiento de la fecha no se haya hecho al coste de una precipitación que haya impedido ordenar más sabiamente los recortes de algunas partidas y obtener los mismos fines por caminos realmente más solidarios.

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