Tribuna:

Solana y Arp, dos opuestas coincidencias

Dos exposiciones antológicas que se exhiben actualmente en Madrid son motivo de reflexión para el pintor Antonio Saura. José Gutiérrez Solana, con una amplia selección de su obra presentada en el Centro Cultural Conde Duque, representa para Saura la obsesión sombría por la tradición realista. El Museo Español de Arte Contemporáneo exhibe una gran muestra del alemán-francés Hans Arp, artista de sensual y etéreo refinamiento, a quien Saura considera heredero de una nostálgica esperanza de la utopía.

Decididamente, Madrid, al menos en el terreno de las artes plásticas, continúa siendo una ...

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Dos exposiciones antológicas que se exhiben actualmente en Madrid son motivo de reflexión para el pintor Antonio Saura. José Gutiérrez Solana, con una amplia selección de su obra presentada en el Centro Cultural Conde Duque, representa para Saura la obsesión sombría por la tradición realista. El Museo Español de Arte Contemporáneo exhibe una gran muestra del alemán-francés Hans Arp, artista de sensual y etéreo refinamiento, a quien Saura considera heredero de una nostálgica esperanza de la utopía.

Decididamente, Madrid, al menos en el terreno de las artes plásticas, continúa siendo una fiesta de la confusión. Esta vez la comparación es jugosa, insólita y desmedida, y pudiera parecer gratuita de no mediar condiciones personales y subjetivas que la hacen posible. Dos artistas esencialmente diferentes, ambos desaparecidos y ahora azarosamente reunidos, han permanecido curiosamente asociados en el pozo profundo de la fascinación primera, respondiendo a una latente contradicción referida a la polifocalidad de la pasión y a la atracción del antagonismo.A Solana hubiéramos deseado conocerlo; a Hans Arp lo conocimos con pasión todavía adolescente. Ambos fueron descubiertos al mismo tiempo, mediante la eufórica lucidez de Ramón Gómez de la Serna, en libros bien diferentes, llegados ambos de Argentina en momentos ciertamente penosos y mortecinos. La comparación, sin embargo, termina aquí: imposible hallar otra relación entre la pesante sexualidad de Solana y el sensual refinamiento de Arp; entre el remordimiento de conciencia nacional del primero y la mórbida y prístina dualidad del segundo; entre el redoble de la tenebrosa certidumbre del español y la sintética y azarosa disponibilidad del centroeuropeo. Ambos escribían, eso sí, pero de muy diferente manera: semejante abismo al que separa su escritura -realismo bronco y casticista en Solana, humor angélico en Arp-, parece también diferenciar, curiosa coincidencia, dos exposiciones planteadas de muy diferente manera. Las nuevas y bellas salas del tremendo Museo de Arte Contemporáneo parecen concebidas para la diafanidad expresiva de Hans Arp y el planteamiento de dinámicas presentaciones; la rigidez de los espacios del Centro Conde Duque y su desgraciada iluminación y mala ventilación -al margen de una restauración abusiva que ha dado como consecuencia un patio inhóspito y unas fachadas pintadas de un color atroz- hubieran requerido soluciones diferentes para lograr la clarificación de una obra tan densa y cargada como es la de Solana. Gracias en parte al abismo que separa dos formas divergentes de concebir un montaje y un catálogo, Solana permanecerá todavía asociado al recuerdo de una penosa situación artística -que será subrayada con énfasis carpetovetónico en el texto de presentación-, mientras que Arp continuará refiriéndose a la nostálgica esperanza en la utopía.

Incendio en Cuenca

Al salir de la limpia e impecable casa de Hans Arp en Meudon, cerca de París, quedó la placentera impresión de haber conocido a un hombre extraordinario, tranquilo y generoso, extremadamente afable y sencillo. Había respondido con presteza a una carta entusiasta, y después de visitar el taller, tras el almuerzo, me dedicó un bellísimo libro de poemas impreso todo en minúsculas, que todavía conservo. El orden cálido de la mansión, el sencillo mobiliario, la colocación en los muros de algunos relieves policromos, me recordaron otro encuentro entonces reciente y para siempre marcador; aquel, último, celebrado con otro hombre admirado, también gran escultor, Ángel Ferrant. "Haces bien en irte a París, Antonio, que no te pase lo que ha pasado conmigo", me dijo Ángel en inolvidable despedida. Memoria: las notas tomadas tanto entonces como tras el encuentro con Arp se perdieron en un incendio en la casa de Cuenca. Recuerdo, eso sí, que el triángulo misticismo-erotismo-humor, motivo de mi carta, fue también el tema de una larga conversación, quedando en lugar privilegiado del pasado el pequeño jardín de Meudon poblado de esculturas rutilantes de vertiginosa sensualidad, de formas absolutamente inventadas y de inéditos cuerpos soñados. Todavía hoy, después de tanta lluvia, al contemplar una escultura de Arp, siento de nuevo el latigazo del pasmo adolescente: aquel lejano e inalcanzable deseo se precisaba en la obra de un solo hombre, conformándose a través del pensamiento artístico la primigenia fuerza; los meteoritos sublimes, las hermosas amebas continuaron mostrando una continuidad sin ruptura inundadora del espacio, y los contornos y los volúmenes, conjugados en rotunda y sobrenatural plenitud, confirmaron la oscura certeza "según las leyes del azar" de aquel iluminado hacer.

Estas leyes perduraron en el trasvase del dadaísmo hacia el superrealismo a través de un lenguaj e económico en donde la primacía de la curva condiciona y favorece el cerramiento del gesto azaroso del cual Arp extrae su propio y fecundo material.

Complacencia terrosa

Ni la fluidez de estas leyes ni este paradójico refinamiento existen, por supuesto, en la complacencia terrosa de Solana, marcada por otro signo bien diferente. Solana fue un expresionista ligeramente tardío, pero no cabe duda de que su obra entera puede inscribirse dentro de una definición, por otra parte ambigua, en la que la permanencia en un solo registro y su excesivo condicionamiento a una tradición costumbrista podrían desmentir la certeza episódica, e incluso la visión encendida de la realidad, filtrada o deformada en la libertad pictórica, para certificar en primacía la del adquirido estilo.

Éste, sin embargo, no es el verdadero problema, y no seríamos nosotros quienes contradijeran la latencia de una necesidad y la permanencia constante en el dilema construcción-destrucción, indiferente a toda "expresión anímica" de carácter basculatorio y autobiográfico. El problema surge verdaderamente cuando contemplamos la obra de Solana dentro de las corrientes expresivas de arte del siglo XX y percibimos cómo no encaja por entero dentro de sus coordenadas esericiales, permaneciendo más bien como un marginal no solamente frente a un vasto movimiento expresivo, sino también, de aquí su grandeza, dentro de la tónica general del arte que se realizó en el interior del país. Su obsesión sombría permaneció, siguiendo la pauta de una tradición realista con reminiscencias posrománticas y un datado pintoresquismo, reducida a una fatal y morbosa contemplación de su alrededor, aquel que todavía en su época parecía definir la dualidad de un país: craso realismo y teatralidad dramática. En los años en que Solana definía su estilo, a caballo entre la generación del 98 y la del 27, se definían en Europa tendencias divergentes en las que, no obstante, perseverarían características unitarias. Dentro del fenómeno expresionista, la rasgadura de las formas y de las técnicas se precisó también, salvo en el caso de la nueva objetividad alemana -y, por supuesto, en una parte del superrealismo-, en la antepuesta concepción bidimensional de las superficies como condición de modernidad. No fue así en Solana: su radicalización se demarcó en un solo sentido; no precisamente en el camino de la psicología, tampoco en el de la convulsión de las formas, y mucho menos en el de la fascinación oníríca, sino en la rudeza sombría de lo externo fijado en hierática y primitiva frontalidad. En este sentido, Solana parece más bien un fuerte ilustrador de su entorno y de su propia limitación monocorde, incapaz de lograr un convincente vuelco del espíritu. Sus propios textos de puro espectador también lo atestiguan.

La rudeza pudo compensar positivamente la deficiencia, siendo esta característica parte importante de un plástico interés; la autenticidad, junto con un sistema plástico elemental, pero efectivo, derivado de un solo momento de Goya, hizo el resto, confiriéndole, a pesar de todo, un solitario y privilegiado puesto en el vacío de la permanencia nacional. Lo cierto es que en Solana no aparecen muchas de las condiciones dinámicas propias del expresionismo: la superficie no se agita, las imágenes parecen grabadas en su terrosa carbonería. Todo permanece inmóvil, estereotipado en su fijación sombría. Se mantienen presentes demasiados ingredientes ilusionistas y costumbristas que dificultan su insersión en un vasto impulso. A Solana le faltó bien poco para que su obra fuera inscrita en su momento en la universalidad: su reduccionismo quizá proviniera de su propio encerramiento, del estrecho margen de la zona cultural en la que se debatía, a pesar del influjo de fuertes y amistosas presencias, y quizá también de una visión limitada del pasado artístico del país, de un malentendido fundamental con Goya, allí donde sólo cuenta la feroz afinidad, pero no el dinamismo del juego.

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