Al Pacino, memorias de un superviviente que escapó del Bronx gracias a su madre y triunfó como actor
En su libro, ‘Sonny Boy’, el protagonista de la saga ‘El padrino’ desmenuza una carrera pletórica en cine y teatro, y viaja emocionado y dolido a su juventud en su barrio neoyorquino
Alfredo James Pacino tenía que haber muerto a finales de los años cincuenta o a inicios de los setenta en algún callejón o en un apartamento del barrio neoyorquino del South Bronx. Como le ocurrió a sus tres mejores amigos: Cliffy, Bruce y Petey. Él mismo pasó hambre, durmió tirado en la calle o en sofás de conocidos en numerosas ocasiones, le pilló la policía tras algunas de las gamberradas cometidas por aquella pandilla de adolescentes (“Si queríamos comida, la robábamos. Nunca pagábamos nada. Hacer travesuras y huir de las...
Alfredo James Pacino tenía que haber muerto a finales de los años cincuenta o a inicios de los setenta en algún callejón o en un apartamento del barrio neoyorquino del South Bronx. Como le ocurrió a sus tres mejores amigos: Cliffy, Bruce y Petey. Él mismo pasó hambre, durmió tirado en la calle o en sofás de conocidos en numerosas ocasiones, le pilló la policía tras algunas de las gamberradas cometidas por aquella pandilla de adolescentes (“Si queríamos comida, la robábamos. Nunca pagábamos nada. Hacer travesuras y huir de las figuras de autoridad era nuestro pasatiempo”), saltó de una azotea a otra de los bloques de la avenida Bryant. Bebió (mucho) y se drogó (menos). Como todos ellos.
Al Pacino, que cumplió en abril 84 años, debería haber fallecido en aquel Nueva York de clase obrera, pero Sonny Boy, apodo que le puso su madre por una canción popular de Al Jolson, siempre ha salido adelante: el ganador de un premio Oscar (y candidato en otras ocho ocasiones), de dos Emmy, de dos Tony y del Obie ha triunfado gracias a su suerte, a que muchas noches su familia le llamaba a cenar —y sus amigos continuaban en la calle— y, sobre todo, a su descomunal talento, conjuntado con una cantidad ingente de energía. Por eso hoy es uno de los más grandes actores estadounidenses de todos los tiempos, y por eso sus memorias, Sonny Boy (Libros Cúpula, traducción de Elisabet Bruna), se leen como el diario de un superviviente, que, de paso, ha aparecido en filmes como El padrino, Serpico, Tardes de perros, El precio del poder, Atrapado por su pasado, El dilema, Glengarry Glen Ross, Un domingo cualquiera, El mercader de Venecia o El irlandés.
Si el libro comienza con un “Actuaba desde que era niño. Mi madre me llevaba al cine con solo tres o cuatro años [...]. No sabía que me estaba proporcionando un futuro. Enseguida me enganché a mirar a los actores en la pantalla”, acaba con “Si tengo suerte, si voy al cielo, quizá podré reunirme con mi madre allí. Lo único que quiero es la oportunidad de dirigirme hacia ella, mirarla a los ojos y simplemente decir: ‘Eh, mamá, ¿has visto cómo me fue?”. Pacino es hijo de Rose Gerardi, y la sombra de su madre cubre todas las páginas del volumen: “Fue ella quien puso límites, quien me alejó del camino que llevaba a la delincuencia, el peligro y la violencia, a la aguja, aquel placer letal llamado heroína que mató a tres de mis mejores amigos. Creo que ella me salvó la vida”.
El matrimonio Pacino se separó cuando su hijo tenía dos años, y Rose Gerardi se suicidó cuando Pacino tenía 21 años. “La tragedia de mi madre era la pobreza”. Pocos meses después, arrasado por la tristeza, falleció su abuelo materno, por lo que el actor asegura: “Tenía veintidós años y las dos personas más influyentes en mi vida se habían ido”. Eso le lanzó al precipicio. Casi una tercera parte de las 300 páginas de sus memorias, entre el bloque del inicio y el del final, está destinada a recrear y reflexionar sobre aquella vida en un Nueva York que le ha dejado profunda huella y que aún hoy sirve como refugio feliz en sus recuerdos cuando a Pacino, a ese Sonny Boy, le vienen mal dadas.
Sonny Boy es también una obra de autojustificación. Pacino lo usa para explicar por qué no fue a alguna ceremonia de los Oscar (a otras, como la gala en la que era candidato por Serpico, iba tan borracho que se durmió, y de los años setenta testimonia: “Estaba metido en las drogas y el alcohol, colocado e inmerso en una niebla”), a defenderse de su incomprensión por parte de Hollywood (que es mutua, él tampoco entiende la industria), a contraatacar contra su fama de conflictivo en los rodajes: “Como actor, tu interpretación es siempre un reflejo de cómo te sientes sobre determinadas cosas. No solo lo que está en el guion”. Y por ello en los rodajes fuerza a que se repitan tomas, da consejos a directores cuando siente que algo falla. Eso, cuando acepta un filme. Porque incluso se retiró en los ochenta... hasta que se le acabó el dinero: “A veces me llega un papel, y tengo una conexión con él, y hay algo, bum, bum, que me ronda [...]. Hay personajes que no sabría qué hacer con ellos ni en un millón de años”. Leyó el guion de La guerra de las galaxias, porque le tantearon para encarnar a Han Solo, y no entendió nada. También rechazó proyectos de Bergman, Bertolucci o Fellini: “Quería trabajar con ellos pero no podía hacer las películas que me ofrecían porque no conectaba con el papel”.
Su profesora de secundaria le animó a entrar en la High School of Performing Arts de Nueva York. “Siempre me sentía como en casa en el escenario”. A los 15 años ve una producción de La gaviota: “Era maravillosa [...]. Empecé a leer a Chéjov, se convirtió en un amigo”. Su carrera arrancó en el teatro, al lograr cierto nombre con El indio quiere el Bronx, con otra joven promesa, John Cazale. Y considera que se benefició de dos terremotos en la interpretación: primero, el que provocó Marlo Brando, que abrió la puerta a “Paul Newman, Ben Gazzara, Peter Falk, John Cassavetes...”. Y uno posterior: “Dustin Hoffman derribó del todo la puerta para los actores”. Cuando Pacino vio El graduado, pensó: “Es eso. Se acabó. Ha traspasado la barrera del sonido”.
En las páginas de las memorias —escritas en un inglés directo, muy Pacino (en los agradecimientos destapa parte de la magia, al nombrar en primer lugar a Dave Itzkoff, prestigioso periodista cinematográfico de The New York Times— el actor se detiene en El padrino, que le dio la fama, y en El precio del poder (Scarface), que considera la mejor película en la que ha trabajado en su vida.
Pacino escribe admirado sobre Francis Ford Coppola. Porque apostó por él, cuando solo tenía a sus espaldas un protagonista en el cine (Pánico en Needle Park). Confiesa que sus dos personajes favoritos son Michael Corleone y, en teatro, Shylock, de El mercader de Venecia. De El padrino los ejecutivos de Paramount estuvieron a punto de despedirle porque en las tomas diarias de las primeras semanas de rodaje veían a un tipo perdido y sin carisma. Justo el plan de Pacino para Michael, al que iría dotándole de personalidad según transcurriera la acción. Para contrarrestar el creciente descontento, Coppola reorganizó la filmación y, corriendo, rodaron durante 15 horas el asesinato, en un pequeño restaurante en Nueva York, de Sollozzo, el traidor, y del policía corrupto McCluskey. “Cuando Francis mostró la secuencia en el estudio, percibieron algo. Me mantuvieron en la película”. Y con todo, confiesa: “Me he pasado casi toda mi vida sin ver El padrino entera. No sé por qué”. Hasta una proyección que conmemoró el medio siglo de su estreno: “No hay una secuencia donde no haya dos o tres cosas ocurriendo al mismo tiempo. No hay ni un momento de aburrimiento. Me conmovieron muchas cosas”.
Pacino ha lidiado durante décadas muy mal con la fama. Dejó el cine a mediados de los ochenta, cansado, para centrarse en el teatro, y volvió a la gran pantalla un lustro más tarde, empujado por su mentor, Charlie Laughton, su amigo, el productor y durante un tiempo su representante, Marty Bregman, y por una actriz que le conoce bien, Diane Keaton, entonces su pareja. También porque se le acaba el dinero.
Lo mismo le pasó en 2011, cuando descubrió que su contable le había estafado: “Estaba arruinado. Pensaba que tenía 50 millones de dólares, y de repente no tenía nada. Tenía propiedades, pero no dinero”. Y gastos excesivos, como destinar 400.000 dólares anuales en una casa que no pisaba, o excéntricos viajes con sus, entonces, tres hijos. De ahí la racha de películas deplorables que encadenó, empezando por Jack y su gemela, de Adam Sandler.
En muchos párrafos, Pacino aún lucha contra su imagen de estrella de cine. Por eso se metió a producir y protagonizar en distintas épocas de su vida, tres filmes experimentales: La primera, The Local Stigmatic (1990). Elaine May, enorme actriz y cineasta, le aconseja: “Me ha gustado mucho. Pero no la enseñes nunca al público. No conoces tu fama, ni sabes cómo funciona”. Las otras dos, incluso, las dirige: Looking for Richard (1996) y Wilde Salomé (2011), en la que descubre al mundo a Jessica Chastain.
Pacino habla con cariño de sus amigos Martin Sheen, Robert De Niro y Johnny Depp. Sin embargo, Sonny Boy también puede leerse señalando la ausencias de muchos compañeros de trabajo o de personas cercanas en lo personal: de la madre de su primera hija no da ni su nombre; de la madre de sus gemelos, la actriz Beverly D’Angelo, una sola mención; cuando a otras parejas les dedica páginas. “Siempre he huido del matrimonio [...]. He sido muy tímido con las mujeres. No las enamoro ni las persigo”. O ni menciona filmes y filmes, algunos incluso de considerable calidad. Confiesa algún chascarrillo, como que casi se muere por culpa de la covid. Ama profundamente a sus hijos (el pequeño, Roman, nació en junio de 2023); y agradece haberse puesto de moda otra vez con Érase una vez... en Hollywood y El irlandés, y la existencia del teleprónter, que le permite recitar en escenarios sin memorizar los textos. “Es la cosa más fantástica que jamás haya visto en mi vida de actor”. Y que jamás se retirará: “Me preguntaron que qué me dirá Dios en las puertas del cielo, y contesté: ‘Espero que diga que los ensayos empiezan mañana a las tres de la tarde”.