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Y Frank Gehry miró Bilbao desde el monte

Juan Ignacio Vidarte, primer director del Guggenheim y cómplice del arquitecto en su proyecto icónico, recuerda la relación entre el creador y la ciudad, y cómo se transformaron mutuamente

En un artículo clásico sobre el ya manido “efecto Bilbao” y sobre cómo el Guggenheim de Frank Gehry desató una fiebre de la que quisieron contagiarse ciudades de todo el mundo, publicado en The Guardian con motivo del 20 aniversario del museo, el arquitecto canadiense, fallecido el viernes a los 96 años, recuerda que un mes antes de la i...

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En un artículo clásico sobre el ya manido “efecto Bilbao” y sobre cómo el Guggenheim de Frank Gehry desató una fiebre de la que quisieron contagiarse ciudades de todo el mundo, publicado en The Guardian con motivo del 20 aniversario del museo, el arquitecto canadiense, fallecido el viernes a los 96 años, recuerda que un mes antes de la inauguración subió al monte de Artxanda. Contempló desde lo alto su flamante criatura de titanio brillar, y pensó: “¿Qué cojones le he hecho a esta gente?”.

“Él era muy así, de echarse la manos a la cabeza”, recuerda Juan Ignacio Vidarte (Bilbao, 1956), director del Guggenheim Bilbao desde su creación hasta 2024, cómplice bilbaíno de Gehry desde el primer día en aquella aventura loca. “Era una persona muy humilde, pero en aquel momento comprendió que había transformado la ciudad para siempre. Como todas las buenas relaciones, tiene que haber algo recíproco. Gehry aportó a Bilbao un elemento fundamental, pero quiero pensar que Bilbao también marcó al arquitecto”.

No era la primera vez que Artxanda producía un efecto revelador en Gehry. Podría decirse que todo empezó allí, en ese alto, uno de esos montes verdes que rodean la ciudad y le dan el cariñoso sobrenombre de “el botxo” (el agujero). Fue un día de mayo de 1991. Estaba en marcha el estudio de viabilidad del proyecto de montar un Guggenheim en Bilbao como eje de la transformación de la ciudad. Se sabía que tenía que ser un edificio importante, y un pequeño concurso de arquitectura se había reducido ya a tres candidatos. El japonés Arata Isozaki, los vieneses Coop Himmelb(l)au y el propio Gehry, entonces un exitoso profesional de 62 años, lejos de la hoy denostada figura del arquitecto estrella que su paso por Bilbao le brindaría.

“Invitamos a los arquitectos a venir para explicarles bien el proyecto”, recuerda Vidarte. “Como parte del recorrido subíamos con ellos a Artxanda, porque si no se coge altura es difícil entender la ciudad. Entonces la principal ubicación que se manejaba para el museo era el edificio de La Alhóndiga [que hoy acoge el Azkuna Zentroa]. Pero cuando subimos a Artxanda, Gehry preguntó qué era lo que había ahí abajo, en ese punto en que la ría se curvaba. Y el museo acabó haciéndose allí”.

Lo que había allí abajo, en esa curva de una ría entonces marrón y pestilente, era un depósito de coches de la grúa, una explanada sembrada de pilas de contenedores atravesada por un viejo ferrocarril de los astilleros de Euskalduna y por el mastodóntico puente de La Salve. Un escenario apocalíptico de decadencia industrial al que la ciudad daba la espalda esquivando las barricadas y las pelotas de goma de los antidisturbios. Gehry comprendió que aquel debía ser el epicentro de la transformación de Bilbao. “Él entendió muy bien la relación singular que existe en Bilbao entre la ciudad, la ría y el telón verde de los montes”, recuerda Vidarte. “Y le gustaba esa dureza de Bilbao, que en buena parte se ha perdido”.

La singularidad del proyecto ganador revela la osadía de quienes lo promovieron desde las instituciones. “Gehry no presentó unos planos, sino una maqueta de cartón”, apunta Vidarte. “Mi primera impresión fue preguntarme qué era aquello. Era difícil de comprender. Pero reflejaba muy bien cómo Gehry había comprendido el programa. La arquitectura no podía limitar el espacio, que debía permitir exponer una escultura de Serra de 100 toneladas y una acuarela de Kandinsky. Y a la vez el proyecto debía tener un efecto transformador del lugar. Captó como nadie los puntos clave del plan”.

En octubre de 1993 se puso la primera piedra de una obra prodigiosa. Arrancaba una colaboración explosiva entre arquitectos californianos, mecenas del arte neoyorquinos, sólidos ingenieros vascos y jóvenes gestores valientes que produciría, en plazo y en presupuesto, un hito de la arquitectura global. “Era un proyecto muy polémico y por eso era clave cumplir los plazos”, explica Vidarte. “Los distintos equipos nos reuníamos cada cuatro o cinco semanas. Se distribuyeron bien los ámbitos de responsabilidad, y eso fue decisivo para vencer las suspicacias iniciales. Se trabajó de una forma en que se avanzaba por partes. El proyecto no estaba terminado cuando empezó la obra. Gehry siguió diseñando el edificio hasta 1994. Se utilizó un software de diseño aeronáutico para tratar curvas complejas. Era la primera vez que se hacía a esa escala. Era una locura. Pero a medida que avanzaba, las cosas empezaban a fluir. Y se generó incluso una relación de amistad”.

Para Gehry aquello supuso también una reivindicación de su arquitectura, que en aquel momento estaba cuestionada. “Fue un proyecto posterior al Disney Hall de Los Ángeles, que estaba ya avanzado cuando se le encarga el Guggenheim”, cuenta Vidarte. “Pero aquel proyecto se paralizó por problemas constructivos y de gestión. Hubo grandes críticas, muchas dirigidas a Gehry. Decían que el problema no era de gestión sino de su arquitectura. Aquí nos empeñamos en demostrar que aquello era falso. Y para eso fue clave la colaboración de la industria que existía en el entorno. El Guggenheim fue una manera de reivindicar que la arquitectura de Gehry era construible. Y eso fue importante para él”.

El éxito del proyecto acabó fraguando una relación de afecto entre el arquitecto y la ciudad. “Le gustaba venir, cenar en el restaurante Rogelio, que ya cerró. Le gustaba la merluza, los pimientos verdes…”, asegura Vidarte. “Era un persona muy cercana y, a pesar de que no hablaba español, se ganó el cariño de los bilbaínos. Siguió viniendo a la ciudad, la última vez hace tres años. Y hasta estuvo pensando, durante una época, trasladarse a vivir aquí con su familia. Estuvo mirando casas por la zona de Mundaka, en la reserva del Urdaibai”.

Vidarte recuerda que la obra avanzaba con paso firme y Gehry aún no había decidido el material metálico que recubriría la superficie del museo. “Fue una de sus últimas decisiones”, explica. “Montó en el solar de la obra una estructura donde colocaba diferentes tipos de chapa. En sus últimas visitas a la obra se sentaba en una silla ahí delante para contemplar durante horas cómo se reflejaba en los distintos paneles la luz, que en Bilbao varía mucho a lo largo del día. Un día llegó una chapa de titanio y le fascinó cómo reaccionaba ante la luz cambiante de la ciudad”.

La complicada apuesta por la chapa de titanio

Gehry comprendió que el titanio era muy caro y no podrían permitírselo. “Pero llegamos a un acuerdo de que licitaríamos la obra con otro material y, si finalmente se conseguía encajar el titanio en el presupuesto, se iría adelante”, explica Vidarte. “Al final se logró. Y eso creo que explica cómo Gehry afrontaba esa decisiones en partes del edificio que eran para él fundamentales, y cómo las vinculaba al lugar en el que estaba”.

Esa vinculación a un lugar concreto y la capacidad de Gehry de integrarse en un proyecto que trascendía la arquitectura fue, en opinión de Vidarte, una de las claves del éxito del “efecto Bilbao”. “Los objetivos se cumplieron con creces, es un modelo de éxito en el que la arquitectura fue un elemento fundamental”, defiende. “Pero ese éxito también ha tenido un efecto perverso, porque se ha malinterpretado y se ha tratado de replicar sin entender realmente todos los elementos que lo integran. A veces se han hecho caricaturas de ese modelo, pensando que simplemente una arquitectura emblemática o icónica es suficiente para generar un cambio en una ciudad. Y eso es un error”.

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