Tribuna:

A Torrente, sobre la imaginación

¿Es esencial la imaginación en la hechura de una novela? En una polémica que entabla con Torrente Ballester, cuyos Gozos y sombras televisados le devuelven a la actualidad que no abandona, el autor de este artículo quiere responder a esa cuestión tan antigua e inquietante.

El otro día mencionaba yo a Torrente en cierto articulillo sobre la imaginación en literatura, y Torrente, novelista fabulador por excelencia y hombre amable que no se hace el distraído con los principiantes, ni pretende estar por encima del bien y del mal, o incluso de las cosas menudas a las que de cuando en cuando ...

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¿Es esencial la imaginación en la hechura de una novela? En una polémica que entabla con Torrente Ballester, cuyos Gozos y sombras televisados le devuelven a la actualidad que no abandona, el autor de este artículo quiere responder a esa cuestión tan antigua e inquietante.

El otro día mencionaba yo a Torrente en cierto articulillo sobre la imaginación en literatura, y Torrente, novelista fabulador por excelencia y hombre amable que no se hace el distraído con los principiantes, ni pretende estar por encima del bien y del mal, o incluso de las cosas menudas a las que de cuando en cuando doy por ahí suelta, replica con unas muy bien hilvanadas razones en sentido opuesto a las mías. Dudo que no tenga lo dicho por Torrente algún punto flaco, y en parte por ello, y sobre todo para dar carrete a esta charla amistosa, quiero añadir unas palabras en defensa de mi posición, en la que afirmo con la saludable cautela de estar quizá, y aún más que quizá, equivocado.¿Es esencial la facultad imaginativa a la confección de la novela, el cuento, el poema o la pieza dramática? Torrente dice que sí, y añade que no sólo a las tareas literarias, sino a todas las demás de algún mérito, desde poner un cohete en la Luna hasta completar el 992 círculo de la Divina Comedia. La imaginación libresca corre paralela a otras imaginaciones, y un pueblo que inventa en las cuartillas lo hace también en el taller, el laboratorio y la plaza pública. Torrente aduce como ejemplo el caso de la España dieciochesca, que no supo engancharse a la máquina de vapor y la física newtoniana ni produjo tampoco, ¡mire usted por dónde!, una sola gran novela. Todo es uno, advierte Torrente, y en el centro de cada cosa importante hallaremos, como un manantial, una fantasía poderosa surtiendo pura sustancia imaginativa.

Quiebros

¿Cómo no mostrarse, de manos a boca, acordes con Torrente? Cuanto señala es cierto, pero lo es, y este constituye un detalle importante, en la medida en que se está concediendo al concepto de la imaginación unos fueros amplísimos, que lo asimilan casi al de entendimiento, al de inteligencia. Si ser imaginativo consiste en saber salirse de lo trillado, en hacer un quiebro y una solución de continuidad que nos permita tomarle la embocadura a una situación súbitamente nueva, entonces usar de la imaginación y usar de la inteligencia representan operaciones idénticas, son, en fin, la misma cosa. Sin imaginación, esto es, sin pericia bastante a desviar nuestra conducta de sus cursos pretéritos, no nos sería siquiera hacedero circular por la vía pública. Un individuo que no acierte a doblar la esquina a la izquierda después de haberlo hecho las tres veces anteriores sucesivamente a la derecha corre el peligro de darse de morros contra una tapia o la vertical de un muro. La historia del hombre está en verdad llena de formidables trompadas, efecto siempre de la rutina, de la fidelidad mostrenca a lo ya visto. La línea Maginot resultó inútil porque la maraña boscosa de las Ardenas, impenetrable a la maquinaria guerrera de 1914, era sólo parterre y lugar de paso para las fuerzas acorazadas nazis. Los franceses pecaron de escasamente imaginativos, no supieron dar la pirueta que conducía de los cachivaches de Verdún a los tanques de 1940. Y por otro estilo, pero igualmente obtusas, parejamente apegadas al relieve literal de la experiencia, vienen a ser las señoritas que hace equis años se enamoraban sólo de hombres parecidos a Jorge Negrete, o los versificadores que riman poesía con melancolía, o el novelista que no da un paso sin espiar las huellas que ha dejado en el camino un novelista anterior.

Hasta aquí, pues, el razonamiento de Torrente es impecable. Sin embargo, Torrente añade otra consideración, recuerda que la novela española, pedestre y con afanes fotográficos durante la década de los cincuenta, hubo de aprender de los suramericanos la alegría de escribir, esto es, de inventar con la pluma en la mano y el corazón suelto por los paisajes de¡ alma, que allí son verdes y lujuriantes y aquí propenden al ocre mesetario. Esta es una nota nueva. No digo que sea falsa en el caso concreto de las dos literaturas hispanas, la boreal y la austral, pero sí nueva, y quizá, también, descaminada en líneas generales. Torrente ha confundido en una dos imaginaciones distintas, aquella de que nos hablaba antes y esta otra, que es mucho más especial que alude -sospecho- al barroquismo léxico de un Carpentier, o al plástico de un Márquez, o al conceptual de un Borges. Yo afirmo en contra no que este pelaje de imaginación sea literalmente indeseable, sino que no es de fijo necesario a toda buena literatura. Son barrocos los 33 círculos infernales de Dante, es barroco Quevedo, son barrocas muchas excelentes páginas de la Saga/Fuga, pero no lo son ni por asomo tanto las que componen el primer volumen de Los gozos y las sombras, o Misericordia, o La voluntad, de Azorín, grandísimo libro infinitamente: distante de cualquier cabriola de la fantasía, de cualquier desmán o cana al aire en el arte de imaginar.

¿Lo original ha de ir siempre acompañado de cierto gusto por lo prolijo, por lo sorprendente, por el hallazgo hacia afuera que deja al personal atónito y como viendo visiones? Yo creo, lealmente, que no, que de todo se cría en la viña del arte chipén... Vermeer, tan recatado, tan corto en acontecimientos relatables, ¿fue acaso menos audaz que el Bosco, donde no hay un palmo de tabla pintada en que no bullan mil trasgos, mil criaturas de ficción? Puestos en el brete de decir sí o no, quizá fuera preciso reconocer que aposentó el primero más valentía pictórica que el segundo, rezagado, formalmente, respecto a lo que entonces se estilaba con los pinceles en la mano. O, volviendo a lo literario, considere el lector un suceso como el de Torrente. El está en lo lúdico, en lo deslenguado, en lo especulativo, probablemente en lo profundo gallego, que es la más bulliciosa y excesiva fisonomía de cuantas integran el alma española. Torrente es un magnífico novelador, pero también lo es Delibes. Asimilen ustedes capacidad de novelar a imaginación, en su sentido estrecho, e intenten cuadrar ese círculo; verán que será como pedirle a Torrente que sea de Valladolid, o a Delibes, de El Ferrol o, ¿por qué no?, del casi vecino Mondoñedo.

Alvaro Delgado-Gal es director de la revista Libros.

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