Crítica:

"Las ninfas", en la cresta de la ola

«Las ninfas», de Francisco Umbral, novela ganadora del Premio Eugenio Nadal más reciente, a veinte años de «El Jarama», en la serie de los treinta y dos «Nadales» que en las letras españolas han sido, es a la vez la novela más importante de su autor, es decir, la más representativa de un talante literario y la culminación de un modo de escribir creado, mágicamente diríamos, mediante el funcionamiento de los mismos mecanismos, ya se trate de la más leve crónica de humor o del lirismo profundo de «Mortal y rosa». Esta cualidad, que en no muchos escritores se advierte, aun dado que la abertura de...

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«Las ninfas», de Francisco Umbral, novela ganadora del Premio Eugenio Nadal más reciente, a veinte años de «El Jarama», en la serie de los treinta y dos «Nadales» que en las letras españolas han sido, es a la vez la novela más importante de su autor, es decir, la más representativa de un talante literario y la culminación de un modo de escribir creado, mágicamente diríamos, mediante el funcionamiento de los mismos mecanismos, ya se trate de la más leve crónica de humor o del lirismo profundo de «Mortal y rosa». Esta cualidad, que en no muchos escritores se advierte, aun dado que la abertura de su compás literario fuese tan amplia, es lo primero que salta a la vista en la madurez definitiva de Francisco Umbral. En la mesa, y junto a «Las ninfas», no tengo menos que otros cuatro libros del mismo autor, de edición igualmente reciente. Uno de ellos es un ensayo biográfico de García Lorca, «Lorca, poeta maldito» (Biblioteca Nueva); otro, una colección de textos novelados: «Mis mujeres» (Editorial Planeta); el siguiente, otra colección de confesiones literariamente íntimas: «Mis paraísos artificiales» (Librería-Editorial Argos); y más allá, narra la vida y la política española «Las respetuosas» (Editorial Planeta), a través de las muchachas de los «clubs» nocturnos, o sea, la cosa pública a través de las mujeres del ramo. Un quiebro del autor, algo como un guiño de ojos, una acentuación o una diafragmación y el carácter y el ángel aparece posado en cada uno con la medida, la gravidez o la intensidad justa.Si esto no es lo que pudiera llamarse el «boom» Umbral, nada lo será ni podrá abarcar mejor un fenómeno literario de ardua definición, una línea por debajo de llamarle escritor con mayúscula.

Las Ninfas

de Francisco Umbral. Ediciones Destino. Barcelona, 1976. 248 págs.

En sus primeros libros, en algunos pliegues de su dandismo, en sus refracciones periodísticas podíamos todavía salirnos con el parentesco de González-Ruano pero hace tiempo, por lo menos desde que la serie de la niñez vallisoletana comenzó a salirse de la crónica de «Memorias de un niño de derechas» por «Los males sagrados» y muy especialmente tras de «Las ninfas» (con «Mortal y rosa» exento por medio) este plutarquismo paralelo se le ha quedado lo corto que se le debieron quedar los trajes de chico larguirucho y hay que ampliarlo más y más. Ha sobrepasado la época de «El giocondo» y de «Travesía de Madrid», que es el primer libro de Francisco Umbral que leí, no en la validez de una prosa con los tilines de la gracia y del estilo, sino en la aptitud egregia de la misma para la narrativa de fondo.

Basta para ello, como en «Las ninfas», que el autor realice una inmersión en su intimidad recóndita, entrañable, en la que ha situado el tiempo-eje de su personalidad literaria con la profundidad de foco, fija y concentrada en lo hondo de su autobiografía. En sus novelas, que van a mejor porque funciona con más seguridad esta manera narrativa, hasta llegar a «Las ninfas» -uno de los mejores, si no el mejor Premio Nadal que se ha concedido desde muy concretos aspectos-, no tiene necesidad Umbral de aclarar como Flaubert aquello de que «je suis Madame Bovary», porque no desaparece jamás el protagonismo absoluto de Umbral «as a young man» como el Joyce del «Portrait». En esta condición de trance narrativo la prosa de Umbral, consciente de pasar por las claves líricas del autor («se canta lo que se pierde», ya se sabe: el hijo, la niñez y adolescencia), adquiere una flexibilidad expresiva que multiplica los matices habituales y los enriquece con semitonos y contrapuntos hasta llegar a una plasticidad íntima y una rara, intensa aptitud descriptiva de ambiente.

Podíamos pensar, puesto que el matiz autobiográfico y las memorias de niñez, adolescencia y juventud, forman parte siempre patente o sumergida del iceberg narrativo de cada novelista, que Umbral ha rendido tributo a esta necesidad, que tanto como diluir la creación de un mundo propio, piensa uno que define el auténtico novelista. Dudosa creación la que no comienza por las imborrables sensaciones del tiempo en que uno se crea y se siente crearse como artista joven. Pues bien, si consideramos que se trata de un ejercicio de estilo obligado y que sólo quien lo sobrepasa puede llamarse novelista además de escritor, Umbral lo ha realizado «cum laude» y sin esfuerzo de adaptación especial al patentizar algo que se lleva implícito. Sucede, sin embargo, que ya el autor, desde su primera prosa conocida, daba indicaciones precisas para que la culminación de «Las ninfas» no constituyese sorpresa alguna. La prosa estaba allí, manaba con naturalidad y no era un jardín secreto la atracción demostrada en referencias constantes, un poco temblorosas e íntimas, debajo de sus dandismos estéticos. Así Umbral no ha tenido sino que mirar con su penetración habitual sobre lo que considera una auténtica mismidad vital.

Naturalidad y fluencia

Según parece (así lo oí al profesor Yndurain en la presentación de «Las ninfas»), Miguel Delibes ha dicho que Umbral «escribe como mea» y como la expresión es acorde con la paleta castellana del autor del «Diario de un cazador», la tengo por auténtica. Delibes debe apuntar a la naturalidad y fluencia de una prosa que sólo no es igual a sí misma cuando es mejor que sí misma, o sea cuando está fecundada por un contenido significante.La prosa de Umbral adquiere sus mejores tonalidades cuando su mirada, que ve tantas cosas, mira a través de sus recuerdos al hondo de sí mismo. Su narrativa es la operación de mayor sencillez, la del escritor mirándose dentro sin artificio alguno. Mirándose no a través de los problemas de la adolescencia sobre el paisaje de un Valladolid muy concreto, con el toque mágico que tienen los paisajes vistos desde la infancia, entrevisto y muy hondo a la vez, sino a través de sí mismo en la formación inseparable de hombre y escritor. Hay, sí, una naturalidad excepcional en la producción de Umbral como novelista, mirándose en su propio espejo en lugar de dejarlo en el borde del camino.

Desde luego, Umbral acaba de escribir lo que hasta ahora es su novela. Umbral es ya el autor de «Las ninfas», dentro de una antonomasia cuyo funcionamiento futuro nos dará la clave definitiva de su madurez narrativa. No va a ser uno a estas alturas tan lerdo para suponer que debajo de la sencillez compositiva y narrativa de Umbral no hay artificio literario porque precisamente el valor de «Las ninfas» consiste en haber elevado su artificio literario a un piso superior narrativo. Pero su camino es peligrosamente directo y autofágico y se compara con el modo y circunloquio con que Proust, por ejemplo, hizo una novela de sí mismo y creó su mundo moroso, amplio, cíclico, inagotable. Realiza Umbral su cala más profunda y exhaustiva en sus profundidades novelables, ¿querrá decir esto que en el futuro de su narrativa no podremos contar con ellas? ¿Querrá decir que en «Las ninfas» habrá quedado el Umbral de la novela y nos quedará el Umbral, infalible también, de la crónica de lo que le circunda, más de lo que le penetra? No es indiferente esta cuestión para que se produzca el brillo especialmente narrativo de una prosa admirable de gracia y de carácter.

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