Tribuna

Literatura y toros

Los toros y la literatura se llevan tan bien que hasta parecen brillar más cuanto peor se llevan. Hasta en Eugenio Noel o en Manuel Vicent, el desmelenamiento de la pasión carga su prosa de inconfundibles acentos taurinos. Noel era un heredero de los regeneracionistas, pero su estilo había pasado por el crisol del 98; se vistió alguna vez de traje de luces, lanzó impracticables revistas antitaurinas y al final dio la palabra al toro en El mártir se defiende, el artículo que contiene más bravos al toro de lidia de toda la literatura universal. Vicent se disfraza de inglés siendo v...

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Los toros y la literatura se llevan tan bien que hasta parecen brillar más cuanto peor se llevan. Hasta en Eugenio Noel o en Manuel Vicent, el desmelenamiento de la pasión carga su prosa de inconfundibles acentos taurinos. Noel era un heredero de los regeneracionistas, pero su estilo había pasado por el crisol del 98; se vistió alguna vez de traje de luces, lanzó impracticables revistas antitaurinas y al final dio la palabra al toro en El mártir se defiende, el artículo que contiene más bravos al toro de lidia de toda la literatura universal. Vicent se disfraza de inglés siendo valenciano, artista y naranjero, maneja con disgusto las vísceras y en el fondo es un escéptico bastante moralista. Al fin y al cabo, no hay más razones contra los toros que las morales: una moral que atiende a los animales, ya que la batalla, en el campo de los humanos, está bastante perdida.La contradicción reside en que los antitaurinos se ponen de parte del toro... y los taurinos también, aunque parezca mentira. La batalla, entonces, es imposible: como la guerra de Troya, nunca tendrá lugar. Los antitaurinos predican en el desierto -las civilizadas sociedades protectoras de animales son un desierto en lo que a hombres se refiere- y los taurinos en su invernadero de sol y sombra. El diálogo no se entabla; son dos monólogos sucesivos, interminables y permanentemente extraviados entre sí. Y al fin y al cabo sólo se salvan -los que se salvan- a través de la literatura.

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A, este respecto el discurso taurino lleva ventaja., porque los moralizantes suelen escribir peor, y ni quito ni pongo rey, aunque se enarbolen las excepciones escandalosas que no hacen más que confirmar la regla, incluyendo los dos nombres anteriormente citados. Y ello es lógico. Los toros encierran una estética que los define, como la literatura, cosa que en el terreno moral vendrá -o no- por añadidura.

De todas formas, confieso que siempre he preferido la literatura sobre toros a la literatura de lloros. Prefiero a Ortega, a Bergamín, a Pérez de Ayala, frente a López Pinillos, a Lera o Elena Quiroga -hablo del terreno de la prosa taurina- y pongo a Michel Leiris y Bataille por encima de Montherlant o Lapierre y Collinstan susceptibles los pobres que no admiten que su quinto jinete pueda no ser el primero. La reflexión sobre el mundo de los toros suele ser más interesante que su simple descripción.

Lógico que así sea: en la literatura más o menos narrativa el maniqueísmo suele ser de rigor. Se exigen los buenos y los malos, el protagonista y el antagonista, por necesidades del conflicto, de la oposición, de la eficacia de la historia. Toda la literatura popular, desde los folletines decimonónicos a la novela negra y a la literatura realista y moral en gran medida- se apoya en el esquema de buenos y malos, como suele suceder en la moral convencional al uso. Y ni los toros ni la auténtica literatura padecen esta servidumbre. En los toros no hay buenos y malos: los dos tienen que ser buenos, y cuando alguno -toro o torero- falla, el espectáculo se viene abajo.

La literatura sobre toros sirve al rito, al mito, a la ceremonia, a la estética en resumidas cuentas. Suele ser más literatura que la de la propia narrativa taurina, pues la moral tradicional le afecta mucho menos; y hasta en el terreno de la poesía, donde la forma vale más y se sostiene mejor, suele ser también más poética que la propia lírica, y el caso de Bergamín es un paradigma al respecto. Lo peor llega cuando aparece el costumbrismo o el realismo tradicional intentando aprisionar en sus fórmulas gastadas la esencia mítica de una de las fiestas más originales y dramáticas del mundo.

Y es curioso observar cómo el tema se impone a la forma, cómo la sustancia literaria se ve impregnada, enaltecida, violentamente transformada. No se puede escribir de toros sin hacerlo bien; no es posible el texto taurino que no sea literario, pues cuando la literatura está ausente, el tema también se desvanece, se vuelve no significativo, in-significante. Michel Leiris ha sido quien, en las breves páginas de La literatura considerada como una tauromaquia, ha expresado mejor el fenómeno. En la literatura auténtica el escritor se encuentra como el torero frente al toro: ante el riesgo de ser cogido a cada instante. Aparentemente, el escritor no corre peligro mortal. Pero, ¿es que no es mortal para el escritor que la literatura desaparezca de su texto? Si, por último, no existe el riesgo, el texto será banal, inútil, estéril. Hay que introducir el cuerno en lo que el escritor escribe, si quiere ser escritor de verdad, dice Leiris.

En esto se asemejan literatura y toros, y ante esta estética profunda se desvanece la moral; o, mejor dicho, la moral subyace en esta estética, se esconde tras ella, se confunde con ella.. Escribir sin riesgo, torear sin riesgo: dos inmoralidades. La estética vendrá después, exigiendo, además, las reglas que imponen el riesgo implacable y necesario. Esa es la única bondad -o maldad- que aquí podernos encontrar. Lo demás, del negocio a la moral, es accesorio.

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