XXVI FESTIVAL DE CINE DE SAN SEBASTIAN

Cambiar la vida

ENVIADO ESPECIAL, Lluis de Serracaut, o por mejor decirlo Flor de Otoño, fue una exótica planta que floreció allá por los años veinte en Barcelona. Nunca como en esta ocasión puede hablarse de una personalidad compleja, puesto que su condición de homosexual influía en sus tendencias libertarias, llevándole a anticiparse en el tiempo a cierto tipo de reivindicaciones actuales. Lo que no consiguió con su nombre verdadero, a la luz del día, acostumbraba a llevarlo a cabo de noche, vestido de mujer, en los ínfimos cabarets de la ciudad, tomando como nombre artístico el que da título al ...

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ENVIADO ESPECIAL, Lluis de Serracaut, o por mejor decirlo Flor de Otoño, fue una exótica planta que floreció allá por los años veinte en Barcelona. Nunca como en esta ocasión puede hablarse de una personalidad compleja, puesto que su condición de homosexual influía en sus tendencias libertarias, llevándole a anticiparse en el tiempo a cierto tipo de reivindicaciones actuales. Lo que no consiguió con su nombre verdadero, a la luz del día, acostumbraba a llevarlo a cabo de noche, vestido de mujer, en los ínfimos cabarets de la ciudad, tomando como nombre artístico el que da título al filme y que alude a un vago aroma de amor y decadencia.Así, convertido en una especie de doctor Jekill y míster Hyde, abogado, hijo de buena casa y a la vez anarquista militante, Lluis de Serracaut pagará con su vida, con esa vida de la que estaba tan poco satisfecho, su intento de mudar el estado del país, volando para ello el tren que llevaría hasta su ciudad al general Primo de Rivera.

Como salta a la vista, no es ésta una historia al uso ni, por supuesto, gratuita, como tampoco lo fue la de Hildegard, otra curiosa libertaria cuya semblanza nos trajo hace un año este mismo festival.

Presentarlos, matizar la vida de personajes como éstos supone, a más de los riesgos evidentes del ridículo o la frivolidad, saber llevar la historia hasta su justo fin, sin maniqueísmos, recursos fáciles o absurdas justificaciones. Todo ello lo ha conseguido Pedro Olea, logrando a la vez su mejor película hasta la fecha, la más difícil y la más completa. Ha contado para ello con la reconocida eficacia de Rafael Azcona en el guión, con el oficio excelente de Antonio Cortés en la ambientación y, sobre todo, con un actor como José Sacristán, capaz de dar vida a su difícil personaje en una gama total que va de lo grotesco a lo patético, desde lo irónico a lo trágico. Si sus caritables en el Bataclán son buenos, toda su relación con la madre, encarnada por Carmen Carbonell, resulta excepcional, cargada de difícil emoción tan sobria y matizada.

Pedro Olea muestra aquí su certera dirección de actores, pues, cada cual en su papel, todos se muestran convincentes, seguros, desde Roberto Camardiel o el coro de travestis, difícil y elocuente, hasta un Paco Algor a de singular categoría, entrañable y cordial, o un Carlos Piñeiro que sabe dar al amor de los hombres su justo y sincero tono. Sólo es preciso recordar a los tres en la última secuencia del filme para reconocer en el autor a uno de los realizadores jóvenes españoles de superior categoría:

Si con Un hombre llamado Flor de Otoño el festival ha comenzado a tomar vuelo, con Utopía, perteneciente al lote francés, ha vuelto a sus caminos habituales, pues, a pesar del paso de los años, nunca falta en este tipo de certámenes un filme galo de pretensiones parecidas, cuando no de pedantería tan insoportable. De igual modo que llegan películas alemanas plúmbeas, italianas zafias o españolas torpes, cierto tipo de mal cine francés parece especializado en abrumarnos con pseudofilosóficas cuando no con parábolas elementales. En este caso se trata de un autor iraní afincado en París, pero es lo mismo. Aunque su modesta biografía no lo apuntara, no es preciso ser ningún especialista para adivinar que tal realizador procede, del Instituto de Altos Estudios Cinematográficos. Su película más allá de baratas metafísicas, es, sobre todo, un ejercicio de fin de curso de cualquier centro de estudios parecidos.

La mayor parte de la historia nos la narra una voz en off sobre imágenes del rostro de Laurent Terzieff y pasadas sobre agrestes paisajes.

El protagonista, del que se sabe poco, quiere cambiar también el mundo, pero no con la violencia, sino con versos que ofrece a quien quiere aceptarlos y con los que intenta pagar el pan que come en su absurdo periplo en busca de una utopía que, como es lógico, nunca llegará a ver realizada. Rechaza el amor, el mundo, el trabajo y sólo encuentra amparo y comprensión, tal como suele suceder, en el mundo generoso de los niños. Si en este filme se prescindiera de todo cuanto sobra porque no dice nada, de juegos de cámara y encuadres gratuitos, de palabras vacías y pensamientos banales, nos quedaríamos con un mediometraje apoyado en poemas de algunos modernos clásicos.

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