Tribuna:

Fotografía fantástica en Europa

Uno queda sorprendido al oir hablar de una rama de la fotografía que se autodenomina fantástica. Masya se sabe: hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad y el siglo se resuelve bajo un signo de descreimiento que necesita de habilidosas redundancias para maravillarse. Uno pensaba, en su bendita ingenuidad, que toda fotografía era realmente fantástica, que el mero hecho de que nuestra imagen quede fijada sobre un papel en el fondo de una caja era ya un asunto de no menos cuidado que la llegada del conservador chestertoniano a la estación Victoria. Bien es sabido que antaño, época en que lo...

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Uno queda sorprendido al oir hablar de una rama de la fotografía que se autodenomina fantástica. Masya se sabe: hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad y el siglo se resuelve bajo un signo de descreimiento que necesita de habilidosas redundancias para maravillarse. Uno pensaba, en su bendita ingenuidad, que toda fotografía era realmente fantástica, que el mero hecho de que nuestra imagen quede fijada sobre un papel en el fondo de una caja era ya un asunto de no menos cuidado que la llegada del conservador chestertoniano a la estación Victoria. Bien es sabido que antaño, época en que los hombres eran todos gentes de orden dispuestos a aceptar las trivialidades de hoy en día como asunto de brujería; el daguerrotipo producía un respeto cuasi religioso, poseía un ritual solemne en las grandes conmemoraciones, que se ha visto reducido, merced al revelado automático, a un hábito engorroso que sólo las siempre crecientes facilidades que la técnica proporciona hacen tolerable. Contaba J. G. Frazer en su Rama dorada que los tepehuanes de México «miraban a la cámara con miedo cerval, y se necesitaron cinco días para persuadirles a fin de que se dejaran enfocar. Cuando al fin consintieron en ello, parecían criminales antes de ser ejecutados; creían que, fotografiándose, el artista se llevaría sus almas para devorarlas en sus momentos de ocio». Admirable actitud, sin duda, la de esta tribu que tanto creía tener que ver con su imagen fotográfica. ¡Cuán distintos de nosotros, para quienes el hecho se reduce a la crónica apresurada y distraída de un instante, sin percatarnos del peligro que encierra el ser compañero de viaje de una memoria infiel y autónoma que nos inventa por su cuenta!Y así, en el ambiente de la actual irreverencia fotográfica, se nos presenta esta muestra europea, adjudicando al carácter fantástico de su lenguaje un papel redentor, aunque por distintas razones de las que a uno le cabría esperar. No puedo sustraerme a la tentación de reproducir un párrafo del texto de presentación del catálogo, que resulta jugoso por varias razones. En él, Daniella Palazzoli, hablando del papel y el lenguaje de la fotografía, declara: «Con métodos nuevos de reproducción de la realidad cada vez más eficientes, se convierte en obsoleta como medio privilegiado de registro de objetos y acontecimientos. Su primera función social de facilitar documentos visuales satisfactoriamente objetivos está perdiendo sentido. Su fuerza creativa, que había estado oprimida para favorecer su adaptación a un estereotipo tradicional de la imagen, está siendo descubierta. La experimentación y la investigación (... ) son actividades indispensables para describir nuevas tareas a la foto-imagen, si no se quiere que desaparezca junto con la finalidad a la cual no sirve más.» Es preciso hacer notar, no sin cierta ironía, que el argumento fundamental de este texto no hace sino reproducir el viejo tópico sobre el papel jugado por la aparición de la fotografía en el abandono de una figuración realista por parte de las vanguardias pictóricas. ¡Al fin la Academia ve pasar ante su puerta el cadáver de su enemiga, víctima de las mismas armas que contra aquélla esgrimiera! Por otra parte, varios errores históricos se deslizan en el texto. Desde la atmósfera vaporosa de la photo d'art de 1900, al fotodinamismo futurista de Bragaglia, los fotomontajes dadaístas y constructivistas y, aún, las numerosas licencias poéticas de los fotógrafos de modas y publicidad, las posibilidades creativas del medio no parecen haber andado por mal camino. De hecho, las bases técnicas de montaje y trucaje que subyacen en los trabajos aquí presentados no son en absoluto nuevas. Y todo ello sin detenernos a discutir sobre la nada evidente «objetividad» de la fotografía, tipo reportaje, a la que éstos pretenden sustraerse.

La exposición, por otra parte nada desdeñable en cuanto a calidad, reúne obras de veinticuatro autores jóvenes (entre veinte y cuarenta años), procedentes de diversos países europeos, y ha sido organizada bajo los auspicios de la Photogalería Canon, de Amsterdam. Diversas tendencias se dan cita en las salas del Museo de Arte Contemporáneo, desde los fotomontajes de corte tradicional del yugoslavo Stane Jagodic a la labor conceptual del profesor de la Academia de Arte de Kassel, Floris M. Neusüss. Si algunos trabajos, como los del alemán Gert Weigelt, hacen gala de un mal gusto desaforado, que, bien pudiera valerle un escaño de horror en el Olimpo del Kitsch de la modernidad, otros presentan invenciones harto felices. Tal es el caso, entre éstos, de los paisajes oníricos del británico S. Weldband y del francés Manganelli. Especial mención merece, a mi juicio, alguna obra del holandés Henk Meyer en la que, por medio del coloreado manual a base de tintas fotográficas, logra una atmósfera de rara intensidad poética, en imágenes que, a pesar de provenir a menudo de montajes, guardan fuerte apariencia realista por la mínima distorsión entre las partes. Así, entre todos, toman a su gusto imágenes del mundo, las barajan y reparten las diversas manos, unas buenas, otras malas, pues en el juego todo es azar, algo de astucia e invención y, desde luego, desigual fortuna.

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