Tribuna:

Larra o el ave fénix

Desde su suicidio, hace ya ciento cuarenta años, Fígaro no ha dejado de estar presente entre sus paisanos: muerto que periódicamente resucita, leyenda que renace de sus propias cenizas, paradigma de juvenil rebeldía frente a nuestra eterna gerontocracia moral, reproche perpetuo en fin para quienes han pretendido y pretenden acaparar para si y los de su casta el uso maltusiano de la palabra, constriñendo a la masa de ciudadanos a una conducta inválida, infantil y culpable, secuela obligada de su tutela maligna. Actualidad y presencia que se deben, no sólo a su ruptura con el canon literario que...

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Desde su suicidio, hace ya ciento cuarenta años, Fígaro no ha dejado de estar presente entre sus paisanos: muerto que periódicamente resucita, leyenda que renace de sus propias cenizas, paradigma de juvenil rebeldía frente a nuestra eterna gerontocracia moral, reproche perpetuo en fin para quienes han pretendido y pretenden acaparar para si y los de su casta el uso maltusiano de la palabra, constriñendo a la masa de ciudadanos a una conducta inválida, infantil y culpable, secuela obligada de su tutela maligna. Actualidad y presencia que se deben, no sólo a su ruptura con el canon literario que servia de vehículo al pensamiento oficial opresor, sino también a la terca resistencia en nuestro solar de los fenómenos negativos que denunciara incansablemente. Nadie como él supo definir, de una vez para siempre, esos sistemas. que bautizara «apagadores políticos» en la medida en que tienden a «sofocar la inteligencia, la ciencia, las artes, cuanto constituye la esperanza del género humano», ni expresar de modo tan preciso y directo nuestra experiencia del silencio impuesto por la dictadura franquista, cuando evocaba la ominosa década de Calomarde y su celebrada paz de los sepulcros. Sus burlas de un lenguaje destinado a enmascarar la realidad, se aplican como anillo al dedo a la tarea de los pluiníferos de la dictadura durante los pasados cuarenta años: «¿Qué significa escribir cosas que no cree ni el que las escribe ni el que las lee?» Frente a este lenguaje ocupado, amañado, colonizado por el poder, Larra postula una escritura libre y abierta a la problemática de la sociedad y de la época: una escritura comprometida, si se permite el anacronismo, cuyo objeto será ilustrar a sus conciudadanos, dar voz a quienes se les niega, transformar la noción. fatalista de destino en el concepto activo de conciencia, en la perspectiva de la revolución burguesa anterior a Engels y Marx. La asfixiante censura fernandina desaparecerá tarde o temprano, y este día, nos dice Larra, «publicando los artículos prohibidos, cubriremos de ignominia a nuestros opresores y les enseñaremos a apreciar en su justo valor un mezquino sueldo cuando se halla en contraposición con el honor y el bien del país». Palabras rigurosamente actuales en momentos en que, a raíz de la reciente evolución política del Estado español, se plantea, con creciente urgencia, el problema de la liquidación definitiva de nuestros odiosos mecanismos censores.Pero Larra no fue sólo un méro portavoz de la corriente liberal e ilustrada de su tiempo. Si bien, su concepto utilitario y progresivo de la obra literaria enlaza con el de la Ilustración y la Enciclopedia, él supo inyectarle un acento personal inconfundible, que le distingue de las procesiones de fe un tanto ingenuas de jacobinos y afrancesados. La prosa de Larra es ya una prosa que sentimos nuestra, sin los grillos y ataduras que hoy entorpecen la lectura de la mayoría de sus contemporáneos: prosa exenta de todo dogmatismo y normaticidad y por ello mismo fecunda en ideas, sugestiones, experiencia. Su compromiso -y ahí finca su originalidad- no fue meramente político y moral, como suele ser el caso entre nuestros autores. Larra se comprometió vitalmente (compromiso físico, fisiológico, anatómico, funcional, etcétera, como preconizara Artaud) y pagó con la vida su entrega total a la escritura (aunque la moda románticajugara un papel en ello). A la manera de Leirirs, él introdujo, por primera vez, al cuerno del toro en la arena literaria y ello bastaría ya para hacerle acreedor de nuestra admiración y gratitud. Por dicha razón soy de los que piensan que su muerte temprana no nos privo, como en el caso de Lorca, de una obra literaria adulta, rica. A la luz de la evolución posterior del socialista Unamuno o los anarquistas Azorín y Baroja cabe preguntarse cuál hubiera sido el destino de Fígaro en caso de morir setentón. El hombre que escribió «Día de difuntos de 1836» había llegado al punto en que vida y literatura, confundidas, convergían en un brusco y definitivo silencio. Como en el caso de Mayakoski, el suicidio no era una dimisión.

Siglo y medio después de su muerte, su vida y obra siguen siendo un punto de referencia indispensable para quienes, a pesar de los pesares, aspiramos a un futuro mejor y más justo para nuestro sufridísimo pueblo.

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