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El Sahara, dos años después /1

Escritor

Hace aproximadamente dos años, al publicar en un conocido semanario madrileño mis reflexiones sobre La izquierda española, los nacionalismos magrebís y el problema del Sahara, señalaba la dificultad de desempeñar el ingrato papel de aguafiestas, consciente del tole o griterío que en estos casos suele zaherir a quien se atreve a perturbar con sus intempestivas reflexiones el cómodo clisé sobre el que se adormecen las «buenas conciencias».

Las circunstancias particularmente odiosas que rodearon la firma de los acuerdos de Madrid explican, en gran parte, d...

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Hace aproximadamente dos años, al publicar en un conocido semanario madrileño mis reflexiones sobre La izquierda española, los nacionalismos magrebís y el problema del Sahara, señalaba la dificultad de desempeñar el ingrato papel de aguafiestas, consciente del tole o griterío que en estos casos suele zaherir a quien se atreve a perturbar con sus intempestivas reflexiones el cómodo clisé sobre el que se adormecen las «buenas conciencias».

Las circunstancias particularmente odiosas que rodearon la firma de los acuerdos de Madrid explican, en gran parte, decía, la actitud favorable a las tesis de Argel y el Polisario de la casi totalidad de la oposición española (si hay excepciones, estas se sitúan casi exclusivamente en el campo de los arabistas, dado su mejor conocimiento del tema). Ello, unido a la ignorancia e incomprensión absolutas de los objetivos del movimiento nacional marroquí desde tiempos del protectorado, ha fomentado, añadía, una especie de mentalidad «farwest», según la cual toda posición de «Argelia progresista» es una posición progresista, y toda posición de «Marruecos reaccionario» es una posición reaccionaria. Dicha actitud revelaba un desconocimiento flagrante de las realidades históricas, políticas y humanas del Mogreb, en cuanto ponía entre paréntesis todo un siglo de lucha tenaz del pueblo marroquí por recuperar su unidad histórica y eliminar las secuelas de la agresión colonialista.

«Pero querer asimilar la ideología a sostenes simplistas, dictados por razones de coyuntura política interna y eludiendo el problema de fondo -concluía-, es una actitud meramente oportunista, circunscrita al estrecho marco de la actual circunstancia española, que no puede ni debe satisfacernos. Una cosa son los principios y las afinidades ideológicas y otra, muy distinta, la táctica. Al confundirlos, corremos el riesgo de sustituir el análisis de los hechos y realidades con consignas y olvidar el precepto de Granisci, según el cual la verdad -por cruda y molesta que sea- es siempre revolucionaria.

En el transcurso de estos dos años la situación político-militar del Magreb no ha experimentado grandes cambios: los tres países implicados en el conflicto parecen haberse acomodado con resignación a un estado de guerra larvada y no oficial, al tiempo que, como era de temer, se han lanzado a una frenética carrera de armamentos que amenaza con arrastrar la intervención más o menos directa de otras potencias y compromete gravemente sus programas de desarrollo económico-social.

Desde un punto de vista operacional, si los ejércitos marroquí y mauritano ocupan la totalidad de los poblados, centros urbanos y puntos estratégicos donde se reúnen los nómadas, el desierto resulta difícilmente controlable —lo que convierte a sus guarniciones aisladas en un blanco relativamente vulnerable a los ataques de las columnas motorizadas venidas de Tinduf. Si el Polisario no ha conseguido hasta hoy «liberar» territorio alguno -los franceses capturados en Zuerat, y oficialmente detenidos, según Argel, en «territorios liberados», se hallaban de hecho, según revelaron a su regreso, encarcelados en territorio argelino, a más de mil kilómetros de la frontera del Sahara occidental—, ha demostrado en cambio su capacidad de golpear, a menudo con éxito a marroquíes y mauritanos —muy especialmente a estos últimos, en razón de la vasta extensión territorial de su país y el número exiguo de sus fuerzas— donde y cuando quiera.

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Sus comunicados triunfales, con todo, requieren ser tratados con mucha cautela: si los tomáramos al pie de la letra, hace ya bastante tiempo que la cifra de bajas causadas al enemigo habría barrido del mapa a un número de soldados muy superior al de la totalidad de las fuerzas conjuntas de Mauritania y Marruecos. En el orden político-diplomático, las cosas se hallan en el mismo punto en que las dejé: la RASD no ha sido reconocida, sino por una decena de estados alejados todos ellos, con excepción de Argelia, de la zona del conflicto y, a pesar de los denodados esfuerzos de la diplomacia argelina, ni la ONU, ni la OUA, ni la Liga Arabe muestran grandes deseos de pronunciarse sobre el tema ni de tomar partido en la querella que opone a dos nacionalismos hermanos y adversos.

Prejuicio colonialista

En el plano de la opinión pública española, el viejo prejuicio colonialista antimarroquí sigue campando a sus anchas en todas las zonas del espectro político: ya sean de derechas o izquierdas, reaccionarios o marxistas, nuestros líderes continúan despachándose a gusto contra un presunto imperialismo marroquí y las amenazas que haría pesar sobre nuestra economía y aun nuestra integridad territorial. Mientras el espectro de la intervención «inora» en la guerra civil, de la guardia «mora» del general Franco, etcétera, emerge como telón de fondo de la actitud de nuestros izquierdistas, el despecho y rencor de quienes no se resignan todavía a la pérdida de las «posesiones» en el Norte de África embeben visiblemente las declaraciones de muchos representantes de la derecha tradicional.

Poco importa que en el contencioso que durante más de un siglo ha opuesto a Marruecos y España, esta haya sido, sin lugar a dudas, el país agresor y aquel el agredido. Como en el caso del «pequeño Israel» vengador de los descalabros sufridos por el colonialismo francés en el Magreb, el «pequeño Polisario» procura a los nostálgicos de nuestro mísero imperio colonial africano y a quienes se resisten a admitir sus innegables errores y faltas históricos una salida fácil para ventilar, sin gran riesgo, sus complejos y frustraciones y ahogar de paso los remordimientos propios apuntando a la supuesta culpabilidad ajena.

En otra ocasión, reproduje una sabrosa antología de proclamaciones colonialistas y, a menudo, abiertamente racistas de muchos políticos «demócratas» durante los años de la Segunda República y la guerra civil. La lectura de la prensa española de estos últimos meses nos depara la misma sorpresa. El número de «perlas» es tan abundante que escogeré tan solo unas cuantas:

«Año tras año hemos perdido Ifni, hemos consentido los incalificables ataques a nuestros pesqueros, no hemos reaccionado ante la extensión de las aguas jurisdiccionales marroquíes, que coloca sus límites a pocas millas de las playas de Lanzarote y hemos bajado la cabeza ante la osadía de la marcha verde ( ... ) Al fin, hemos abandonado el Sahara ( ... ), privando al archipiélago canario de su natural baluarte defensivo, que pudo y debió ser la verdadera provincia continental canaria, si ( ... ) hubiésemos volcado allí (...) los excedentes de población del archipiélago.» (José María Gil Robles).

«Al firmar el acuerdo tripartito se abandonaron los derechos de España, pero aún más los derechos de Canarias». (Manuel Azcárate).

Mientras el dirigente de un partido que, se proclamaba anticolonialista como el desaparecido PSP alude a «la amenaza que se cierne sobre Ceuta y Melilla» (Raúl Morodo), el secretario del PSOE afirma con la mayor tranquilidad del mundo que «la creación del superpuerto de Tarfaya, en el Sahara (sic), puede ser también un golpe definitivo para el archipiélago (canario). Por lo visto, el desarrollo económico de un país atrasado, dentro de unas fronteras que nadie discute, -la retrocesión de Tarfaya a Marruecos se realizó hace veinte años- es una amenaza mortal para nosotros, en tanto que el de nuestros más « ricos y poderosos vecinos del norte no: o ¿se le ocurriría decir a Felipe González que la construcción del superpuerto de Marsella es un golpe definitivo al porvenir de Valencia y Barcelona?

La responsabilidad de los graves males de que adolece la economía canaria hay que buscarla en el centralismo, descuido, ceguera e ignorancia del Gobierno de Madrid, sin necesidad de recurrir a chivos expiatorios ajenos. Pero lo que inmediatamente salta a la vista en este modo de razonar es la diferencia de trato existente entre Marruecos y los países europeos: resignado y humilde en un caso y arrogante en el otro -reflejo, sin duda, de nuestro tristísimo pasado colonial. Pues mientras la decisión de los países de la OTAN de ampliar los límites de sus aguas territoriales ha pasado casi inadvertida (pese al grave perjuicio que ocasiona a nuestros pescadores) la de nuestros antiguos «protegidos» desencadena una tempestad de protestas y acusaciones contra el «expansionismo» marroquí y sus presuntas ambiciones.

Una cosa es defender los derechos legítimos de la población pesquera española (no solo en las costas africanas, sino también en las de los países de la OTAN); otra muy distinta, propugnar el mantenimiento de posiciones y privilegios coloniales (a juzgar por lo que se lee en cierta prensa, parece que fueran los marroquíes quienes pescan en aguas españolas, y no lo contrario), sobre todo cuando se profesa o se dice profesar una ideología tercermundista. Reproducir, sin comentario alguno, la frase de un pescador canario, «esas aguas son de España», y concluir, con acentos apocalípticos, que habrá que «ponerse a faenar para los moros de aquí, a cinco años», como leo en Mundo Obrero (13-4-78), no es en modo alguno marxista, sino triste producto de una soterrada mentalidad pied-noir.

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