Tribuna:

La vida no ejemplar de Henry Miller

Murió joven, a los 88 años, y fue el dueño de esa inmortalidad soñada desde siglos por nobles y plebeyos, altos y bajos, creyentes y ateos, obesos y transparentes, libres y esclavos, eruditos y analfabetos, jueces y ladrones. Qué pena que la inmortalidad siempre tenga la manía de elegir la carne, la sangre y los huesos -el cuerpo- para alojarse. Reconforta encontrar adolescentes como Picasso, Chaplin, Casals, Neruda y Hertry Miller, muchachos a los que la biología nunca pudo destruir, eternos vencedores de la cirugía plástica, sensuales fabricantes de hormonas esfumadas, niños que no necesitan...

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Murió joven, a los 88 años, y fue el dueño de esa inmortalidad soñada desde siglos por nobles y plebeyos, altos y bajos, creyentes y ateos, obesos y transparentes, libres y esclavos, eruditos y analfabetos, jueces y ladrones. Qué pena que la inmortalidad siempre tenga la manía de elegir la carne, la sangre y los huesos -el cuerpo- para alojarse. Reconforta encontrar adolescentes como Picasso, Chaplin, Casals, Neruda y Hertry Miller, muchachos a los que la biología nunca pudo destruir, eternos vencedores de la cirugía plástica, sensuales fabricantes de hormonas esfumadas, niños que no necesitan llegar a viejos para ser hombres.Tiene que ser cruel poseer la juventud durante 88 años. Pero debe ser compensatorio -y quizá hermoso- sucumbir a las ingles de una japonesa y convivir con ella por su manera de jugar al pimpón, su charla epidérmica y sus 43 años de diferencia. Tiene que ser fascinante compartir el lecho, el pan y el vino con una mujer que se llama Hoki Tolcuda, y que responde, cuando le preguntan por el viejo: "Está mejor que cualquier muchacho". Sí. Debe ser magnífico y terrible morirse en plena juventud y llamarse Henry Miller.

Nació en Nueva York, pero no en la ciudad impoluta y prefabricada que pinta Madison Avenue, sino en la otra, la de la mugre, los navajazos, las putas a cinco dólares la noche, los borrachos vomitando en los portales, los homosexuales y los proxenetas, los mendigos y los poetas. Miller, como casi todo el mundo, nació en una casa, pero se crió con la única maestra que podía aguantar y aguantarle a él: la calle.

Arrugas del alma

Vagabundo y marginal, ningún bisturí o psicoanalista pudo plancharle las arrugas del alma. Obrero agrícola, boxeador, secretario de un predicador, reportero, profesor de gimnasia, ascensorista, corrector de pruebas, corredor ciclista y, de pronto, la rabia apretándole el sexo a la jauría urbana: será escritor, como su amigo Hemingway, que vive en París y cobra un dólar por palabra, o como John Dos Passos, que acaba de descubrir a Rocinante, o como Scott Fitzgerald, agotando el champaña del George V o del Ritz. Miller será escritor, aunque para ello tenga que amarrar sus dos metros de estatura en el pringue de Montparnasse y mangarle a Anaïs Nin diez francos para el alquiler. El jazz, la Costa Azul, las fiestas, el tenis, la ropa blanca, las mujeres hermosas -todo eso que amaba el gran Gatsby- no formaban parte de su galaxia. Hertry habitaba'en el lado sórdido de la feria, junto a otros roñosos -Zola, Cadwell y Joyce-, tipos que encontraban placer narrando la verdad y sólo la verdad, como hacen los reos cuando van a morir ejecutados, gentuza que usaba las palabras como municiones, indecente chusma que confundía a los judíos con seres humanos, inconfesable morralla que se permitía clamar justicia para el Ulster. Ese era el subinundo de Miller, el de las buhardillas miserables y el de las ocasionales compañías, el de las prolongadas borracheras que no pudieron apagar su lucidez. Noches y días de caminar, caminar sin rumbo, pidiendo una limosna o un plato de comida, un rincón en cualquier cuarto o una mano amiga escondiendo un cigarrillo. Obstinado Henry, aterido Miller, siempre dando la lata con la pureza que yace en la basura o exaltando la belleza del sexo, un producto de consumo masivo que se convierte en pura mierda cuando se vende a 250, pesetas la platea. O a cien el ejemplar.

Y es que la pureza -lo dijo san Francisco de Sales, no yo-, igual se encuentra en el cielo que en el infierno.

Durante 1947 Miller abandonó la hoguera europea y se radicó en el Big Sur, en esa California de los Nixon y los Reagan, de jubilados que pescan en los muelles y abuelas que trocaron la pañoleta por una visera. California, como antes lo fue Clichy, es un buen lugar para escribir, pero también lo es para gozar de cinco bellísimas esposas, algún que otro amor extralegal y la constante visita de muchachos/as, universitarios/ as empecinados/as en trabajar los Trópicos como tesis. California es un buen punto para que un renegado se tueste al sol, el sitio exacto para que el hombre se afirme, primero, como persona, y luego, como componente social de una jungla devoradora; la fortuna -como la paternidad- le llegó a destiempo, pero el patriarca tenía la lección bien vivida: "Pasé toda mi existencia buscando la felicidad. Hoy sé en qué consiste: pintar, nadar, mirar la belleza".

Maldito y escandaloso Míller, muerto el 8 de junio de 1980. Vital pasional y alegre maestro, apocalíptico antihéroe que una vez pronosticó: "Todo lo que es americano desaparecerá un día; desaparecerá con mayor fuerza aún que lo griego, lo romano, lo egipcio... Y esta idea me ha producido una pena infinita, porque no hay agonía más atroz que el hecho de pertenecer a algo que no sobrevive".

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