Reportaje:

Ver a Dalí en su museo con ojos de turista

El pintor tiene permiso médico para ir el martes a la apertura de su exposición

"Aquí, en cuanto llueve, ya está fiada", comenta con filosofía uno de los conserjes del Teatro-Museo Dalí de Figueres en un brillante resumen de lo que sucede los días que la Costa Brava no cumple sus promesas para los miles de turistas que llegan en .busca de sol garantizado. El pasado lunes, 8 de agosto de 1983, bajo un cielo más parecido al de Bruselas que al de Gerona, 3.170 personas decidieron sustituir el bronce por la cultura con una visita al museo Dalí.A partir del próximo martes, tras la inauguración de la antológica del pintor de Port Lligat en su museo, la atracción que ejerce Dalí...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

"Aquí, en cuanto llueve, ya está fiada", comenta con filosofía uno de los conserjes del Teatro-Museo Dalí de Figueres en un brillante resumen de lo que sucede los días que la Costa Brava no cumple sus promesas para los miles de turistas que llegan en .busca de sol garantizado. El pasado lunes, 8 de agosto de 1983, bajo un cielo más parecido al de Bruselas que al de Gerona, 3.170 personas decidieron sustituir el bronce por la cultura con una visita al museo Dalí.A partir del próximo martes, tras la inauguración de la antológica del pintor de Port Lligat en su museo, la atracción que ejerce Dalí sobre el turismo de masas puede convertirse en un problema. De momento, el récord de visitantes del "teatro-museo -3.700 personas un día de julio de 1982 que también llovía- estuvo a punto de ser batido, y tiene grandes posibilidades de serlo antes de que llegue el otoño.

Ciertamente, lo que los turistas buscan en el museo Dalí es ampliar sus vivencias culturales, ver de cerca algunas obras conocidas hasta la saciedad a través de reproducciones o, sencillamente, cubrir una etapa más de un periplo por la civilización catalana. Es innegable que es así, pero en muchos casos es obligado rendirse a la evidencia de que el museo Dalí es más un espectáculo, un hito en una peregrinación por la España tópica, típica y turística cuyo panteón está poblado por entidades tan diversas como las playas, las tiendas de recuerdos, las canciones de Julio Iglesias, las corridas y... Dalí.

'Todo lo que brilla es oro'

La sala -una de las salas del museo- está virtualmente atestada y el ambiente es de semipenumbra, esa penumbra que se supone más propicia a la contemplación de la obra daliniana. Las 60 ó 70 personas que hay en ella representan un muestrario casi completo de la ciudadanía de las comunidades europeas. Hay una pareja británica muy amartelada -jóvenes y bellos los dos- que mira con embeleso La cesta de pan mientras se entrega a indescifrables confidencias. Junto a ellos, un matrimonio maduro (ella con zapatos dorados, él con un ejemplar de La Libre Belgique) hace muecas de escepticismo y, de repente, el caballero expresa su juicio crítico: "Si tu veux mon avis, il est fou" ("si quieres mi opinión, está loco.' Un poco más allá, una evidente recién casada española le dice a su evidente consorte: "Mira; todo lo que brilla es oro".

Otros consultan al conserje desconcertados ante la distancia entre el academicismo de los primeros lienzos dalinianos y el desmadre de estilos de los más recientes: "Sí, sí; éste también lo pintó él, pero cuando era muy joven". En medio, sin mirar nada en concreto, se pasean dos chicos de pelo rasurado y mirada algo perdida, que han sustituido con ventaja el atuendo encuerado por una camiseta y un pantalón corto igualmente negros y llenos de águilas por todas partes. El espectáculo son todos ellos, unidos por Dalí en un involuntario happening surrealista.

Las tragaperras del arte

Fuera, en el patio del museo, bajo la cúpula geodésica y el friso de lavabos que adorna la parte alta de los muros, la babélica reunión alcanza cotas de catarsis aún más importantes. Una impresionante belleza teutónica parece estudiar cuidadosamente las formas de Gala-transformada en mosaico-transformado en rostro de Abraham Lincoln como si interrogara al espejo mágico acerca de quién tiene las caderas más voluptuosas. Unos metros más atrás, una vampiresa punk de pelo malva y vestido de plástico imitación de piel de leopardo trata de mirar a través de un artefacto tragaperras que permite gozar de las posibilidades espectroscópicas del cuadro.

Cerca de allí, un caballero alemán de aspecto mortalmente serio se deja transportar por el grupo escultórico que representa una cobla al completo e imita el sonido de un clarinete mientras se ríe y dice algo de "der Klarinette". Pero lo que triunfa real mente son las tragaperras, las máquinas que, previa introducción de un duro, permiten ver mejor los cuadros o -muy especialmente- una Madona de Port Lligat de metal y pedrerías que se abre y cierra como una flor respondiendo al estímulo de sendas monedas de cinco pesetas, una para abrirse; otra para cerrarse.

El truco tiene a los visitantes literalmente boquiabiertos, sin distinción de atuendos, edades y nacionalidades. De repente, una señora italiana de vestido estampado grita más que dice: "¡Ah, ma guarda questo che si muove, Antonio!'. El aludido no responde, pero otro hombre asiente gravem'ente diciendo "Ach, so, die Gala". La cascada de duros no cesa de entrar en los orificios.

El surrealismo general de la escena se ve acrecentado por la presencia de albañiles, carpinteros y pintores que reparan los desperfectos ocasionados en el patio y las paredes por el tiempo y las multitudes. El próximo martes, el museo ha de tener la cara lavada para la inauguración de la antológica, a la que probablemente asista el pintor, al que los médicos han autorizado pese a que su salud no es buena. Además de las obras en la sala que albergará los cuadros cedidos por otros museos, hay que reforzar la éscalera que permite subir al dromedario de la sala Mae West; hay que repintar y plastificar el daliniano Cadillac del centro del patio. El automóvil, grandiosamente anticuado y excesivo, con su diosa pechugona subida en el capó, parece concitar el deseo de dos muchachas -una rubia inglesa y una morena mediterránea- y la envidia de un grupo de adolescentes escandinavos recién liberados de la mochila. Es la hora de cerrar y los conserjes dirigen educadamente al gentío hacia la salida. Fuera, en la entrada, el pedestal del monumento a Francesc Pujols sirve de improvisado merendero. Quién le hubiera dicho al filósofo que su estatua cobijaría los tentempiés a base de pipas, bocadillos y yogur con que las multitudes turísticas se recuperan del agotamiento inteílectual que representa ver un museo en lugar de tumbarse al sol. Pero no importa; el aparente kitsch de museo y estatua oculta una vocación de eternidad sólida como el cabo de Creus: el espectáculo debe continuar, y continuará.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En