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Muere a los 87 años Núria Quevedo, la olvidada pintora del ‘Guernica del exilio’

La artista barcelonesa, fallecida en Berlín, expresó en el cuadro ‘Treinta años de exilio’ la decepción encadenada que supuso la derrota de la Guerra Civil

Núria Quevedo ha muerto como vivió: olvidada por su país, España, y lentamente roída por ese concepto de ilejanía que ella misma inventó para describir la extraña cercanía de lo alejado, que es lo que viene a ser la patria para quien es arrancada de ella. La pintora del exilio español, merecedora de un puesto de honor en el arte político del siglo XX aunque solo fuera por la potencia de uno de sus cuadros, falleció este sábado, a los 87 años, en Berlín.
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Núria Quevedo ha muerto como vivió: olvidada por su país, España, y lentamente roída por ese concepto de ilejanía que ella misma inventó para describir la extraña cercanía de lo alejado, que es lo que viene a ser la patria para quien es arrancada de ella. La pintora del exilio español, merecedora de un puesto de honor en el arte político del siglo XX aunque solo fuera por la potencia de uno de sus cuadros, falleció este sábado, a los 87 años, en Berlín.

Allí vivía desde los 14 años, cuando llegó exiliada a la República Democrática Alemana como tantos otros españoles antifranquistas de los años cincuenta. Su familia –su padre era aviador del Ejército republicano; su madre cruzó a pie La Jonquera en 1939 tras el fin de la guerra– engrosó las filas de aquellos republicanos, comunistas y anarquistas que, para sobrevivir a las derrotas que la Historia les iban infligiendo, cayeron en las garras nostálgicas del exilio. Y eso es lo que Núria Quevedo pintó: el desgarro por la tierra perdida. El pesado fardo emocional que no cabe en ninguna maleta.

El cuadro que nunca le dio el reconocimiento que merecía se titula Treinta años de exilio (1971). De ese impresionante óleo emergen diez rostros hipnóticos que escrutan al espectador y escarban inquisitivamente en su interior. Esas diez caras fatigadas, afligidas, pertenecientes a la diáspora española en la RDA, son rostros de un tenebrismo barroco y de un expresionismo hiriente de tan sincero. Parecen fantasmas los diez pobladores de este “Gernika del exilio”. Están callados, muy quietos, tremendamente serios; como alanceados por esa decepción encadenada que les supuso la derrota de la Guerra Civil, el largo asentamiento de la dictadura franquista en España y la imposibilidad de un comunismo democrático en Alemania tras los tanques soviéticos en la Praga del 68.

Los diez personajes del enorme cuadro –120 x 150 centímetros– son la vívida estampa del desarraigo. De la melancolía por todo lo perdido. De la añoranza por aquello que nunca llegó a suceder. De la dureza sentida en las ciudades de acogida. De la ilejanía de la patria, sentida como un aguijón en las tardes frías y nubladas de la RDA. Por eso Núria Quevedo pintaba tantos paisajes lluviosos, tanta figura humana solitaria, meditabunda y aislada en la ciudad de los días cortos y los largos inviernos: porque nunca olvidó a la niña que en 1952 llegó a Berlín con trenzas y calcetines blancos. Porque siempre tuvo presente aquella juventud enfrentada al desamparo del exilio en las largas y solitarias horas pasadas en la librería que su familia regentaba en Berlín Este, oyendo las campanas lentas y tristes que a las seis de la tarde tañía una iglesia cercana.

Esa melancolía, tamizada por la reflexión contemplativa, por la introspección, por la impotencia y por el desengaño ante los sueños perdidos de esta afiliada al PCE devota del Quijote, ha sido el motor de una obra que no dejó de crecer durante los más de sesenta años de trabajo activo de Quevedo en la pintura, el dibujo, el grabado y la ilustración de libros. Una artista del exilio español con credenciales sobradas para ser inscrita en la órbita de Maruja Mallo, Remedios Varo, Roser Bru, Marta Palau, Manuela Ballester, Mary Martín o Victorina Durán. Pero eso nunca sucedió. El olvido fue su doble condena.

Si bien en España –también en su Barcelona natal– ha sido ignorada por las élites culturales, con la honrosa excepción del escritor Erich Hackl, en Alemania sí ha obtenido reconocimiento. En los años setenta fue becada por la Academia de Bellas Artes de Berlín. En los años ochenta le fue concedido el Premio Goethe que otorgaba el Ayuntamiento de Berlín Este. Algunas de sus obras, reconocibles por los personajes de grandes manos y cabezas rotundas de perfil, se encuentran en las colecciones de arte más importantes de la antigua RDA. Hace solo tres años, el Museo Estatal de Arte Moderno de Brandeburgo le dedicó una amplia retrospectiva. Y, poco después, la artista catalana, conocida con el sobrenombre de Die Berlinerin aus Barcelona (“La berlinesa de Barcelona”), recibió el prestigioso Premio de Arte Karl Schmidt-Rottluff de Chemnitz por haber reflejado “de una manera impresionante y sobrecogedora” el desarraigo causado por la pérdida de la patria y la soledad en una nueva sociedad.

Desde hace cuatro años me escribía con ella de manera regular. A veces hablaba del florecimiento salvaje de la retama amarilla y del esplendor colorido de las lilas en el jardín berlinés de su casa, compartida con su compañero de vida, el cineasta Karlheinz Mund. Otra veces soltaba trallazos ideológicos: “La esperanza a menudo es traicionera: tantas luchas, tantos muertos, tanto sufrimiento”. Siempre celebraba los regalos: un libro sobre la República, una canción protesta y otra amorosa de Raimon, un tango melancólico de Gardel, una frase de Walter Benjamin y su ángel de la Historia. Eso mismo fue el lienzo de su vida: el rostro vuelto hacia el pasado y sus ruinas amontonadas.

¿Se puede ser amigo de alguien cincuenta años mayor a quien nunca has visto? También eso debe de ser la ilejanía. ¿Puedes seguir sintiendo cerca a una amiga muerta? Eso también será la ilejanía.

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