La mala de ‘La momia’ se coló en la inauguración del Gran Museo Egipcio
Entre lo mejor de la ceremonia de apertura del nuevo equipamiento, las referencias a las grandes reinas, a la Alejandría sumergida y a Howard Carter
Por fin se ha inaugurado el GEM, el Grand Egyptian Museum, el Gran Museo Egipcio, la nueva joya de la corona de las atracciones monumentales y turísticas del país del Nilo, saludado como “la cuarta pirámide” y el mayor centro del mundo dedicado a una sola civilización de la antigüedad. La verdad e...
Por fin se ha inaugurado el GEM, el Grand Egyptian Museum, el Gran Museo Egipcio, la nueva joya de la corona de las atracciones monumentales y turísticas del país del Nilo, saludado como “la cuarta pirámide” y el mayor centro del mundo dedicado a una sola civilización de la antigüedad. La verdad es que, tras tanto aplazamiento (la primera piedra se puso hace 23 años), muchos no nos hemos creído que el GEM se inauguraba de verdad hasta ver las imágenes del presidente Abdel Fattah al Sisi saludando a los dignatarios que desencochaban en una larga fila de automóviles de alta gama junto al nuevo museo, entre trompetazos y fanfarrias. Llegados hasta ahí, hubiera sido muy fuerte dar otro plantón.
La ceremonia de apertura, que seguí on line, fue típicamente egipcia, con gran despliegue de medios, sobre todo humanos —que no falte gente: centenares de extras ataviados de antiguos egipcios y con un bastón-lámpara acabado en forma de pirámide que causará furor en Ikea—, y la recargada fastuosidad a que nos tienen acostumbradas las autoridades del país en las grandes ocasiones. Como si volvieran a inaugurar el Canal de Suez o la Nueva Biblioteca de Alejandría, con la que el GEM, en árabe al-Mathaf al Misriyy al-Kabir, que se alza a tiro de piedra (2 kilómetros) de las pirámides de Giza, guarda algunos parecidos.
La gala fue larga y abigarrada e hizo pensar en la advertencia de aquel estudioso: “Es el deber de la egiptología despertar a los muertos, no enviar a dormir a los vivos”. Retengo de la ceremonia los drones dibujando iconos egiptológicos en el cielo (como la máscara de Tutankamón o su ataúd), los fuegos artificiales, los derviches y los láseres punteando las pirámides; las dos majestuosas orquestas interpretando un programa de un gran eclecticismo (Debussy, Rimski-Kórsakov, música tradicional nubia), o los cantantes —rostros conocidos del star system egipcio— que se sucedían entre panorámicas aéreas del museo y travelings por su interior, especialmente por la gran escalinata de estatuas y el gran vestíbulo (todo es grande en el GEM). Me gustó mucho la parte en que se representó, bañando todo el patio del GEM de luz azul, la Alejandría sumergida, la vieja ciudad bajo el agua, muchos de cuyos restos, rescatados por el equipo de submarinistas de Frank Goddio, exhibe el museo en sus salas. La presencia de unas criaturas como nereidas o sirenas que flotaban en el espacio añadía una dimensión onírica y feérica.
Pero sobre todo, con permiso de Rania de Jordania y su vestido rojo, me quedo con la emocionante aparición de reyes y reinas faraónicos tanto en el exterior del nuevo centro, que ocupa la extensión de 70 campos de fútbol, como en otros puntos monumentales con los que se iba conectando la fiesta (la Esfinge, la pirámide acodada, el templo de Abu Simbel, el de Deir el Bahari, el de Luxor o el de Philae). Me pareció reconocer a Ramsés II, a Tutankamón (rellenito y con un grueso escarabeo dorado en el pecho), a Akenatón, Hatshepsut, Nefertiti, Nefertari, Cleopatra… Sin embargo, lo que más me sorprendió fue ver entre los miembros de una de las cortes reales recreadas, la desplegada en Giza, a una princesa ¡igualita a Anck-Su-Namun!, la ficticia concubina de Seti I y amante secreta del gran sacerdote Imhotep en La momia, la versión de 1999 del clásico.
Es difícil decir si la chica de la ceremonia, que cargaba un gran ankh, la cruz ansada egipcia de la vida, se parecía por pura casualidad a la actriz Patricia Velásquez del filme, la mala de la historia, o alguien decidió hacernos un guiño a los egiptómanos más recalcitrantes. Pero el caso es que la irrupción de la princesa de largo cabello azabache liso, rostro altivo, anguloso y sensual y vestido dorado (menos audaz que el de la escena inicial de la película, eso sí) provocaba un sobresalto y te metía en la ceremonia de manera que no lo hacían los discursos oficiales.
Si les parece que alucino más raro fue que de repente las pantallas nos trasladaran a Japón para ver a un grupo de figurantes ataviados de egipcios bailar en Kioto. O que luego nos desplazáramos a Sidney, Nueva York (junto a la estatua de la Libertad) y a Río de Janeiro (el Cristo redentor del cerro del Corcovado, que por mucho que se esforzara no parecía un coloso de Memnón) para encontrar a otros músicos y bailarines. Lo de Japón se explica, claro, porque el país ha puesto mucha pasta para la construcción del museo (800 millones). También salía París (torre Eiffel y acordeones), quizá como fina alusión a que Francia devuelva a Egipto el reclamado Zodiaco de Dendera —cuyo expolio criticó el propio Champollion— que por suerte no se han llevado los ladrones del Louvre, lo que hubiera sido difícil de explicar a los egipcios.
Sorprendentes fueron también las continuas alusiones a la paz, no porque no sea un bonito deseo en estos tiempos atribulados sino porque si algo no fue el Antiguo Egipto es una civilización pacífica. De hecho, Ramsés II se hubiera quedado de piedra (y valga la frase) al oír cómo se mencionaba en la ceremonia la batalla de Kadesh —en mitad de la cual se hizo representar el faraón en los muros de sus templos aplastando enemigos despiadadamente con sus carros— para celebrar el tratado de paz con los hititas, “el primero de su clase en la historia”. También pasaron unos ultraligeros sobrevolando las pirámides con pancartas que proclamaban “Welcome to the land of peace” y se aludió al concepto de Maat, justicia y equilibrio, mientras Al Sisi declaraba solemnemente que el único camino para construir civilizaciones es la paz.
Se ha señalado que el gran show no era solo para marcar la inauguración del GEM —del que se espera que atraiga a 5 millones de visitantes al año, aumentando el turismo en un 20%— sino para celebrar la civilización toda de Egipto, promover sus riquezas culturales (incluidas las coptas y musulmanas) y enviar un mensaje al mundo no únicamente sobre la esperanza y la voluntad de paz sino acerca del músculo económico del país. Al respecto, fueron significativas las imágenes sobre la nueva capital administrativa en construcción y su Iconic Tower de casi 400 metros, rival del obelisco del GEM, el único en suspensión del mundo. También fue elocuente el que junto a las proyecciones de los grandes monumentos se mostraran los grandes hoteles de Egipto, como el Gezirah Palace o el Old Cataract de Asuán.
Entre los viejos conocidos que no se perdieron la inauguración, los ex ministros de cultura Faruk Hosni (bajo el que se concibió el nuevo museo) y Khaled El Anany (hoy flamante nuevo director de la Unesco) y el inevitable Zahi Hawass, que aprovechó para subrayar que el corazón del GEM es el tesoro de Tutankamón, los cerca de 6.000 objetos hallados en su tumba y que ahora, trasladados desde el viejo Museo Egipcio de la plaza Tahrir, se exhiben en su totalidad por primera vez, incluidos los dos tristes fetos, los hijos nonatos de Tut y Anjesenamón (en cuyo nombre se basa por cierto el de Anck-su-Namun), depositados en la sepultura. Desde hace unos días (la apertura del museo completo al público fue el martes y la afluencia está siendo extraordinaria) los visitantes ya pueden ver las dos salas de Tut (7.000 metros cuadrados), pero la ceremonia de inauguración permitió ver algunas imágenes de cómo ha quedado instalada la colección: en un ambiente lleno de penumbra y misterio, y referencias a la tumba KV62, con las piezas estelares (máscara, sarcófagos, carros, el maniquí del rey, la capilla canópica, los vigilantes negros, la figura del faraón sobre una pantera) muy resaltadas en el amplio espacio.
Las referencias a Tutankamón en la ceremonia fueron numerosas. Era menos previsible que las hubiera a Howard Carter como sucedió, aunque la inauguración optó por la leyenda y por darle el mérito del descubrimiento de la tumba al niño egipcio Hussein Abd el-Rassul, que habría encontrado el primer escalón que conducía al sepulcro. Se mostraron imágenes del pequeño aguador y las famosas de Carter trabajando en la tumba. Y finalmente otro niño, este de carne y hueso, Aser, se convirtió en protagonista de la ceremonia descubriendo con asombro infantil todas las maravillas del museo, que son muchas: 100.000 objetos desde el Predinástico al periodo romano, incluyendo los dos barcos solares de Keops.
A algunos nos cuesta asumir el cambio del viejo y romántico museo de la plaza Tahrir, de 1902, en el que hemos vivido tantas cosas, al nuevo, rutilante, modernísimo y vasto GEM. Pero si te pones en la perspectiva egipcia, aquel museo de hechuras neoclásicas (que permanece abierto, aunque muy aligerado de los mejores objetos) no dejaba de ser una expresión de un pasado colonial. Basta con recordar las numerosas referencias a los héroes de la egiptología europeos o la propia tumba de Auguste Mariette en el jardín (o la celebración en el frontón, en latín, del jedive Abbas II, marioneta de los británicos). Con el nuevo museo, que pone tan en valor el tesoro de Tutankamón, cuyo descubrimiento marcó el cambio de paradigma de la egiptología y la asunción plena de que las antigüedades de Egipto son patrimonio indiscutible del país, se entra en una nueva época en la que los egipcios pueden mirar su gran museo faraónico como algo completamente de ellos, y sentirse muy orgullosos.