Tribuna

Un ejemplo de novela lírica

A primera vista, y ateniéndose a los títulos de sus partes (Adagio, Presto, Adagio, Coda), diríase que Tigre Juan y El curandero de su honra habían de ser las obras ayalescas de ritmo más acusado. No es así. Luna de miel, luna de hiel y Los trabajos de Urbano y Simona les aventajan en este punto. Los títulos de sus cuatro partes (Cuarto menguante, Cuarto creciente, Novilunio y Plenilunio), si no de tan obvia denotación musical como los anteriores, se refieren al curso de la luna en su movimiento incesante y uniforme; es decir, a un ritmo natural, acompasado a...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

A primera vista, y ateniéndose a los títulos de sus partes (Adagio, Presto, Adagio, Coda), diríase que Tigre Juan y El curandero de su honra habían de ser las obras ayalescas de ritmo más acusado. No es así. Luna de miel, luna de hiel y Los trabajos de Urbano y Simona les aventajan en este punto. Los títulos de sus cuatro partes (Cuarto menguante, Cuarto creciente, Novilunio y Plenilunio), si no de tan obvia denotación musical como los anteriores, se refieren al curso de la luna en su movimiento incesante y uniforme; es decir, a un ritmo natural, acompasado al no menos natural del paso de los amantes de un estado a otro, tránsito que mediante hábiles dispositivos técnicos marcan, en cada parte, ritmos menores fácilmente discernibles.Estructuralmente sugestivos y funcionalmente útiles, refuerzan la unidad de la obra y extienden la imaginación más allá de lo que el tema parecía consentir. Los paralelismos entre los personajes (don Cástulo y Urbano, maestro y discípulo, por ejemplo) y la variación en la repetición que de ellos se deriva, además de favorecer un juego irónico de duplicaciones, es medio excelente de hacer perceptible el vaivén, la oscilación rítmica. Cuando, en la segunda parte, doña Micaela, la madre del protagonista, viva su cambio, otro tránsito, aún sí invertido, paralelo a los de Urbano y don Cástulo, destacará mejor la coherencia y la incoherencia en el comportamiento de las figuras,, escalonadas en el texto en una gradación correlativa que va de la inocencia a lo grotesco.

Duplicación entre personajes y desdoblamiento en el interior de ellos. Se dice -y aun si no se dijera, el lector podría verlo sin dificultad- que «don Cástulo vivía dos vidas paralelas, autónomas y sin mutuo contacto entre sí, una vida real y una vida imaginaria». ( ... ) Su imaginación estaba atiborrada de erotismo literario y vaporoso, que jamás se insertaba en la vida real, por falta de datos de los sentidos y puntos de referencia experimentales». Cuando, estimulado por el tardío despertar de la sexualidad, su romanticismo encuentra acogida en los brazos de una mujer, las dos vidas se yuxtaponen en una, que parecerá diferente, según sea él mismo u otro quien reflexione sobre ella.

Su previsión de lo que Urbano hará se funda en «el paralelismo perfecto» entre ambos, fenómeno de desdoblamiento que no es, en manera alguna, pura imaginación de don Cástulo o simple reconocimiento de su semejanza en ignorancia e inexperiencia, sino medio de dar otra vuelta de tuerca a la composición de la novela. Para el buen equilibrio de la estructura convenía que maestro y discípulo fueran educados al mismo tiempo y por la misma mano, aunque con distintos medios.

Idilio

Montesinos, que llamó idilio a la novela perediana, quizá hubiera designado del mismo modo la de Ayala, y la mejor razón esgrimible en apoyo de tal denominación es que el texto no solamente la autoriza, sino que la impone. Partiendo de la situación inicial, cuya verosimilitud no examino por no parecerme pertinente al estudio en curso, los amantes habían de vivir su amor en la inocencia total. Y lo viven en un pequeño paraíso aldeano («este es el paraíso», dice Urbano) que es, a la vez, el tradicional huerto de amor («idílico recinto» se le llama, y como tal se le describe), literaturizado y cargado de reminiscencias librescas.

El sesgo, entre candoroso y ridículo, de la situación, lo subraya el narrador irónico, o directamente o por boca de los personajes. El espacio queda caracterizado como lo que es y como su caricatura; cuando sea reflejo del personaje, visión deformada de un ente grotesco (Cástulo-Casto) o en estado de inocencia radical (Urbano-Adán), ese espacio ha de parecer degradado en cuanto Edén. No en cuanto huerto de amor, pues la relación entre Urbano y Simona tiene los acentos de una pasión elemental, ni siquiera enturbiada por el candor que se interpone entre ellos y la realización del deseo, de un deseo claro, pero indefinido, dé una plenitud vislumbrada antes de percatarse de los medios para acceder a ella.

Adán y Eva, niños, ángeles, huerto, jardín, son referencias del texto, no abreviaturas del lector. Allí están los signos y allí está la ironía, verbal unas veces, de situación otras. Doña Rosita, la abuela de Simona, deseando averiguar cómo va progresando el amor de los muchachos, baja al jardín en donde cree encontrarlos y oye algo que la hace sentirse becquerianamente transportada al recinto de la pasión: «¿Qué ruido es éste que llena mis oídos, como si fuesen caracol de mar? ¿Es batir de alas de ángeles o es rumor de besos? Tanto monta; los dos son una misma cosa, que cuando dos amantes inocentes se besan, los ángeles revolotean en torno, locos de júbilo. Rumor de besos es, puesto que el eco repercute en mi corazón». Pero no son los jóvenes quienes se besan, sino sus grotescos dobles: el preceptor y la sirvienta. La sorpresa, el choque, la irritación, ceden en el acto a la comprensión sonriente: « Este idilio es tan cándido como el de mis niños», y tan natural como el de los gatos a quienes la anciana oye hacerse el amor en la noche.

El avance hacia el conocimiento se marca en los tiernos esposos como un despertar a la vida y una toma de conciencia. Las escenas del balcón, sobre el jardín, con sus resonancias shakespearianas, adelantan de modo irreversible en una progresión que culmina en el beso. Instante sublime, sensación inefable, emoción deleitosa. Después, el enamorado se siente otro, y lo es; como su maestro, escucha en sí la voz de dos hombres: la del práctico y activo a quien acontecimientos ulteriores pondrán a prueba, y la del pensador que atisba «en la zona clara de su conciencia», y más allá, para conocerse y saber quién es. Por el tibio cuerpo de Simona, abrazado en el balcón, ha descubierto el suyo y se sabe completo, integrado: «cuerpo y alma».

Por la belleza y el deseo entra en la vida y empieza a ver todo con novedad y frescura. El mundo son sensaciones, sensaciones deliciosas registradas por un cuerpo despierto al amor y por el amor; están en la página, como están las de Simona centradas en la imagen del hijo que cree llevar dentro, deseo purísimo e instinto que la lleva a prepararse, sin saberlo, para abrise a la felicidad presentida.

El momento en que Urbano ve a Simona desnuda, se ve desnudo y cree que van a tener un hijo, es uno de esos instantes de revelación sobre los que la novela lírica se construye. Momento de veras fulgurante que el protagonista vive como la caída del rayo: «Ha pasado un relámpago. Yo estaba escuchándote, con los párpados cerrados, pero el relámpago atravesó hasta mis pupilas»; revelación que incluye la vergüenza de su desnudez (de su culpabilidad), las líneas del futuro y la convicción de que la pérdida de la inocencia aparejará condigno castigo. Antes del anuncio divinal había aceptado ya el sufrimiento y el trabajo, los trabajos propios de su condición; sólo en ellos y por ellos alcanzará a ser hombre.

Ricardo Gullón es profesor de Literatura Española en la Universidad americana de Chicago; teórico de la novela, y, actualmente trabaja en el análisis de la obra de Pérez Ayala.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En