Cambiar la vida, transformarla

Ahora casi todo en el planeta Tierra es “surrealista”, y el adjetivo no puede estar más desgastado

Inauguración de la exposición 'Surrealismo' en el museo Pompidou de París, en septiembre de 2024.TERESA SUAREZ (EFE)

Hoy se cumplen exactamente cien años y un día de la aparición en París del primer Manifiesto Surrealista. Lo escribió André Breton y algo o mucho habrán ya leído sobre este centenario. Entre lo más remarcable del Manifiesto está la apertura: “Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real, naturalmente, que la fe acaba por desaparecer”. Y así fue, y así ha sido, la fe desaparecida ha influido en ciertas mutaciones soc...

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Hoy se cumplen exactamente cien años y un día de la aparición en París del primer Manifiesto Surrealista. Lo escribió André Breton y algo o mucho habrán ya leído sobre este centenario. Entre lo más remarcable del Manifiesto está la apertura: “Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real, naturalmente, que la fe acaba por desaparecer”. Y así fue, y así ha sido, la fe desaparecida ha influido en ciertas mutaciones sociales y artísticas. Quizás por eso, el catálogo de la gran exposición del Pompidou de París sugiere una fusión entre Marx y Rimbaud. El primero habló de transformar el mundo, y el segundo de cambiar la vida. Dentro de la confusión general de los cambios, algo parece hoy claro: ahora casi todo en el planeta Tierra es “surrealista”, y el adjetivo no puede estar más desgastado, lo cual no deja de ser también surrealista.

En la exposición del Pompidou se combinan pinturas, dibujos, filmes, fotografías y documentos literarios. Cerca del 40% de las figuras seleccionadas son mujeres. Entre ellas, la hispano-mexicana Remedios Varo, Ithell Colquhoun, Dora Maar, Leonora Carrington, Unica Zürn, Leonor Fini… Y se presentan obras de los artistas más emblemáticos del movimiento, todos expulsados, oficialmente o no, por Breton al verse —digámoslo claro— superado por ellos.

El recorrido por el Pompidou acoge figuras literarias que inspiraron el movimiento (Lautréamont, Sade, Lewis Carroll) y los principios poéticos que estructuraron su imaginario (el sueño, la piedra filosofal, el bosque, el romanticismo, etc.). Y en el centro mismo de la exposición está el tambor que alberga el manuscrito original del Manifiesto, prestado por la Biblioteca Nacional de Francia. La exhibición de ese “documento único” está arropada por una proyección multimedia que arroja luz sobre su génesis y su significado y que por su grandeur puede recordarnos tanto a la máquina papal de expulsar infieles de Breton (a quien, eso sí, siempre le aplaudiremos Nadja, su novela sin novela) como a la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos con su Sena contaminado y la vida en rosa.

De tantos días surrealistas, cuando ya todo es ambiguo, dudoso, meramente aproximado y muy confuso, quedan las luces y las sombras. Y entre las sombras un sórdido suceso lateral que rescató del olvido Roberto Calasso y demuestra lo contaminado que nació el movimiento, algo nada extraño si, como decía Macedonio Fernández, “es indudable que las cosas no comienzan cuando se las inventa”.

El suceso tuvo lugar en el funeral de Anatole France, no mucho después del Primer Manifiesto. El cortejo fúnebre fue seguido por un grupo de surrealistas que lo ridiculizaban, que despreciaban la popularidad del escritor y su estilo momificado y le insultaban llamándole “cadáver literario” al unísono, a cada paso que daban. En la densa historia de las vanguardias —escribió Calasso— acaso nunca se alcanzó otro punto de bajeza comparable con este.

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