‘Las margaritas’ de Vera Chytilová vuelven al cine casi 60 años después: transgresión, anarquía y feminismo
La película, estrenada en el festival de Venecia, fue prohibida en Checoslovaquia como respuesta a la Primavera de Praga, y su directora no pudo hacer cine en libertad durante casi 10 años
Cuando los funcionarios del gobierno socialista checoslovaco vieron Las margaritas, segunda película de una mujer de 37 años llamada Vera Chytilová, retuvieron su lanzamiento durante un año. No sabían qué hacer con semejante bomba de autodestrucción, con aquella exaltación de colorismo sarcástico y gamberro, p...
Cuando los funcionarios del gobierno socialista checoslovaco vieron Las margaritas, segunda película de una mujer de 37 años llamada Vera Chytilová, retuvieron su lanzamiento durante un año. No sabían qué hacer con semejante bomba de autodestrucción, con aquella exaltación de colorismo sarcástico y gamberro, protagonizada por dos chicas que se ríen hasta de su sombra. Estrenada en el Festival de Venecia y en su país, fue finalmente prohibida tras la invasión soviética como respuesta a la Primavera de Praga, y su directora, miembro de la nueva ola de cineastas de los años sesenta, no pudo hacer ninguna película en libertad durante casi 10 años. El parte oficial argumentaba que en su apenas hora y cuarto de duración se destruye demasiada comida, “el fruto del trabajo de nuestros agricultores”. Extraoficialmente, no entendían ni sus imágenes ni su discurso, transgresor, anárquico y contestatario.
Las margaritas (1966) se rebela ante las expectativas de cómo debe ser una película, y casi 60 años después de su estreno ha vuelto a los cines españoles en una versión restaurada en 4K para mostrar su imperecedero espíritu juvenil cercano al punk. Con toda probabilidad, el nuevo espectador no ha visto nada igual en su vida. Chytilová (Ostrava, 1929-Praga, 2014), que en su día calificó su obra como “un documental filosófico en forma de farsa”, centra su historia (si es que la hay) en dos chicas llamadas Marie —una morena y una rubia, vestidas y peinadas con ese estilo pop de la época que aquí hubiéramos llamado ye-ye—, que ante el aburrimiento de su existencia deciden responder a la sociedad con una serie de bromas extravagantes mientras actúan, y se definen, como “muñecas”.
Eligen a burgueses de edad avanzada, a los que seducen, de los que se ríen y a los que luego abandonan en un juego cómico que Chytilová filma a la manera de los clásicos del slapstick del cine mudo, acelerando las imágenes y acompañándolas de efectos de sonido constantes, y convirtiendo casi cada secuencia en una oda a lo grotesco. Se atiborran de comida. Engullen y se beben la vida. Incendian su habitación. Queman el mundo. Cargan contra todo poder, al ritmo de unas músicas diversas que van desde el barroco al swing y al charlestón, con un espectacular montaje que en sus interludios entre secuencias se asemeja a las videocreaciones artísticas.
Cuando la película se abre con imágenes de guerra y de su maquinaria armamentística, Chytilová ya está avisando sobre sus intenciones destructoras. Bombas, explosiones. Pero ninguna como la explosión de libertad femenina que aguarda después: “Nadie nos entiende. En este mundo todo está corrompido”, afirman las chicas. Así que, ante tal panorama, deciden corromperse ellas también, destruyendo algunos de los símbolos materiales de su país. Junto a sus propias criaturas, que se ríen y se mueven como niñas pequeñas, también su directora rompe con todos los cánones artísticos, sociales, culturales y de género, utilizando esa demolición para producir vanguardia fílmica y continuos experimentos estéticos. Al igual que sus compañeros de generación de los nuevos cines, la directora arrasa con las pautas narrativas del realismo socialista, las que les pretendían imponer desde arriba, a través de una narrativa discontinua y fragmentada en mil pedazos. Un collage que se hace explícito incluso dentro de la propia película.
Chytilová, que comenzó a estudiar filosofía y arquitectura, carreras que acabó abandonando para ganar dinero como modelo, logró entrar en la FAMU, la escuela de cine y televisión de la Academia de Artes Escénicas de Praga, en 1957, cuando tenía 28 años. Un lugar de combate social y artístico en el que coincidió con sus también ilustres compañeros de generación: Miloš Forman, Jiří Menzel, Jan Nemec e Ivan Passer. Y empezó a dar guerra. Su trabajo de graduación, el mediometraje Strop (El techo, 1962), inspirado en su experiencia como modelo, fue calificado como una meditación feminista sobre la industria de la moda, la explotación de la mujer y el materialismo vacuo.
Con el endurecimiento del régimen checoslovaco tras la Primavera de Praga y la invasión rusa de 1968, compañeros como Forman, Passer y Jan Kadar decidieron marcharse a Estados Unidos ante la imposibilidad de componer películas en libertad. Y Chytilová fue silenciada. Sin acceso a cualquier tipo de ayuda para hacer cine, debió bregar con la censura y, cuando logró rodar, sus frutos no se promocionaron en festivales y hoy son prácticamente desconocidos.
El radicalismo artístico de Las margaritas, convertida con el tiempo en película de culto, es hoy uno de los paradigmas de aquellas obras que nacieron jóvenes y se mantienen igual de frescas con el paso de los años. Por su atrevido uso del color y de las texturas, configurando en las puntuales secuencias en blanco y negro unas preciosas variantes hacia los tintes verdes, naranjas, azules y malvas, gracias a la hermosa fotografía de Jaroslav Kucera, entonces pareja de la directora. Y, por supuesto, por su visión de las dos jóvenes mujeres, gamberras, petulantes e incluso perversas.
De todos modos, armada de una enorme ambigüedad, Chytilová acabó cargando también contra ellas, en una especie de reverso amargo que hace que la película termine como empieza: con la destrucción. Cuando un señor mayor que trabaja en su huerta, y del que pretenden carcajearse como hacen con todos, no les hace ni puñetero caso, las chicas no lo entienden e incluso llegan a preocuparse, en un estado anímico nuevo en la historia. Pero se reafirman: “¡Ese abuelo!”. Se sienten jóvenes, con toda la vida por delante, en una suerte de lo que hoy algunos llamarían edadismo y siempre fue la típica tontería adolescente. Y en el desenlace (si se puede llamar así al final de una película que rompe con toda narrativa), hay matices de sorprendente fábula moral. Su diatriba contra cualquiera se vuelve también contra ellas mismas, en una decisión de la directora checa de una gran coherencia con su ideario.
Quizá tuviera algo que ver su estricta educación católica, fe que abandonó, pero de cuyos códigos morales, según sus propias palabras, no logró apartarse del todo. O quizá también su poco complaciente feminismo, muy cercano al individualismo. “Soy una enemiga de la estupidez y la ingenuidad, tanto en hombres como en mujeres, y lo que he intentado es librarme de estos rasgos en mi espacio vital”, llegó a declarar. Lo cierto es que su vida artística se basó en la transgresión de cualquier tipo de código, y con Las margaritas legó una obra de un nihilismo que cabreó a unos cuantos poderosos, y divirtió a otros muchos por su insolencia. Seis décadas después, su rupturismo sigue vigente. También su arte. Como dice la frase con la que concluye Las margaritas: “Esta película está dedicada a las personas que solo se indignan ante una lechuga pisoteada”.