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Adiós a José Luis Merino: la edad de las palabras

El galerista, crítico de arte y cronista taurino ha fallecido en Bilbao a los 94 años

“Tengo la edad que representan mis palabras”. Esta frase genial la aprendí de José Luis Merino González, galerista, crítico de arte, cronista taurino, bloguero y escritor, fallecido el pasado lunes en Bilbao a la edad de 94 años. Y si las palabras simbolizan la edad de una persona, José Luis nunca dejó de ser un chaval porque le salían en cascada, a borbotones, pero con gracia, inteligencia y fundamento.

El periodista y crítico Joaquín Vidal, encargado de los Toros en la sección de Cultura de EL PAÍS desde el número 1 hasta su muerte en 2002, era un defensor incuestionable y acérrimo de la integridad de la fiesta de los toros y elegía muy bien a los críticos que debían sustituirle para contar lo que sucedía en las plazas cuando él no podía asistir porque estaba cubriendo otra corrida. Por eso conocí a José Luis Merino una tarde de agosto, el día de la primera corrida de la Semana Grande de Bilbao, porque me dictó la crónica por teléfono.

Merino era brillante, ameno, cultísimo y diferente. Desde ese día amoldé mis libranzas a sus crónicas, con el consiguiente cabreo familiar, que no entendían mi incipiente y fanática vocación taurina. Pero sí, con él entendí un poco el arte de la tauromaquia porque me explicaba todo lo que me iba dictando, como el maestro de kung-fu que enseña al Pequeño Saltamontes todos los movimientos.

Con el tiempo supe —él jamás se tiraba el rollo de nada— que había regentado la galería Grises de Bilbao, había escrito importantes libros de arte —70 artistas vascos o Habla Oteiza, por ejemplo— y entrevistado a los mejores escritores del mundo y la literatura española y, sin embargo, era tan humilde que insistía y me animaba para que escribiera yo porque le gustaban las misivas que le enviaba.

Fue brillante incluso en el título del blog que escribió durante tres años en la edición digital de EL PAÍS: Ladrones de fuego, no sé si como homenaje al titán griego, que robó el fuego a los dioses para entregárselo a la humanidad, o por el sapo guaraní que ayudó a robar una brasa del fuego de los señores Ucha, que no querían compartirlo.

Lo que tengo claro es que a todos los que le conocimos nos robó el corazón. Como a Teresa, su mujer, a Teresa, su hija (las Teresas, las llamaba), y a su nieta, Venezia. El calor de su amistad nadie nos lo podrá robar. Ni siquiera Prometeo.

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