Crítica:TEATRO

El riesgo de la brillantez

Schiller sufrió una tiranía, la del príncipe de Wurttemberg; luchó contra ella desde la literatura, desde el teatro. Trasladó imaginariamente el mal a una autocracia lejana: la de Felipe II. En su corte y en Flandes: la rudeza española de los tercios del duque de Alba en Flandes es un tema continuo de la literatura europea de una larga época, una localización del mal absoluto.En Don Carlos -su tercera obra- intentó reflejar «el sentido de libertad en lucha contra el despotismo, la ruptura de las cadenas de la tontería, la conmoción de los prejuicios seculares, una nación que exige la...

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Schiller sufrió una tiranía, la del príncipe de Wurttemberg; luchó contra ella desde la literatura, desde el teatro. Trasladó imaginariamente el mal a una autocracia lejana: la de Felipe II. En su corte y en Flandes: la rudeza española de los tercios del duque de Alba en Flandes es un tema continuo de la literatura europea de una larga época, una localización del mal absoluto.En Don Carlos -su tercera obra- intentó reflejar «el sentido de libertad en lucha contra el despotismo, la ruptura de las cadenas de la tontería, la conmoción de los prejuicios seculares, una nación que exige la devolución de sus derechos humanos, la ejecución de virtudes republica nas, conceptos más claros en circulación, los cerebros en fermento, los ánimos movidos por un interés apasionado», escribió él mismo (Briefe über don Carlos, cita recogida y traducida por José Miguel Mínguez Sender). Eligió el verso blanco como forma de libertad; dentro de él, el lenguaje era el enfático, pasional y tremendo del romanticismo.

Don Carlos, infante de España, de Federico Schiller, versión Enrique Llovet; dirección de José Carlos Plaza

Intérpretes: Julián Argudo, Carlos Hipólito, Manuel Angel Egea, Victoria Vera, Begoña Valle, Dolores Mateo, Amaya Curieses, José Luis Pellicena, Francisco Vidal, Alberto de Miguel, Soledad Mallol, Mariano Díaz, Jesús Manso, Pedro Miguel Martínez, Carmen Arévalo, Heliodoro Pedregal. Equipo de dirección: Miguel Narros, Arnoldo Taborrelli, William Layton. Escenografía, Andrea D'Odorico; figurines, Miguel Narros; música de Mariano Díaz. Estreno:Teatro de la Comedia, 27-III-79

Una puesta en escena barroca y amanerada

Enrique Llovet ha hecho un considerable trabajo al limpiar este lenguaje para aproximarlo al público de hoy y al compendiar las dimensiones de la obra, la ha aproximado. Pero hay una contradicción importante entre este trabajo y el de puesta en escena: si el adaptador aproxima la obra, el director la aleja. Ha hecho una composición barroca, recargada y amanerada. La ha fragmentado, ha roto la fluidez del texto. Cada uno de los fragmentos lo trata de una manera. A veces, con un romanticismo «de vuelta», dando llamativa ampulosidad deliberada a los gestos. Más que a los grandes tragediantes antiguos, en estos casos los actores imitan a los del cine mudo, donde la gesticulación suplía la palabra -y aquí la hay, y muy importante-; en otros momentos, aplica el sistema de marionetas, de rigidez de movimientos; hay fragmentos donde se va al simbolismo.Parece como si no hubiera un plan concreto para la obra, sino la acumulación de hallazgos o de invenciones, generalmente de gran belleza, pero dificiles de homogeneizar. La idea de mantener a todos los personajes simultáneamente en escena -salvo en algún momento- priva de intimidad al diálogo y distrae la atención. de las escenas. Hay una sensación permanente de confusión, de barullo, de exceso de movimiento inútil. Se aumenta con la música, con los micrófonos de eco, con algún grito. Una vez más, nos encontramos con el abuso de la dirección sobre el texto, de la forma sobre el contenido. Es uno de los males del teatro contemporáneo, sobre todo en España.

Con todo ello ha sufrido la intención de Schiller; precisamente aquella que podía llegar a nuestros tiempos -por encima de la histórica, y más allá de la intriga sentimental- que era la del mensaje contra las distintas formas de la autociracia. Ha sufrido el personaje principal, don Carlos; se ha convertido en un ser blando y manipulado; se ha perdido enteramente el carácter del marqués de Poza -al que, a veces, se ha considerado como el verdadero protagonista de la obra-, cuyas acciones terminan por no estar claras, y, se ha convertido en el verdadero personaje de la obra al tirano, a Felipe II, que deja de ser el autócrata inflexible para dar la sensación de que es la única persona coherente y ordenada de cuantas pululan por el espacio escénico. Gran parte de ese peso de debe a la interpretación de José Luis Pellicena. Mientras es difícil juzgar a los demás actores, porque se les ve sobredirigidos, encarcelados por la dirección que automatiza todos sus movimientos, Pellicena consigue escapar a su destino y dar una versión excelente y clara de dicción. Se lleva con él el personaje, se lleva con él la obra, monopoliza la claridad.

Se tiene que lamentar el derroche de talento y de trabajo, la gran sensibilidad estética de todo el equipo de dirección: su propia fuerza, su propia inventiva, su propia ansiedad de creación les ha llevado a desajustarse con el texto, con su intención y su capacidad comunicativa. Una mayor humildad hubiera sido mucho más eficaz. Probablemente el TEC está en una mayoría de edad en la que debe hacer una autocrítica sobre sus procedimientos: ya la experimentación, ya el leve aroma amateur que fue el de sus grandes momentos -a partir del TEI- debe convertirse en un estudio más profundo de lo que se propone en cada montaje y en la serie de montajes que han de darle su categoría y su personalidad; de lo contrario, puede pasar con excesiva facilidad del estilo a la manera.

Es un problema de ajuste. Todo lo que tiene de enormemente valioso dará un gran rendimiento si evita caer en el riesgo de la brillantez a la fuerza. Que aún sigue actuando sobre muchos espectadores: las ovaciones y los vítores que se escucharon al final del estreno oficial fueron espectaculares.

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