Crítica:

Cincuenta años de arte moderno

Salí de la exposición como de una película de John Ford, exaltado por el espectáculo de unos efectos asombrosos provocados sin esfuerzo aparente, graciosa o milagrosamente. Y, aunque uno ya sabía que el arte debió ser siempre algo así, no por ello es menor la sorpresa de verlo confirmado.Por saber, todo aquel que esté medianamente familiarizado con el arte moderno sabe de sobra que durante los últimos treinta años la producción americana sobresale por encima del resto en audacia, belleza y capacidad de invención. En España, sin embargo, eso se sabe de un modo más bien retórico, a través...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Salí de la exposición como de una película de John Ford, exaltado por el espectáculo de unos efectos asombrosos provocados sin esfuerzo aparente, graciosa o milagrosamente. Y, aunque uno ya sabía que el arte debió ser siempre algo así, no por ello es menor la sorpresa de verlo confirmado.Por saber, todo aquel que esté medianamente familiarizado con el arte moderno sabe de sobra que durante los últimos treinta años la producción americana sobresale por encima del resto en audacia, belleza y capacidad de invención. En España, sin embargo, eso se sabe de un modo más bien retórico, a través de libros y revistas, pues se pueden contar con los dedos de una mano las ocasiones en que habíamos podido contemplar cara a cara la obra de artistas como Pollock o Rothko, entre otros muchos, sin los cuales resultaría casi imposible comprender el destino de la vanguardia en la segunda mitad del siglo XX. Por su inevitable carácter restrictivo, la exposición con que el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) celebra ahora en Madrid sus cincuenta años de existencia no va a remediar de la noche a la mañana tan dilatada y catastrófica abstinencia, pero al menos contribuirá a aliviarla.

Arte Americano

Museo de Arte Moderno de Nueva York. Museo Español de Arte Contemporáneo. Ciudad Universitaria. Madrid. Octubre-noviembre 1979.

Y puesto que del aniversario del MOMA se trata, nos parece necesario destacar aquí, antes que nada, su excepcional contribución al arte moderno, ejercida con tal liberalidad e imaginación que deja boquiabiertos a quienes estamos habituados y quizá resignados a la esclerosis burocrática de nuestros museos. Porque el MOMA se funda en 1929 por iniciativa de un grupo de entusiastas del arte francés de vanguardia -ese mismo arte que conmocionó al público americano en la Armory Show de 1913-, sin fondos, sin un edificio, por tanto, donde exponer lo que no había, sin programas siquiera, hasta el extremo de que durante algunos años no se llegó a resolver la «paradoja teórica» de su propia existencia, por parecer que vanguardia y museo eran términos irreconciliables. Alfred H. Barr, director del MOMA a lo largo de 38 años, lo definió en 1939 como un «laboratorio» abierto al público, y ese ha seguido siendo su objetivo cuando ya contaba con unos fondos gigantescos. Hoy día, el MOMA constituye un museo convencional, dentro de lo que cabe, pero su prestigio todavía se sostiene sobre aquella lúcida habilidad para descubrir y fortalecer las tendencias más vigorosas de la vanguardia artística que demostró con su política de grandes exposiciones monográficas en la década de los treinta, a través de las cuales no sólo estableció su propia identidad, tan particular, como museo, sino que supo además poner a disposición de los artistas americanos los medios y el escenario adecuado para su irresistible ascensión de los años cincuenta y sesenta.

Se me ocurren al respecto dos argumentos, y con ellos entro de lleno en el contenido específico de esta exposición ejemplar. Por una parte, la acogida entusiasta que Estados Unidos, y el MOMA muy en particular, dispensaron a los artistas de vanguardia huidos de Europa. A nadie se le oculta, por la simple razón de que los testimonios son explícitos y numerosos, que la presencia de Mondrian o los surrealistas, así como de algunos alumnos de la Bauhaus, como J. Albers y H. Hofmann, que revolucionarían la pedagogía artística americana, explica los orígenes eclécticos del Expresionismo abstracto o el rigor constructivo e irónico del minimal art. En esta exposición queda de manifiesto, de un modo ya casi tópico en la Hoja de la alcachofa es un buho, de Arshile Gorky, un pintor muy influido por el surrealismo europeo y muy influyente, a su vez, en la Escuela de Nueva York.

Un paisaje fascinante

No olvidemos, por otra parte, que, desde su fundación, el MOMA prestó una especialísima atención al hecho de que las Bellas Artes no eran el único horizonte posible de la práctica artística, haciéndose así eco del programa ideológico de la vanguardia europea. Pero aventurándose más allá de la cháchara futurista y del candor de los constructivistas, contribuyó a que los artistas americanos descubrieran y amaran el paisaje insólito de una América urbanizada e industrial, un paisaje que era allí más real que ideológico y, en consecuencia, más fascinante que en el resto del planeta. «Mi deseo», escribiría Barr, «era mostrar a Nueva York lo mejor de la arquitectura, carteles, sillas, películas, de tipo moderno, y atacar el estilo complaciente con el que nuestros diseñadores de fama veían sus rascacielos «modernistas», refrigeradores, dormitorios góticos, grandes películas pomposas, frívolas mesas de billar, así como también la promoción cínica de arcaísmo artificial».

Poderío económico

Alguien dirá con recelo, y no por vez primera, que la actual potencia del arte americano está en proporción directa del poder económico y político de Estados Unidos. ¿Quién lo duda? Ahí está Versalles, sin ir más lejos, como prueba de la vieja alianza entre el arte y el dinero. Pues bien, ¿qué hay con eso? El arte americano es un arte sobreabundante, pero lo es desde los formatos hasta el color, pasando también, como puede advertirse en esta exposición, por la «costosa» precisión de sus grabados. Yo personalmente no tengo nada, absolutamente nada, en contra de la abundancia, y el arte americano la sabe derrochar, plegar y desplegar, cortar y desmenuzar con maravillosa facilidad, para asombro, como decía más arriba, de extraños. Nosotros, por ejemplo.La índole antológica y panorámica de esta exposición no nos permite entrar en un análisis detallado de lo que reúne. Los conservadores del MOMA han construido una imagen muy convincente de esos cincuenta años de arte americano. Han reducido los veinte primero s a la sección de dibujo, reservando el plato fuerte para los grandes pintores de los últimos treinta. Se advierten, sin duda, ausencias y una clara preeminencia de la abstracción, explicable y disculpable por su influencia, recientemente actualizada, en el arte no americano, pero lo cierto es que, como contrapartida, la figuración está magníficamente representada en la sección de grabado. Otras cuatro secciones más, sobre carteles, fotografía, muebles de Eames y arquitectura de Khan, junto con una serie de programas de video y películas de Griffith, completan una de las exposiciones más apasionantes de estos últimos tiempos.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En