Poetas bajo aguanieve, en el recital de la plaza Mayor

El viento soplaba en los atriles, se metía en los micrófonos, pero en la plaza Mayor, de Madrid, aguantaban 15.000 personas (cifra de la Policía Municipal) para escuchar los versos. Habían comenzado a llegar hacia las seis de la tarde y aguantaban el viento de los neveros de la sierra ("mata una vieja y no apaga un candil", se dice en Madrid). Vino después la lluvia, el envío anual de san Isidro, pero la multitud iba creciendo.Con la lluvia se pensó en suspender el recital, pero el pueblo sacó los paraguas y aguantó. "Va a llover más", dijo un profeta, "porque está como dice la copla: S...

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El viento soplaba en los atriles, se metía en los micrófonos, pero en la plaza Mayor, de Madrid, aguantaban 15.000 personas (cifra de la Policía Municipal) para escuchar los versos. Habían comenzado a llegar hacia las seis de la tarde y aguantaban el viento de los neveros de la sierra ("mata una vieja y no apaga un candil", se dice en Madrid). Vino después la lluvia, el envío anual de san Isidro, pero la multitud iba creciendo.Con la lluvia se pensó en suspender el recital, pero el pueblo sacó los paraguas y aguantó. "Va a llover más", dijo un profeta, "porque está como dice la copla: Si Toledo se nubla y el puerto aclara, puede la lavandera volver a casa". No fue así: lo que fue cayendo encima era el frío.

En el breve escenario, Alberti sacaba un peine de vieja costumbre -de poeta en la calle-; Marsillach colocaba una bufanda sobre su cazadora de la arruga es bella; Rabal se apretaba el paño azul de su chaquetón marinero; José Luis Gómez fumaba un cigarrillo tras otro; Amancio Prada llevaba un cuero castellano. Protagonistas para una fiesta de madrileños: un gaditano, un catalán, un murciano, un onubense, un leonés. El público, igual: había gallegos -un "¡uhhh!" de entusiasmo para Rosalía de Castro-, salmantinos, andaluces. A todo este conglomerado se le ha llamado siempre los madrileños.

Recitaron de Juan del Enzina a Blas de Otero. De las bocas de los recitadores y del cantante salía el vaho escandido con los versos. Las gargantes no podían estar templadas, pero los poemas daban calor. El sonido reverberaba desde los altavoces del fondo, mezclado don el buz del viento -viento del pueblo. Alguna botella de ginebra pasaba de boca en boca.

Apenas hubo deserciones: ni al final, cuando a la luz de los reflectores se veía revoltear la lluvia: "¡Es aguanieve!" dijeron algunos. Y cuando se acabó, todavía había ateridos madrileños -salmantinos, gallegos, andaluces...- que pedían "otra, otra".

Recitadores gratis

San Isidro se había pasado, había superado todas sus tradiciones. Pero no se puede decir que eI mal tiempo desluciera el acto, sino todo lo contrarío: fue esa prueba de viento, frío y agua lo que demostró que había miles de personas que escuchaban la poesía.Y a los recitadores, que fueron -como se debe- gratis: tan gratis que cuando se entonaron en un restaurante próximo y convenientemente gallego, para más madrileñismo, con un buen caldo, un vino fresco y espumoso y lo que quedaba a esa hora -las once largas de la noche-, lo pagaron a escote: a 1.750 pesetas por cabeza.

Incluyendo las de la viuda de Neruda, que había asistido en un primera fila de honor, sin que el honor la librara del frío y del aguanieve. La acompañaba una vieja dama, que comentó: "En treinta años de Moscú no he pasado tanto frío".

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