Operetas de Gilbert y Sullivan en Londres

Al cumplirse ochenta años de la muerte de sir Arthur Sullivan (1842-1900), el Sadler's Wells Theatre, de Londres, ha montado un ciclo de representaciones que se extiende durante los meses de enero y febrero, en el que se revisan los grandes éxitos de la firma Gilbert y Sullivan, todo un capítulo en la historia de la opereta europea.

Yolanda (1882), Los piratas de Penzance o el esclavo del deber (1879), El navío Pinafore o la muchacha que amó a un marinero (1878), Ruddigore (1887), El mago (1877), El alabardero de la guardia (1888), y la más céle...

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Al cumplirse ochenta años de la muerte de sir Arthur Sullivan (1842-1900), el Sadler's Wells Theatre, de Londres, ha montado un ciclo de representaciones que se extiende durante los meses de enero y febrero, en el que se revisan los grandes éxitos de la firma Gilbert y Sullivan, todo un capítulo en la historia de la opereta europea.

Yolanda (1882), Los piratas de Penzance o el esclavo del deber (1879), El navío Pinafore o la muchacha que amó a un marinero (1878), Ruddigore (1887), El mago (1877), El alabardero de la guardia (1888), y la más célebre de todas las operetas de Gilbert y Sullivan, El Mikado (1885), alternarán en los carteles de la Rosemary Avenue.

Sullivan, hijo de un director de banda militar, formó parte de la Capilla Real en 1854, cuando contaba trece años, y después de estudiar en la capital británica con Bennett, Goss y Sterndale, marchó a Alemania, en donde fue discípulo de Hauptmann, Richter y Moscheles. Recibió encendidos elogios de Dickens por su música para La tempestad, de Shakespeare; dirigió la Real Filarmónica y el Festival de Leeds, y probó fortuna en el género oratorial con no pocas partituras, tal El hijo pródigo y La luz del mundo.

No obstante menospreciar su trabajo como autor de operetas, gracias a ellas el nombre de Suilivan perdura junto al de su libretista, W. Schwenk Gilbert. Los títulos que ahora se representarán en Londres hablan claro de una inspiración fácil y una excelente técnica, capaces de prolongar, más allá de su época, unos pentagramas de los que su creador decía despectivamente: «Están muy bien. Podría haberlos escrito un zapatero remendón».

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