Tribuna:

Una ley necesaria (pero no suficiente)

ÁNGEL PESTAÑAEl desarrollo industrial, la dependencia tecnológica y el subdesarrollo científico han marcado a la sociedad española en la pasada década. El proyecto de ley de Fomento y Coordinación de la Investigación Científica y Técnica intenta paliar este subdesarrollo científico y debe fijar, en opinión del autor, una estrategia que permita a la sociedad española generar su propio conocimiento.

En un artículo histórico, pero no obsoleto (Información Comercial Española, mayo de 1976), Peter O'Brien estableció las coordenadas que delimitan nuestro peculiar extrañamiento entre ciencia y sociedad. Tras 10 años de crecimiento económico continuado, con tasas anuales del 8% -superiores a las de cualquier país de la OCDE, con la excepción de Japón-, España entra en la década de los setenta con una renta industrial superior al 30% del producto nacional bruto, que nos sitúa para entonces entre los 10 grandes por el volumen de producción industrial.Este prodigioso despegue industrial tie...

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En un artículo histórico, pero no obsoleto (Información Comercial Española, mayo de 1976), Peter O'Brien estableció las coordenadas que delimitan nuestro peculiar extrañamiento entre ciencia y sociedad. Tras 10 años de crecimiento económico continuado, con tasas anuales del 8% -superiores a las de cualquier país de la OCDE, con la excepción de Japón-, España entra en la década de los setenta con una renta industrial superior al 30% del producto nacional bruto, que nos sitúa para entonces entre los 10 grandes por el volumen de producción industrial.Este prodigioso despegue industrial tiene su talón de Aquiles en un enorme crecimiento de la importación de tecnología, que nos sitúa también a la cabeza de los países dependientes, tanto por el número absoluto de contratos de transferencia tecnológica -superior a los censados en Argentina, Brasil o la República de Corea, entre otros- como por su participación en la renta nacional, que representa un 0,5% del producto nacional bruto. El argumento se cierra al considerar que, por aquellas fechas, el total de inversiones en investigación científica y desarrollo tecnológico (I+D) no superaba el 0,25% del producto nacional. Una situación cualitativamente similar a la actual.

Prioridades

Nuestro subdesarrollo científico es, pues, bien conocido; ha sido repetidamente denunciado y no necesita mayor argumentación, excepto para señalar que las soluciones no admiten excesiva demora en una carrera contra reloj, frente al envejecimiento de plantillas investigadoras que no se renuevan y los plazos relativamente largos de maduración de la inventiva científica y la innovación tecnológica.

Urge, pues, y ya van más de 15 años de apremio, una política que se plantee como primer objetivo una estrategia de desarrollo científico. En este sentido, la ley de Fomento y Coordinación de la Investigación Científica y Técnica puede ser el necesario punto de apoyo para poner en marcha el sistema de ciencia español, en consonancia con una sociedad que en los próximos años va a depender crucialmente de su capacidad para generar conocimiento.

No es ésta la primera ocasión en que el problema del desarrollo de la ciencia se aborda desde las altas instituciones del Estado. La creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en 1939 -en sustitución de la diezmada Junta de Ampliación de Estudios- y la superposición ulterior de una Comisión Asesora de Investigación y Ciencia (CAICYT) en 1958 constituyen los pilares de tímidos intentos por sentar las bases de un fomento de las actividades científicas. Sin embargo, la existencia de estos dos organismos de nivel ministerial establece conflictos de competencias por la coincidencia de fines y no resuelve la coordinación intersectorial, que afecta a organismos de investigación dependientes de ministerios económicos y defensa.

Técnicamente, el actual anteproyecto de ley de la Ciencia resuelve el galimatías legislativo precedente de forma que el CSIC pierde las prerrogativas históricas de coordinación, mientras que la CAICYT se configura como unidad de apoyo técnico para una Comisión Interministerial de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico, que se establece como el único responsable de la coordinación y fomento de la ciencia, así como de la elaboración del Plan Nacional y de su seguimiento. Ambos, Comisión Interministerial y Plan Nacional, constituyen en el anteproyecto los pilares sobre los que deberá gravitar nuestro futuro científico.

En resumen, la futura ley de la Ciencia pretende adecuar nuestro sistema de ciencia a lo existente en la Europa comunitaria y demás países de la OCDE en el sentido de un reforzamiento de la coordinación transectorial (interministerial) y una planificación de los gastos públicos consagrados a la ciencia y tecnología mediante la formulación de prioridades inversoras. En nuestro caso concreto, el anteproyecto considera tres grandes categorías de programas: a) Programas nacionales intersectoriales, que afectan a varios departamentos ministeriales y que serían financiados por fondos reguladores, fondos ministeriales y, eventualmente, por inversiones del sector privado. b) Programas sectoriales propios de los distintos departamentos ministeriales y organismos públicos de titularidad estatal. c) Programa de formación y empleo de personal investigador y tecnológico, que puede ser una pieza fundamental de nuestra futura proyección científica, dada la penuria de partida.

Una larga marcha

Como la nueva ley no aspira más que a establecer el marco legal sobre el que proyectar soluciones a las graves insuficiencias de nuestro sistema de ciencia, no estará de más recapitular algunos de los grandes problemas y obstáculos que deberán ser afrontados en el próximo futuro.

En primer lugar habría que considerar los derivados del ordenamiento constitucional, cuyo artículo 149.1.15 reserva al Estado el fomento y coordinación de la investigación científica y el desarrollo estatutario de las comunidades autónomas, a las que se les reconocen competencias exclusivas en dicha materia. Se trata, obviamente, de un problema delicado que se pasa como sobre ascuas en el anteproyecto de ley de la Ciencia mediante el sencillo expediente de establecer un consejo general de representantes de las autonomías como órgano consultivo de la comisión interministerial.

En segundo lugar habría que situar los obstáculos a la coordinación intersectorial, derivados del celo de los diferentes departamentos ministeriales por conservar sus parcelas de poder en materia de ciencia y tecnología. Ahí residió seguramente el fracaso de la Comisión Delegada del Gobierno para Política Científica y del IV Plan de Desarrollo. Leyendo entre líneas el actual anteproyecto, se percibe que estos problemas están lejos de haberse resuelto, por la ausencia de mención a organismos y competencias de investigación científica de los Ministerios de Sanidad y Consumo, Obras Públicas, Transportes y Agricultura. Si esta ausencia refleja una oposión a la ley de la Ciencia, su viabilidad puede estar en entredicho.

Mención especial merece en este apartado el Ministerio de Hacienda, en cuyas manos ha estado aherrojado hasta ahora nuestro sistema de ciencia y tecnología, no sólo por su celo en recortar la financiación de la ciencia, sino también por su falta de flexibilidad en la intervención del gasto y su tenaz oposición a la creación de plazas para personal formado o la contratación de personal en formación.

No puede pasarse por alto en este recuento de problemas los que puedan derivarse de la reconversión del CSIC en organismo exclusivamente ejecutor de la política científica nacional definida por el Plan. Se corre el riesgo de que esta definición funcional, unida a su dirección presidencialista indicada en el anteproyecto, conviertan al CSIC en una estructura jacobina y burocratizada en lugar de liberar el potencial creativo de sus centros y equipos de trabajo.

Finalmente, hay que señalar la aparente incongruencia existente entre la formulación de un programa nacional de formación de personal científico y la competencia exclusiva en materia de formación posgraduada que la LRU y el decreto sobre el tercer ciclo conceden a los departamentos universitarios. Éstos tienen ahora la llave de ese programa, mientras que estatutariamente gozarán de una doble autonomía que les viene dada por los estatutos universitarios y los de las autonomías a las que se transfieren. Para el CSIC, que compite con la Universidad en la formación de posgraduados, esta situación no puede ser más desfavorable, y corre el riesgo de reabrir viejas heridas quizá no definitivamente curadas.

es director del Instituto de Investigaciones Biomédicas del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

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