Tribuna:

Los racismos en España y América

Sería dificil encontrar una idea más racista que el sostener que hay razas que son racistas (alemanes, surafricanos, estadounidenses) y otras que no lo son (españoles, portugueses, latinoamericanos). La realidad es que los grupos raciales manifiestan conductas semejantes en circunstancias análogas, conforme a un principio básico de toda sociología científica.Así, por ejemplo, los pioneros yanquies encontraron en América sólo tribus indias cazadoras, que por su nomadismo no podían ser reducidas a servidumbre, y cuyo medio de vida, los animales, dañaba sus cosechas, lo que les llevó a una...

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Sería dificil encontrar una idea más racista que el sostener que hay razas que son racistas (alemanes, surafricanos, estadounidenses) y otras que no lo son (españoles, portugueses, latinoamericanos). La realidad es que los grupos raciales manifiestan conductas semejantes en circunstancias análogas, conforme a un principio básico de toda sociología científica.Así, por ejemplo, los pioneros yanquies encontraron en América sólo tribus indias cazadoras, que por su nomadismo no podían ser reducidas a servidumbre, y cuyo medio de vida, los animales, dañaba sus cosechas, lo que les llevó a una guerra de exterminio. Lo mismo hicieron los españoles cuando dieron con tribus nómadas en el Cono Sur americano; pero en general encontraron pueblos agrícolas, sedentarios, y su interés entonces fue el subyugarlos, encomendarlos y vivir a costa de su trabajo. No se trataba ya de eliminar un competidor, sino de conservar, más aún, multiplicar el número de trabajadores. De ahí el interés por preñar indias, y después negras, que así eran más cotizadas. Al provecho en este aumento cuantitativo se añadió la creación cualitativa de grupos raciales de mestizos y mulatos, que servían para que un minúsculo grupo blanco ibérico pudiera por su intermedio dominar a la gran masa de población de color.

A este interés mercantil y político por la mezcla racial se unía otro directamente sexual y racista: al no considerar a los de color como personas, sino como animales, había una tentación constante de satisfacer sus bajos instintos con seres tan irresponsables y sexuales como se consideraban ser los de color. En este contexto, pues, la mezcla racial, lejos de ser prueba de ausencia de racismo, lo fue de su existencia: no hubo matrimonio (entre iguales) de las razas, sino violación y explotación de una por otra.

Por su parte, los norteamericanos, cuando descendieron en el continente a climas subtropicales, en los que no se daba el tipo de agricultura a que estaban acostumbrados, importaron, como los españoles, negros agricultores que trabajaran para ellos. Como los españoles, los sureños no dudaron entonces en mezclarse con los negros, de los que más del 70% son por eso, hoy, mestizos. Pero como el conjunto de blancos de Estados Unidos nunca fue inferior al 80%, su interés estuvo en no reconocer capas intermedias, considerando de color a todo el que tuviera una sola gota de sangre no blanca.

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Con el desarrollo de la industria yanqui y la crisis de la agricultura sureña, y su manifestación en la guerra civil de 1860, el modelo racial estadounidense fue liquidando el sistema racista sureño de proximidad sexual y distancia económica y adaptándose al yanqui de alejamiento sexual y acercamiento económico.

En Suramérica, el modelo yanqui primitivo, de eliminación de los indios nómadas, fue utilizado sobre todo en Buenos Aires, que importó también agricultores europeos, blancos. Pero cuando las "reservas mestizas" del interior, empobrecidas, empezaron a emigrar a Buenos Aires, ésta no pudo absorberlas económicamente y discriminó racialmente, como animales, a los así llamados cabecitas negras, que se agruparon después en el peronismo, enfrentándose en una cada vez más clara y sin cuartel lucha racial de "barbarie contra civilización".

En el resto del subcontinente, la única guerra civil versó también en torno al racismo, pero no fue entre blancos y de color (como en Argentina) o entre partidarios y adversarios de la esclavitud (Estados Unidos), sino que consistió en una guerra civil entre blancos criollos y europeos, para determinar quién se quedaría con la encomienda de los hombres de color. Contra todo intento actual de mistificarla, democratizándola, la independencia lo fue sólo para los criollos (blancos), que explícitamente legitimaron una y mil veces su derecho a ella, diciendo que ya sabían manejar como los españoles a las masas de color, y que la independencia no sería nunca una merienda de negros, una revolución de color, como la de Haití. Y donde y cuando la independencia parecía poder llevar a esa revolución democratizante de color, renunciaron a ella incluso después de conseguirla.

No hubo pues un cambio de sistema, sino sólo de élites dominantes; se pasó de una colonización más externa a otra más interna, quedando aún más discriminados y hundidos los grupos de color, al no tener ya los criollos el contrapeso de la corona de España, que por propio interés se apoyaba contra ellos en los grupos de color, que lucharon, pues, contra esa independencia... criolla, blanca.

Ese predominio de las élites de origen europeo es lo que explica que se haya impuesto políticamente el nombre de América "Latina", es decir, de América de los blancos, y no el más lógico de Indoamérica o Mestizoamérica, o bien alguna denominación no racista, como Suramérica frente a Norteamérica. Gracias al sistema creado por los españoles de castas y subcastas, al divide e impera, los criollos han podido seguir con el sistema de acercamiento sexual y distanciamiento económico. Los dividendos de esa política son inmejorables para ellos: entre las pequeñas élites blancas en la cumbre y las masas de color hay una diferencia en América "Latina" muy superior a la existente entre blancos y negros en Estados Unidos.

-"Aquí todos somos hermanos; yo soy cbmo un padre para mis peones; no se dan esas luchas de clase, esas huelgas de Estados Unidos". Estas manifestaciones feudales de ciertos patronos latinoamericanos, desmitificadas en su aspecto económico, son todavía muy aceptadas en el racial. Se utiliza como compensación ideal de la enorme desigualdad material la negativa (verbal y teórica) a la existencia de discrimen racial por parte de los blancos, ávidamente aceptada como opio consolador por los de color, quienes, con todo, cuando pueden "votan con los pies", emigrando más cuanto más oscura es su piel a país tan reconocidamente racista como Estados Unidos, donde se sienten mejor tratados.

Sólo cuando los grupos de color dejan de soñar con un ascenso ideal a ser "latino" americanos, a ser parcialmente asimilados, emblanquecidos, por los grupos dominantes, podrá América del sur liberarse de su estructura de castas, racista, feudal, y crear sociedades unidas y democráticas dentro de cada Estado actual, y superar la división balcanizante entre la Suramérica europea, la mestiza y la negra, que impide la indispensable unión subcontinental de sus habitantes. Para ello, los intelectuales "latino" americanos deben renunciar a los intereses asociales de su grupo de pertenencia o referencia blanco, y reconocer, con Fanon, que en países colonizados la "superestructura racial" se convierte en infraestructura, y no aplicar sin más esquemas de clases de otras latitudes.

España debe también desmitificar su historia, reconocer su pasado profundamente racista, forjado en buena parte en la conjunción de la preocupación feudal por la estirpe de la tradición germánica con la árabe. No sólo hemos creado el sistema racista más profundo y duradero que conoce la historia en América, sino que en nuestro mismo país hemos llegado a la "solución final" que no consiguió Hitler, liquidando a los judíos, y después a los moros. Si no conseguimos lo mismo con los gitanos, a pesar de repetidas órdenes de genocidio cultural y expulsión total, se debió sólo a que su nomadismo les permitió escapar a ellas. En nuestros días, ese racismo no reconocido como tal envenena todavía mucho las relaciones con nuestros vecinos, con Suramérica y, en el interior de nuestro Estado, las relaciones entre diferentes regiones.

es sociólogo, profesor en varias universidades suramericanas, autor, entre otros libros, de Los racismos en América Latina, Poder Blanco y negro y El amor racista.

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