Tribuna:

La audiencia de Ramsés

Un extraño rey en exilio ha llegado a París. Acaso el más extraño de todos los que podían llehar. Un soberano de hace más de 3.200 años, el más famoso y el mejor conocido de todos los firaones de Egipto: Ramsés II.Desde el museo del Cairo y desde los arenales del desierto han sido transportados esculturas, estelas, sarcófagos, vasos de alabastro, joyas y la imagen hierática del faraón en las más variadas formas, desde la silueta gigantesca del coloso, hasta la pequeña figura en que lo vemos en movimiento, tendiendo una ofrenda a la divinidad.

Es una exposición sabiamente organizada como...

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Un extraño rey en exilio ha llegado a París. Acaso el más extraño de todos los que podían llehar. Un soberano de hace más de 3.200 años, el más famoso y el mejor conocido de todos los firaones de Egipto: Ramsés II.Desde el museo del Cairo y desde los arenales del desierto han sido transportados esculturas, estelas, sarcófagos, vasos de alabastro, joyas y la imagen hierática del faraón en las más variadas formas, desde la silueta gigantesca del coloso, hasta la pequeña figura en que lo vemos en movimiento, tendiendo una ofrenda a la divinidad.

Es una exposición sabiamente organizada como un teatro de la historia. Con luces inesperadas, aislamientos dramáticos y sombras de misterio. Al fondo se siente en los altos-parlantes el croar de los halcones del Nilo.

Una enorme estatua en granito gris acoge a los visitantes. Es un gigantestco halcón de alas plegadas, entre cuyas patas, en cuclillas, reflexiona, con un dedo en la boca. Ramsés niño. Es dios zoomorfo Hurún que lo protege y lo cubre de su presencia sobrecogedora. El halcón de piedra parece empollar al niño predestinado al poder. Es de esa mezcla de fragilidad fugaz, de ave y niño y de piedra cargada de misterio, que está hecha la presencia de este pasado tan remoto y tan ajeno.

Vivió mucho y reinó largamente. Debió morir casi nonagenario después de 67 años de reinado. Largo tiempo para un hombre, pero apenas un breve suceso en la pesado cuenta de los milenios que han corrido desde que en el apogeo de su gloria recorría el Nilo como una vía triunfal.

Fue una vida de guerrero y de constructor. Levantó descomunales monumentos, palacios y templos, desde la Nubla hasta la desembocadura del Delta. Fuera de las Pirámides y de la Esfinge, las edificaciones más impresionantes de Egipto son obra de su empeño de constructor. Aspiraba a dejar su huella en el tiempo y hay que convenir que lo logró finalmente. Quedan Luxor y Karnak, con sus inmensas salas erizadas de columnas en forma de tallo de papiro, y quedan todos estos testimonios de su paso que hacen tan visible su presencia en las vastas salas del Rrand Palais.

Testimonio

Queda mucho de su testimonio y, sin embargo, no es sino lo que no pudo ser robado o destruido. Su vasta tumba fue saqueada en tiempo va de sus sucesores inmediatos. Debió ser una tumba mucho más rica y llena de objetos que la que dejó Tutankhamon de su breve reinado. No quedó ninguna joya, ni el sarcófago de oro que cubría la momia. Apenas el sarcófago de madera antropomorfo donde su rostro de intemporal juventud nos mira bajo su cofia con los distintivos del poder en las manos.

Los visitantes contemplan con perplejidad y asombro la reproducción colorida de las paredes de las tumbas. Aquellos dioses-halcones, dioses-chacales, dioses-grullas, rodean a los vivos y a los muertos. Conviven con el rey y con sus mujeres como servidores fieles. Ell mismo terminaba por ser un dios más que levantaba ciudades y ordenaba la lluvia y el sol.

No pueden los visitantes hablarle, ni menos interrogarle. Muy difícilmente pueden llegar a entender lo que era aquel hombre y lo que significaba el mundo en que vivía. No hay lengua para hablarle. Desde las estelas, los jeroglífcos parecen burlar nuestra curiosidad. Aunque supiéramos descifrarlos, poco ganaríamos con ello. Debían significar cosas tan distintas a las palabras que los egiptólogos nos traducen.

Tampoco él entendería nuestras preguntas. Las cosas que nos interesan y nos preocupan podrían carecer de toda significación para él. Es muy posible que fuera el faraón de Moisés y del Exodo de los israelíes. Ningún recuerdo de ese capítulo esencial de la cultura religiosa que nutrió a Occidente ha quedado recogido en las inscripciones egipcias. No debió quedar tampoco en la memoria del rey.

Debió pensar que habla vivido mucho. Vio morir reinas y favoritas en una serie interminable. Del centenar de hijos que tuvo vio morir los doce primeros. El decimotercero vino a ser el sucesor. Fuera de la piedra los objetos y las cosas inertes ha quedado su imagen grabada en la roca. Lo vemos en su carro de guerra ligero, sosteniendo la pareja de veloces caballos que se alzan sobre sus patas traseras en la impaciencia del ataque. Debía sentirse entonces inmortal y todopoderoso, como un verdadero dios.

Fuera de estos recuerdos lo que ha venido a quedar es su memoria. Envuelta en sus resinas y en sus bandeletas la han traído para que los expertos franceses la preserven y restauren.

Con toco lo que de extraño e inaccesible tiene algunas lecciones vivas y útiles ha tenido que dar a sus visitantes el faraón arqueológico. Por lo menos la lección inolvidable de la desmesura del hombre, capaz siempre de lanzarse tan inconteniblemente más allá de sus límites reales.

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