Crítica:CINE/FESTIVAL DE SAN SEBASTIAN

Dos actrices excepcionales

Sarah Miles y Liv Ullmann, dos actrices de mérito poco común, son buen ejemplo de cómo unas dotes excepcionales pueden verse en cierto momento de su vida artística realizadas o comprometidas. La una, dispersa en multitud de trabajos diferentes del drama a la comedia, del cine al teatro, a la sombra de los más prestigiosos directores a lo largo de más de quince años, pertenece por así decirlo a la escuela inglesa tradicional; la otra, conocida sobre todo a través de la obra de Ingmar Bergman, viene a ser aparte de su actriz favorita, su vía de expresión más eficaz, encarnación de sus personaje ...

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Sarah Miles y Liv Ullmann, dos actrices de mérito poco común, son buen ejemplo de cómo unas dotes excepcionales pueden verse en cierto momento de su vida artística realizadas o comprometidas. La una, dispersa en multitud de trabajos diferentes del drama a la comedia, del cine al teatro, a la sombra de los más prestigiosos directores a lo largo de más de quince años, pertenece por así decirlo a la escuela inglesa tradicional; la otra, conocida sobre todo a través de la obra de Ingmar Bergman, viene a ser aparte de su actriz favorita, su vía de expresión más eficaz, encarnación de sus personaje ideas y símbolos que en su obra se repiten a lo largo de los últimos años.

Los días impuros del extranjero, filme que Sarah Miles protagoniza es un relato del escritor japonés Yukio Misjima más conocido entre nosotros por su muerte dramática y espectacular que por su obra voluminosa. Admirador de las viejas tradiciones de su país y de su especie de erotismo en cierto modo romántico, la novela que da tema al filme no parece justificar —al menos en esta adaptación— su candidatura al premio Nobel, que por otra parte rechaza varias veces. Aquí nos narra la aventura de una viuda practicante del amor solitario, madre de un hijo perteneciente a un clan infantil que desdeña la moral de los mayores. Al puerto donde viven en perpetuo enfrentamiento llega un marino gracias al cual el chico sueña con aventuras en países lejanos, en tanto que el amor de la madre vuelve de nuevo a los cauces normales. El marinero, que ha leído a Conrad y London, aunque no a Melville, narra historias de tiburones y tormentas y hace el amor con la madre, amor que el chico observa a través de un orificio de la pared, destinado a seguir su vida secreta antes y después de la llegada de su nueva pareja. Si añadimos a todo esto la historia del clan infantil y sus vagos ideales nietzscheanos llegaremos al final, un desenlace a medias entre la ciencia ficción y la fábula. Queda de todo ello la gran interpretación de Sarah Miles y poco más. Sólo se salvan las escenas eróticas que sin duda quedaron abreviadas en su largo camino desde la pantalla del festival a las de las salas comerciales.

Respecto a Face to face (Cara a cara) bien podría decirse que su autor, como Saturno, acaba por devorar a sus propias criaturas, Liv Ullmann incluida y de la que el filme es más bien un recital ya conocido para quien siga de cerca sus pasos en las últimas obras de Bergman. Su personaje esta vez símbolo de la soledad, su largo peregrinar más allá y más acá de lo consciente, una vez perdida la confianza en el Dios de los cristianos y en las ciencias modernas de la mente, viene a encontrar melancólico refugio en el amor de los ancianos indiferentes a la muerte en una especie de fatalismo resignado, lejos de la angustia que rodea a esta Jenny cuyas desgracias se remontan a los lejanos días de la infancia.

Psiquiatra, madre de una hija. que la rechaza, convaleciente de una pasada enfermedad y el trabajo que supone una nueva casa, amante de un hombre que no llegamos a conocer, abandonada por un marido en perpetuo viaje, protegida de un colega que a la postre resulta homosexual, a punto de ser violada por dos desconocidos, y a vueltas siempre con sus recuerdos de niña, no es de extrañar su intento de suicidio ni sus crisis nerviosas, ni que tal cúmulo de accidentes —por encima de cualquier exigencia de realismo mostrenco— llegue a dejar de impresionar a los espectadores.

Realizado para la televisión, más para ser escuchado que para ser visto, viene a marcar un descenso en lo que a inspiración y novedad se refiere, respecto a las últimas obras de Bergman —cuya importancia sería pueril subrayar aquí— sobre todo a partir de Gritos y susurros con la que forma trilogía junto a escenas de matrimonio en la búsqueda del amor como salvación del hombre, una búsqueda menos inspirada y brillante que otras veces y repetida en muchas ocasiones.

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