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Colombia, la demoracia es el problema

Colombia es uno de los raros países de América Latina que, al menos en teoría, ha escapado a los modelos del caudillo que se eterniza en el poder o a las doctrinas que recientemente han impuesto los dictadores militares. Sin embargo, según el autor del artículo, la práctica es muy diferente: el pueblo colombiano no ha podido ejercer realmente la democracia, hasta ahora.

Sobre el papel, Colombia es uno de los pocos países de América Latina con una larga tradición democrática. En el papel, es decir, en el texto de sus distintas Constituciones, inspiradas todas en el modelo formulado por M...

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Colombia es uno de los raros países de América Latina que, al menos en teoría, ha escapado a los modelos del caudillo que se eterniza en el poder o a las doctrinas que recientemente han impuesto los dictadores militares. Sin embargo, según el autor del artículo, la práctica es muy diferente: el pueblo colombiano no ha podido ejercer realmente la democracia, hasta ahora.

Sobre el papel, Colombia es uno de los pocos países de América Latina con una larga tradición democrática. En el papel, es decir, en el texto de sus distintas Constituciones, inspiradas todas en el modelo formulado por Montesquieu. Además, no ha conocido tampoco las formas de dictadura habituales en el subcontinente. En el siglo pasado fue uno de los contados países latinoamericanos que no sufrieron dictaduras como la de Porfirio Díaz en México, la de Ubico en Guatemala o la de Juan Vicente Gómez en Venezuela, las cuales, con su absolutismo, su negación de cualquier derecho a la oposición y su eternización en el poder, moldearon el arquetipo histórico de novelas como El recurso del método, de Alejo Carpentier, o El otóño del patriarca, del propio García Márquez. Y en este siglo, donde sólo en dos oportunidades padeció golpes de Estado seguidos de efímeras dictaduras militares, Colombia escapó a la ronda siniestra iniciada por los militares brasileños con el golpe de 1964 y completada por sus colegas de Bolivia, Chile, Uruguay y Argentina.Sin embargo, ni el papel ni el apartamiento del modelo del caudillo militar o de las dictaduras de la era de la seguridad nacional ha representado para el pueblo colombiano la posibilidad de ejercer realmente la democracia. Por el contrario, en Colombia con excesiva frecuencia la democracia no ha sido más que el pretexto utilizado por los gobernantes para negar la democracia.

Así ocurrió en 1957, cuando los dirigentes del liberalismo y del conservadurismo no encontraron mejor fórmula para poner fin a las rivalidades que por cerca de una década los habían enfrentado sangrientamente que proponer una reforma constitucional donde se decidía de antemano y por el lapso de 20 años qué partido y en qué turno habría de gobernar al país. Primero el liberal, por cuatro años; luego el conservador, por un período idéntico; de nuevo el liberal, y así sucesivamente, hasta completar las dos décadas. Para el Parlamento se adoptó una solución semejante, la del reparto igualitario de los escaños entre los dos mismos partidos, que después se flexibilizó permitiendo que dicho reparto se estableciera sobre la base de los resultados electorales. Es decir, si los liberales obtenían más votos podían obtener más escaños que los conservadores.

Cierto, esta fórmula política que no se sabe si atribuir a Maquiavelo o a Ubu roi, fue aprobada mayoritariamente por el pueblo en un referéndum realizado ese mismo año de 1957. Pero sin necesidad de acudir a la teoría de Joseph Luns sobre la naturaleza totalitaria de los referendos, vale anotar que para los colombianos de esa generación la disyuntiva era aprobar la fórmula o permitir que siguiera la matanza. Obviamente, la aprobaron.

La anormalidad es el sistema

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El siguiente paso ni siquiera fue consultado. El bipartidismo -con este nombre se conoció el acuerdo de 1957- restringió* sustancialmente la Constitución vigente, pero dejó en pie la separación de los tres poderes, los derechos individuales y las garantías a la oposición, que quedó excluida, pero no proscrita. El estado de sitio se encargó de tirar abajo estos reductos. Concebido originariamente como un régimen excepcional que suspende sólo en forma temporal la Constitución por motivo de guerra o de gravísimos desórdenes internos, se convirtió, sin embargo, en el método habitual de gobierno. Al punto que en los últimos 25 años -sin excluir, desgraciadamente, éste- los colombianos hemos vivido bajo el imperio del estado de sitio, en una situación anómala que hace de la Constitución poco más que un trozo de papel.

Como era previsible, estos procedimientos gestaron hábitos alarmantes. Para empezar, la gente se volvió abstencionista, porque comenzó a preguntarse qué sentido tenía participar en unas elecciones cuyo resultado estaba decidido de antemano. Luego, los jóvenes, más impacientes -sobre: todo los universitarios-, pensaron que sus padres habían hecho un pésimo negocio, y en vez de sentarse a esperar el fin del bipartidismo, que tendría lugar en un futtiro para ellos remotísimo, empuñaron las armas y se echaron al monte. Así empezaron la mayoría de las guerrillas que hoy conocemos.

Después" los gobernantes y las autoridades cedieron a la tentación del cinismo o de la corrupción. O de ambas a la vez. Sin elecciones efectivamente libres, con un Parlamento dócil, la oposición, constantemente amenazada con medidas de fuerza y sin ni siquiera la obligación de sujetarse al texto de la Constitución, se acostumbró a hacer lo que le daba la gana, presentándolo como simple obediencia a la voluntad popular. Y los más faltos de escrúpulos aprovecharon la falta de control popular para meter mano libremente en los fondos públicos. La Contraloría General de la Nación es el nombre de la institución sometida al Parlamento y encargada de vigilar a la Administración pública y combatir la corrupción en sus esferas. Pues la sal se ha corrompido: dos de los últimos contralores generales tienen actualmente juicios abiertos por graves irregularidades en el cumplimiento de sus funciones.

Y entre los cínicos y los corruptos se multiplicaron los terroristas. Los que saben que hay poco que temer de la ley y que, en consecuencia, a los opositores políticos, los dirigentes sindicales y los líderes campesinos les aplican el viejo método del asesinato perpetrado por desconocidos que.huyen y quedan impunes. Como acaba de ocurrir con Carlos Toledo Plata, dirigente del M- 19. En las dos últimas décadas, este partido ha cobrado una auténtica cosecha de sangre. Pero ni aun así se sacia. Aleccionado por la experiencia argentina, se tecnifica y expande, organizando en los últimos años numerosos grupos parapoliciales y paramilitares que utilizan cada día con mayor frecuencia el método de las desapariciones forzadas.

¿Encuentro imposible?.

Turbay Ayala fue elegido presidente en 1978, el mismo año en el que se cumplieron los 20 años de entrada en vigor de la reforma de 1957. Pero su Gobierno no fue un cambio, sino lo contrario exactamente: la secuela inexorable del bipartidismo y el estado de sitio. Su deplorable estertor final. El país ha cambiado mucho desde 1957: su población casi se ha triplicado y la mayoría ahora es urbana; Bogotá, la capital, tiene cinco millones de habitantes; para los adultos de hoy, la violencia -las luchas entre liberales y conservadores de los años cincuenta- es la guerra de papá. Turbay insistió, sin embargo, en gobernarlo con los métodos de siempre, que, por añadidura, empeoró introduciendo la tortura a gran escala, las desapariciones y la supresión de toda cortapisa a la corrupción. Por lo mismo, la gente lo rechazó casi unánimemente, y la guerrilla ganó de repente una audiencia de la que había carecido por muchos años. Dos personas, situadas en lugares diametralmente opuestos del espectro político, comprendieron entonces que el deterioro de la situación exigía un drástico cambio de rumbo, la elaboración de alternativas políticas nuevas. Una de ellas era Jaime Bateman, el líder del M-19. El otro, Belisario Betancur, el actual presidente de Colombia. Bateman entendió que la gente estaba harta, pero que ni aun así estaba dispuesta a ir detrás del radicalismo tout court característico hasta ese momento de la guerrilla colombiana.

Propuso entonces otra línea, la de la paz negociada sobre la base de un acuerdo nacional -que permitiera democratizar al país liquidando la herencia del bipartidismo y del estado de sitio. Como escribió en su día García Márquez, Bateman murió cuando hacía un nuevo intento por alcanzar ese objetivo.

La otra persona es Belisario. Ganó las elecciones después de una campaña electoral en la que se presentó como candidato nacional en un esfuerzo por neutralizar el esquema bipartidista. Concedió una amnistía general a los alzados en armas. Intentó hacer aprobar, sin éxito, por un Parlamento todavía bipartidista, un importante paquete de reformas económicas y sociales. Debilitó la tradicional de pendencia de la diplomacia colombiana del Departamento de Esta do norteamericano promoviendo el grupo de Contadora. Y lo que es más importante, ha hecho de las negociaciones de paz con la gue rrilla el tema obsesivo de su tarea de gobernante. Bateman y Belisario nunca pudieron encontrarse, pero no cabe duda que el futuro inmediato de Colombia depende de que pueda realizarse o no el acuerdo nacional que el primero propuso y que el segundo aceptó por indispensable.

Carlos Jiménez es periodista colombiano.

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