Gonzalo Celorio, la palabra sin límites
El hecho de que haya merecido el Premio Cervantes un escritor chilango ojalá sea una invitación a leer su obra y se extienda a la lectura de otras escritoras y escritores mexicanos más jóvenes
A los 12 años Gonzalo Celorio (Ciudad de México, 77 años), el hoy flamante Premio Cervantes 2025, compró su primer libro, el primero al que le puso su nombre y firma con su puño y letra, un libro que le dio estrella a su casa biblioteca inclinada a la novela hispanoamericana, pero, sobre todo, que fue una declaración de amor a la palabra. Ensayista, narrador, profesor de la Universidad Autónoma de México desde 1974, donde también fue estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras, ha sido director del Fondo de Cultura Económica y director de la Academia Mexicana de la Lengua. Un hombre interesado también por la historia de las palabras en español, refrendó su amor por ellas en su ingreso a la Academia: “Las palabras que nos definen y que nos hacen trascender, las palabras que heredamos y que, revitalizadas, habremos de heredar, las palabras de las que nos enamoramos y las que nunca podremos domesticar. Hablar de las palabras es tan regocijante como discurrir sobre la dilatada elaboración del mole negro mientras se enrolla en la palma de la mano una tortilla protocolaria; como ponderar los atributos prodigiosos del agave azul mientras se apura un caballito tequilero”, y ese lugar desde donde habla, el español, se piensa y escribe desde México.
Autor de Amor propio (1991), Y retiemble sus centros la tierra (1999), El metal y la escoria (2014), Los apóstatas (2020), uno de mis libros favoritos es México, ciudad de papel (1997), donde la Ciudad de México, inmensa, atroz e insondable, está en constante cambio, lo mismo que una persona con toda su complejidad, inabarcable en sus distintas y múltiples historias desde los mexicas en Tenochtitlán hasta la vuelta del siglo XX, una ciudad posible únicamente en la palabra, en sus descripciones –como las de Bernal Díaz del Castillo o Hernán Cortés– hasta las novelas que la retratan en el siglo XX: “La historia de la Ciudad de México es la historia de sus sucesivas destrucciones. Así como la ciudad colonial se sobrepuso a la ciudad prehispánica, la que se fue formando en el México independiente acabó con la del virreinato, y la ciudad posrevolucionaria, que se sigue construyendo todavía, arrasó con la del siglo XIX y los primeros años del siglo XX, como si la cultura no fuera cosa de acumulación sino de desplazamiento”.
El hecho de que haya merecido el Premio Cervantes un escritor mexicano, un escritor chilango, ojalá sea una invitación a leer su obra y se extienda a la lectura de otras escritoras y escritores mexicanos más jóvenes, ahora que el foco está en México, como dice al inicio de su libro sobre esta ciudad: “Mi casa, la casa de ustedes, como acostumbra decir la cortesía mexicana para confusión de los visitantes extranjeros, está acomodada en uno de los pliegues de las almidonadas crinolinas del Ajusco, en un pueblo que tiene la gracia de llamarse San Nicolás, y, en homenaje a los guajolotes, apellidarse Totolapan”. Un pueblo que forma parte de la inmensa ciudad de México, como este precioso libro que forma parte también de un presente literario mexicano increíblemente vibrante.