Tribuna:

Hernani contra Zaratustra

Poca culpa tienen estos sabios y graves profesores que estudian eruditamente el galimático fenómeno literario del romanti cismo de la que se prepara por obra y encanto de los llamados, qué se le va a hacer, nuevos románticos. Ni siquiera esta vez el estreno televisual de Hernani, hace escasos domingos, puede interpretarse como señal electrónica de la previsible hernanización que viene; sensibilidad que ya está confortablemente desparramada por los escenarios más pintureros de la cultura adolescente de la Europa mediterránea. Nada tienen que ver con el viejo género poético ...

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Poca culpa tienen estos sabios y graves profesores que estudian eruditamente el galimático fenómeno literario del romanti cismo de la que se prepara por obra y encanto de los llamados, qué se le va a hacer, nuevos románticos. Ni siquiera esta vez el estreno televisual de Hernani, hace escasos domingos, puede interpretarse como señal electrónica de la previsible hernanización que viene; sensibilidad que ya está confortablemente desparramada por los escenarios más pintureros de la cultura adolescente de la Europa mediterránea. Nada tienen que ver con el viejo género poético estos síntomas inequívocos de la alternativa de recambio de gestos, miradas, jergas y vestiduras. No hay que olvidar que la palabra romantic aparece por vez prime ra en Inglaterra, a finales del siglo XVII, para indicar cosas «que sólo ocurren en las novelas».Como se decía en la época del primer Bob Dylan, del profano, el neorromanticismo está en el viento, advirtiendo que con tal vocablo se designan ahora cosas que no ocurren en las novelas, sólo en la realidad cotidiana. El que unos muy respetables académicos discutan del género literario éste y que a RTVE le dé por emitir el dramón de amores imposibles, venenos eficaces y subterráneos inverosímiles de Víctor Hugo, son noticias que hay que interpretar a beneficio de la chiripa, no de la intencionalidad o del marketing.

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Fueron en rigor los franceses, siempre tan atentos a la muy rentable industria de la etiqueta, los primeros que pronunciaron y capitalizaron la moda. Lo tenían más fácil que nadie: después de aquellos nuevos filósofos atascados en el gulag del monoteísmo judeocristiano, irrumpen en el, salón coqueto estos nuevos románticos también surgidos del, por lo visto, rentable negocio del desencanto para que la atención no decaiga.

"El romanticismo absoluto"

Incluso los muy chovinistas se permiten el lujo infame de la interpretación determinista, como si estuvieran traficando con signos pesados, procedentes de la primera revolución industrial: si el romanticismo nace de las revoluciones fracasadas, dicen, nada más natural que ahora resuciten del mayo de 1968 los chicos románticos, como de aquel mayo de 1830 surgieron Musset y sus colegas del corazón. Hasta un tipo llamado Gonzague Saint Bris, conocido pinchadiscos de la emisora Europa-1, tiene la osadía mercantil de crear la academia de los jóvenes románticos, después de haber escrito un libro titulado El romanticismo absoluto, en donde nos vende la melancolía propia, el sulcidio ajeno, la estética de los paradores nacionales de turismo y la espiritualidad de santa Teresita del Niño Jesús -no la de santa Teresona-, como respuestas encantadoras a las ya polvorientas alternativas del encanto de los mayos mayestáticos de lo político. O sea, Hernani contra Zaratustra. Dos movimientos idealistas para una misma melena al viento de la modernidad: la de Levy y la de Saint Bris.

Es demasiado facilona, sin embargo, la ironía a costa de los mercachifles de este nuevo romanticismo, y no son esas maneras civilizadas ni divertidas de conjurar el fuerte olor sepia del fondo del aire. Suponiendo que los colegas franceses por una vez, por despiste o por desprecio, no hubiesen adosado el sambenito de nuevo al resurgir romántico, menudo editorial se podría hacer en este diario a costa del noúmeno. Ya lo estoy leyendo.

A fin de cuentas, el movimiento ecologista, la actitud desmelenada de los grupos radicales, el arte de la fuga hacia los territorios exóticos, la pasión por la celtitud, el revival impetuoso del mito de los orígenes expresado por esas vertiginosas excursiones hacia lo autóctono -hacia las fuentes medievales precisamente, como ocurrió en la primera revolución romántica-, la nostalgia progresivamente acelerada por las estrellas muertas, la tentación del suicidio como medio de comunicación de élites, la recuperación del antirracionalismo como una de las bellas artes, el agobiante leitmotiv del idealismo pesimista, la certera diagnosis de que, ante todo, estamos en la década del yo, pero no de un yoísmo cualquiera, sino, nada menos, del que se codea con la mismísma divinidad, entre otros síntomas bien visibles, articulan espontáneamente la posibilidad de una explicación periodística de lo actual a partir de la metáfora del neorromanticismo que huele amarillentamente.

Ahí están adernás los inesperados fervores iuveniles por la ópera y el ballet, por Larra y Bécquer, por el Polansky de Tess y el Woody Allen que recrea incansablemente la escena del aeropuerto de Casablanca, por el planetario melancolismo de Julio Iglesias y por el sonido francamente romántico de Jackson Browne, o por la historia eminentemente aventurera de la huida del buque ecologista y el protagonismo del tema del amor-pasión en las historias de la joven filosofía española, para probar que, a pesar de la etiqueta bochornosa, debajo del asfalto de las célebres ruinas mayeras no hay hierba como nos decían, sino góticos subterráneos por los que deambulan como si tal cosa Hernani y Doña Sol tarareando el Hey! de los cuarenta principales.

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