Crítica:

Luis Quintanilla

Especie de robinson desdichado que nada hubiera podido salvar de su naufragio, Luis Quintanilla murió el 16 de octubre de 1978 en medio de un injusto silencio que ahora rompe esta exposición, aunque sólo sea para confirmar lo que él mismo aceptaba ya como una fatalidad: «Toda mi obra se ha perdido o se ha destruido.» Y así, en efecto, mientras la cabeza de Pablo Iglesias esculpida por Emiliano Barral asoma milagrosamente en una zanja del parque del Retiro, nada queda de los frescos de Quintanilla para ese gran monumento conmemorativo, ni queda nada tampoco de los que pintó en el consula...

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Especie de robinson desdichado que nada hubiera podido salvar de su naufragio, Luis Quintanilla murió el 16 de octubre de 1978 en medio de un injusto silencio que ahora rompe esta exposición, aunque sólo sea para confirmar lo que él mismo aceptaba ya como una fatalidad: «Toda mi obra se ha perdido o se ha destruido.» Y así, en efecto, mientras la cabeza de Pablo Iglesias esculpida por Emiliano Barral asoma milagrosamente en una zanja del parque del Retiro, nada queda de los frescos de Quintanilla para ese gran monumento conmemorativo, ni queda nada tampoco de los que pintó en el consulado de Hendaya (1926), en la Sala de Estampas del palacio de Liria (1927), en el pabellón de gobierno de la Ciudad Universitaria (1932), en la Casa del Pueblo, de Madrid (1931), o en el pabellón español de la Feria Universal de Nueva York de 1939, sus obras más ambiciosas sin duda y las que, por otra parte, lo mantendrían ocupado durante toda una década -precisamente aquella en que se decide el destino de nuestra vanguardia artística- y un tanto al margen de las clientelas que entonces andaban en pugna.Lo cierto es que apenas sabemos nada de este pintor santanderino que en 1963 arrojaba al Sena sus memorias. María José Salazar ha trazado una sucinta biografía de Luis Quintanilla en el catálogo editado con motivo de su exposición, pero si bien las noticias biográficas que ha conseguido reunir pacientemente no nos permiten todavía establecer de un modo fiable el lugar que le corresponde a Quintanilla en el panorama artístico de la España de 1930, son, sin embargo, suficientes para despertar nuestra curiosidad.

Luis Quintanilla

Sala de Exposiciones de la Dirección General del Patrimonio Artístico. Paseo de Calvo Sotelo, 20.

Luis Quintanilla aparece por París en 1912, una fecha insólitamente temprana para quien había nacido en 1893, y entabla de inmediato amistad con Gris, Picasso y el inevitable Paco Durrio. En 1912 la vanguardia cubista atraviesa un momento febril -debates en el Parlamento, incorporación de Picabia y Juan Gris, presencia de los futuristas en París, exposición de la Sección Aurea, etcétera-, que se prolongará hasta 1914; llega entonces la guerra y Quintanilla, como Torres Campalans, decide abandonar París en 1915.

Entre 1915 y 1924 emprende Quintanilla distintos trabajos y corre incluso, de nuevo, la aventura de París, donde frecuenta a Modigliani, Sunyer, Mateo Hernández, Hemingway..., pero muestra ya una inclinación cada vez mayor por la pintura decorativa, que en 1924 le llevará hasta Florencia para estudiar la técnica del fresco gracias a una beca de la Junta de Ampliación de Estudios.

Como pintor al fresco, según podemos advertirlo a través de las fotografías de sus grandes ciclos decorativos y del único que se conserva, casi intacto, pintado para el hall del museo de Arte Contemporáneo de Madrid, por encargo de Juan de la Encina, Luis Quintanilla se mantiene fiel a las fórmulas dominantes en Italia o México, y que Vázquez Díaz interpretaría a su modo en el monasterio de la Rábida: una sabia, o quizá tan sólo astuta síntesis de evocaciones renacentistas y «distorsiones» neocubistas, con una fuerte dosis de retórica monumental que se pretende hacer pasar por épica en muchos casos. Quintanilla se muestra enfáticamente «clásico» en sus alegorías populistas, pero la lección cubista aprendida en París se puede reconocer en los pliegues quebrados y sombreados con violencia de sus figuras, de volúmenes nítidos y geométricos, o en ciertas aberraciones de perspectiva. Por lo demás, y si logramos olvidar su franca inspiración socialista, el resultado no difiere gran cosa de los modelos fascistas que regían antes de la constitución del Premio Cremona.

Perdido definitivamente como pintor decorativo, Luis Quintanilla sobrevive como excelente dibujante y grabador. Las estampas grabadas en 1934 sobre asuntos de corte barriobajera y canalla que aquí se exponen nos revelan además un aspecto inédito de su autor: la influencia de la Neue Sachlichkeit alemana y de los ilustradores político-satíricos de la República de Weimar, influencia que se puede detectar también en algunos ilustradores españoles contemporáneos, como Maroto, con quien no en vano tiene mucho en común la serie de dibujos que con el título de La cárcel por dentro realizó Quintanilla cuando fue detenido por su participación en la revolución de octubre de 1934, o esa otra serie, impresionante, que dibuja durante la guerra civil; dibujos todos ellos descarnados y patéticos, de sabor levemente cubista, que nos merecen, desde luego, mayor estima que los óleos al gusto de la Escuela de París con los que comparten esta notable exposición póstuma de Luis Quintanilla.

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