Crítica

En el cuarto centenario de su muerte

De su propio título (Juan de Juni y su época) se colige que se trata de dos aspectos de una exposición, o de dos exposiciones distintas, aunque atinadamente complementarias. Veintidós son, en efecto, las obras que, al cumplirse el cuarto centenario de su muerte (Valladolid, 1577), dan por estos días, en Madrid, público testimonio del insigne escultor nacido en Francia (Joigny, 1507), en tanto su época se ve representada por. una holgada treintena de pinturas y esculturas, debidas a algunos de sus más conocidos coetáneos (Berruguete, Alvarez, Villoldo, Anges, Anchieta, Becerra, Nestosa, ...

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De su propio título (Juan de Juni y su época) se colige que se trata de dos aspectos de una exposición, o de dos exposiciones distintas, aunque atinadamente complementarias. Veintidós son, en efecto, las obras que, al cumplirse el cuarto centenario de su muerte (Valladolid, 1577), dan por estos días, en Madrid, público testimonio del insigne escultor nacido en Francia (Joigny, 1507), en tanto su época se ve representada por. una holgada treintena de pinturas y esculturas, debidas a algunos de sus más conocidos coetáneos (Berruguete, Alvarez, Villoldo, Anges, Anchieta, Becerra, Nestosa, López de Gámez, Mazá, Jordán... La súbita y bien llegada exposición de Juan de Juni me induce de entrada a plantear la faz negativa de la cuestión: la patente laguna (hecha excepción de él y de sus ilustres colegas) de nuestra escultura en la cuenta de su propia historia. ¿A quién no produjo sorpresa, ya en los tiempos del bachillerato, el riguroso silencio de textos y manuales en torno a la escultura española? El Greco, Goya, Velázquez, Ribera, Zurbarán..., se bastan para colmar el orgullo patrio. ¿Y los escultores? Juan de Bologna, Leoni, Fancelli, Torrigiano, Cellini, Tacca.., y otros artistas extranjeros, de mayor o menor afincamiento entre nosotros, resumen todo nuestro esplendor...

Juan de Juni y su época

Salas de la Dirección General del Patrimonio Artístico y Cultural. Paseo de Calvo Sotelo, 20.

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No, efectivamente, no pareció sentirse la sensibilidad de estas tierras especialmente vocada a las artes y oficios de la escultura. Desde los prístinos exvotos ibéricos hasta la risueña alborada del movimiento contemporáneo, siempre halló la escultura española un modelo que imitar en los diversos pueblos que, hecha solitaria salvedad de los de América, fueron sucesivamente cruzándose en su historia. En verdad que la historia de nuestra escultura es, desde los remotos tiempos del comercio fenicio por el litoral mediterráneo, un libro dictado, título tras título, por el influjo exterior, más allá de la emulación y el aprendizaje.

En sus páginas medievales se patentiza la mano extranjera, siendo tardía en exceso e igualmente foránea la llegada colateral, si es cierto que la hubo, del Renacimiento. El Barroco, el Neoclásico y el Romanticismo arrastrarán irremediablemente esta rémora, dificultando, hasta la imposibilidad, su delimitación respectiva, por habernos sobrevenido agolpados, interfundidos, a merced el uno del otro, en un no muy holgado lapso temporal. Difícil empresa escindir, con alguna verosimilitud, tales o semejantes ciclos históricos sin el recurso a lo que, a falta de mejor nombre, se viene mencionando como eclecticismo.

Nuestros escultores tradicionales

¿Quiénes son, pues, nuestros escultores tradicionales? Los imagineros. Aún sin verse del todo a salvo del eco o reclamo de fuera, tanto por el peso de la herencia medieval, ya apuntada, como por la asidua presencia, por estos pagos, de artistas alemanes, flamencos, franceses e italianos.... no cabe la menor duda de que nuestros imagineros más eminentes acertaron a imprimir en las páginas de la historia ,universal una nota aguda, tremendamente personal, inconfundible, y sembrar tal vez el germen de lo que con el tiempo había de darse en llamar expresionismo.La exigua aportación española al fenómeno escultórico de Europa fue, en todo caso, de orden menor. Dijérese que la escultura patria entraña el reverso, el justo contracanto, de la pintura. Nuestros pintores más eximios en verdad que admiten émulos contados con el concierto del arte universal, no habiendo, a la inversa, un solo escultor, anterior a Picasso (y con él o tras él, los Gargallo, Julio González, Chillida ... ) que resista la escueta comparación con cualquiera de sus coetáneos extranjeros, si exceptuamos, una vez más, a estos imagineros singulares.

¿Qué consideración cuadraría como propia a Juan de Juni en la extensa nómina de los imagineros? La de un eclecticismo milagroso, a caballo de dos extremos, o términos de complexión, relativamente existentes: una interpretación del Renacimiento, proclive o enteramente acomodada al manierismo (en la positiva acepción que Hauser asigna a su concepto y contenido), y la genial adivinanza de un movimiento artístico, o concepción general del hombre y de la vida, que aún no había aflorado históricamente y vendría luego a definir lo más y mejor de la expresión a la española: el Barroco.

Clasificado como renacentista, Juan de Juni es realmente un barroco en ciernes, y emparentado oficialmente con el clasicismo, contraviene su arte no pocas de sus canónicas premisas, aunque sea a contrapelo de su propia biografía, como parece corroborarlo el agudo comentario del profesor Martín González: «En la arquitectura de sus retablos se advierten dos épocas. En la primera predomina el esquema manierista, que hace de la obra un todo fantástico y anticlásico, corno ejemplifica el retablo de la Antigua. En su período final se impone un modelo de raigambre clásica...»

De lo que nada hay que duda es de su providente inserción en aquella modalidad artística que con el tiempo, según dije, había de llamarse expresionismo, si propia de todos los imagineros castellanos, consumada en él por extremada vía de arquetipo. «Como la mayor parte de las esculturas del arte castellano del momento -agrega Juan José Martín González-, muestra una gran inclinación hacia las actitudes violentas, hacia el phatos doloroso, pero nadie ha llegado más lejos que él en esta carrera de la angustia.

Y es esta tan exasperada propensión al expresionismo (todavía por nacer) la que de hecho dificulta el esquerna clasificatorio ¿Clásico? ¿Manierista? ¿Renacentista? ¿Barroco? -«Curiosamente -concluye Martín González-, a la hora de ordenar sus relieves, el esquema obedece a un patrón clasicista.

Su clasicismo en. este sentido es riguroso. Más si centramos la visión en porimenores aislados, se advierte el desequilibrio y la pasión. Puede hablarse de barroquismo, pero hoy poseemos una palabra más exacta para calificar la sinrazón del arte del siglo XVI: el Manierismo.»

Una muestra, en suma, memorable, de esas que a uno le contentan y reconcilian en el suceso artístico, o le hacen olvidar el mal ejemplo de tantas y tantas exposiciones al uso. Obras, las de Juan de Juni, para ver, meditar y conocer..., y para poner, también, muy de relieve ese solitario, exuberante y enigmático capítulo que nuestros imagineros más eminentes (Juan de Juni y su época) acertaron a añadir a la historia del arte, paliando con creces la ostensible laguna que la escultura española venía ofreciendo hasta la vuelta o esquina de nuestro siglo. Antes de que el Barroco fuera invención, y luego moda, ya lo habían vislumbrado los imagineros. Y antes, mucho antes, de que se acuñara la voz expresionismo, sabían no poco de él Juan de Juni y sus gentes.

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