Tribuna:

Un tal Beckett

Un personaje de Final de partida, -no importa cuál, pues son intercambiables, como los ecos del exterior en una memoria adormecida- pregunta aterrorizado, más o menos esto: "¿No corremos el peligro de significar algo?". Algo así le amenaza ahora al padre de esta criatura. ¿No se estarán llenando de significados los gestos de un hombre que odia significar algo?.Al creador de Godot le preguntaron: ¿Quién es Godo¡? Él dijo que no lo sabe. Otras veces la indagación tiene más vuelos: ¿Qué quiso decir en esta u otra obra? Su respuesta, cuando llega, es casi sardónica de puro seria: "Lo que di...

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Un personaje de Final de partida, -no importa cuál, pues son intercambiables, como los ecos del exterior en una memoria adormecida- pregunta aterrorizado, más o menos esto: "¿No corremos el peligro de significar algo?". Algo así le amenaza ahora al padre de esta criatura. ¿No se estarán llenando de significados los gestos de un hombre que odia significar algo?.Al creador de Godot le preguntaron: ¿Quién es Godo¡? Él dijo que no lo sabe. Otras veces la indagación tiene más vuelos: ¿Qué quiso decir en esta u otra obra? Su respuesta, cuando llega, es casi sardónica de puro seria: "Lo que dije". Beckett clama sin convicción porque no se busquen en su obra significados que no sean los evidentes. Pero nada es evidente en su obra, porque la única evidencia que hay en ella es la falta de evidencias en los comportamientos humanos.

Cuando, en la posguerra mundial, comenzó a conocerse la obra de este irlandés -que escribe en un francés esquemático, porque el uso de una lengua ajena ahoga en él la tentación del estilo- se vio en ella el primer signo de la cercanía del milenio y del ajuste de cuentas de la partida final. Han pasado unas décadas, sus novelas han vuelto a editarse y sus dramas a representarse -en España se comenzó con una versión de Esperando a Godot interpretado por mujeres y después con una magnífica representación de Final de partida en Madrid y otra de Días felices, además de una exposición titulada Un tal Beckett, en Barcelona y ya se ven en sus libros y escenarios cosas muy distintas de aquellas. Cada tiempo va a proyectar como el loco sobre una mancha de tinta, su obsesión de buscar signos expiatorios en la escritura de este rey de escépticos, que no busca significar nada para nadie.

Beckett es uno de los dramaturgos -sobran los dedos de una mano para contarlos- que ha aportado algo al teatro después del desierto que dejó tras de sí Shakespeare. Como novelista, fue discípulo de su compatriota Joyce y hay quien dice que su maestro hubiera aprendido de él. Como emblema de este tiempo lo beckettiano hace ya sombra a lo kafkiano. A cada giro se leerá a Beckett de una nueva manera, y su misterio, ya denso, se irá poblando de nuevos contenidos, que se adosarán a la obra de este irlandés al que irritan los contenidos de sus palabras y que compadece a sus contemporáneos por tener que leerle.

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