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Los noventa años de Carl Schmitt

Ha cumplido noventa años Carl Schmitt, el más importante-teórico del Estado en el segundo cuarto del siglo XX y uno de los vértices de la intelectualidad europea contemporánea. Le conocí en Colonia, a finales de 1949, y me honró con su amistoso magisterio durante mis años de estancia en Alemania. Humanista de plurales saberes, de vivacidad latina, de brillante estilo y de mente poderosa. Tenla para mi dos atractivos adicionales, el de ser uno de los pocos estudiosos germanos no hispanistas conocedores de la cultura española, y el de figurar entre los raros escritores alemanes que, entonces, no...

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Ha cumplido noventa años Carl Schmitt, el más importante-teórico del Estado en el segundo cuarto del siglo XX y uno de los vértices de la intelectualidad europea contemporánea. Le conocí en Colonia, a finales de 1949, y me honró con su amistoso magisterio durante mis años de estancia en Alemania. Humanista de plurales saberes, de vivacidad latina, de brillante estilo y de mente poderosa. Tenla para mi dos atractivos adicionales, el de ser uno de los pocos estudiosos germanos no hispanistas conocedores de la cultura española, y el de figurar entre los raros escritores alemanes que, entonces, no se habían rendido a la ideología de sus vencedores en la guerra. La gran ciudad renana, como casi todas las del dividido país, estaba reducida a escombros y ocupada por tropas extranjeras. En tan dramático escenario, aquel hombre de mediana estatura, con huellas de reciente cautividad, me recordaba un precedente patrio, insólito allende el Rin: el fray Luis del «decíamos ayer».De una obra copiosísima y densa destaco los estudios La situación histórica del parlamentarismo actual (1923), el famoso ensayo El concepto de lo político (1927), el tratado Teoría de la Constitución (1928), la monografía Legalidad y legitimidad (1932), su gran libro internacionalista La ley de la tierra (1950), y el complementario Teoría del partisano (1963). Cuatro de estos títulos y algún otro han sido traducidos al español. Entre los imprescriptibles legados de Schinitt a las ciencias sociales sobresale la definición de lo político, y entre sus contribuciones más discutidas y menos refutadas está un análisis de la democracia que merece rememoración.

Entre 1921 y 1932 se consagra a contrastar la Constitución alemana de 1919, la de Weimar, con la teoría del Estado demoliberal y con la realidad- política. El resultado de este esfuerzo es triple. 1. Uña descripción sistemática del modelo democrático ideal, que considero superior a la realizada por Kelsen. 2. Un paralelo entre ese modelo y la Constitución de Weimar; esta parte, en la que se descubren las contradicciones entre el prototipo y la citada Constitución, es un eminente ejemplo de exégesis jurídica. 3. Un parangón entre la democracia teórica y la democracia real existente; esta es uríá de las críticas más rigurosas que se han hecho al Estado demoliberal tal como se manifiesta en la práctica contemporánea. De estas tres aportaciones, la última es la más empírica, la más actual y la menos conocida, a causa del silencio creado, después de la segunda guerra mundial, en torno al pensamiento político no conformista.

El parlamentarismo, que es la vertebral pieza democrática, consiste en que la nación elige a los. mejores para que, en representación suya, discutan públicamente, se iluminen con sus respectivas razones, se convenzan y elaboren por mayoría unas leyes de alcance general sin más limitación que el respeto a los derechos del hombre, que son anteriores y superiores a cualquier otra norma.

Schmitt demuestra que ninguna de esas condiciones teóricas se cumple en lasdemocracias modernas. No es la nación la que elige, puesto que está dividida en clases, en bandos ideológicamente contrapuestos y, a veces, en minorías étnicas o religiosas no integradas; y, por ello, quienes designan son esas fracciones de la nación. Estos elegidos,no son los mejores a juicio del pueblo, sino los que los partidos han puesto a la cabeza de las listas y que suelen ser los más manejables por la oligarquía partitocrática. Consecuentemente, lo que se vota no es a una persona, sino a un partido, y los diputados no representan a la nación, sino al partido. Los parlamentarios no dialogan para convencerse porque la disciplina de grupo les obliga a votar como les haya ordenado su portavoz, incluso antes de que empiece el debate. Los discursos son puras formalidades por las que nadie se puede dejar convencer. Lo que se dice en la Cámara no es todo lo decisivo; al contrario, los acuerdos fundamentales suelen adoptarse en los pasillos y, a veces, en la clandestinidad. Las leyes no siempre se elaboran por simple mayoría, pues los partidos que redactan -la Constitución incluyen en ella materias de ley ordinaria y aun puntos de su programa que, al estar integrados en la Constitución, sólo pueden ser modificados por mayorías especiales, incluso de dos tercios, con lo cual se incapacita a las futuras mayorías simples. Este tipo de maniobras demuestra que el Parlamento constituyente no se fia de los que le van a suceder y les pone dificultades suplementarias. Y las Cámaras consideran que es ley todo lo que ellas acuerdan, aunque no sea una norma de carácter general, sino incluso un privilegio, con lo cual dan rango jurídico superior a materias que son inferiores. En suma, la Constitución no es la ley de las leyes, sino el instrumento de ciertos partidos, y el Parlamento no integra las contradicciones individuales en la unidad del Estado, sino que potencia un pluralismo de grandes bloques clasistas, ideológicos o étnicos que fragmentan al Estado.

Esta descarnada descripción de Schmitt no sólo no ha sido desmentida por los hechos posteriores, sino que ha sido subrayada y agravada por la eveilución de la partitocracia. Desde que el gran jurista germano demostró que la teoría del Estado demoliberal de Derecho es una ficción, otros estudiosos han ido actualizando el análisis. En uno de mis libros he intentado definir la democraciareal en sus efectivos términos: «La oportunidad que las oligarquías dan a los gobernados para que periódicamente se pronuncien sobre una opción, generalmente muy limitada y precedida de una gran operación manufacturera de la opinión pública.» Casi nada, pues, de voluntad general, ni de búsqueda dialogante de la verdad, ni de soberanía de la mayoría, ni de separación de poderes, etcétera. Tales construcciones mentales no es que sean más o menos deseables; es que son abstracciones o retoricismos que no reflejan la realidad.

El análisis de Schmitt está hecho desde una perspectiva fundamentalmente jurídico-formal y conduce a la irrefragable conclusión de que la democracia existente apenas se parece a lo que los doctrinarios dicen que debe ser. Pero la cuestión pragmática no es la de averiguar si un régimen coincide con su definición ideal, sino si ese régimen sirve al país. Es un error eminente presentar a la democracia parlamentaria, o al cesarismo, o a cualquier otro modelo constitucional como un imperativo moral que hay que acatar o como un dogma en el que hay que creer so pena de herejía porque, cuando los hechos demuestran que tales dogmas son harto ilusorios, los pueblos no sólo desoyen a los falsos profetas, sino que caen en el desencanto escéptico y llegan a desconf iar de todo y de todos. No menos erróneo es presentar un esquema institucional como una universal panacea, porque ninguno lo es, y pronto suscitará frustración, irritación y, a la larga, resentimiento.

A los modelos políticos no se les juzga sobre el papel, sino sobre la Historia, con modestia y realismo. Es útil y debe ser conservado el sistema que incrementa el orden, la justicia y el desarrollo; es inútil y debe ser arrumbado el que promueve el desorden, la iniquidad y el empobrecimiento.

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