El veraneante clandestino

Mi amigo pasaba los meses de agosto por la costa con todo detalle sin la necesidad de abandonar Madrid

Una mujer revisa su teléfono móvil en la playa de Cabo de Gata, en Almería.Efe

Hubo un tiempo en que permanecer en agosto en Madrid sin salir suponía un desdoro sobre todo entre los vecinos de la escalera, que se iban a la playa con gran alborozo cargados de maletas. Un amigo mío obligado a quedarse solo en casa en agosto se salvó de esta afrenta inventando el veraneo clandestino. Para simular que también se había ido de vacaciones, cerró las ventanas y bajó las persianas. Previamente había hecho acopio de provisiones en el frigorífico para va...

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Hubo un tiempo en que permanecer en agosto en Madrid sin salir suponía un desdoro sobre todo entre los vecinos de la escalera, que se iban a la playa con gran alborozo cargados de maletas. Un amigo mío obligado a quedarse solo en casa en agosto se salvó de esta afrenta inventando el veraneo clandestino. Para simular que también se había ido de vacaciones, cerró las ventanas y bajó las persianas. Previamente había hecho acopio de provisiones en el frigorífico para varias semanas y, por lo demás, puso al mínimo el volumen de la radio y la televisión, dejó de usar por la noche la luz eléctrica y se acostumbró a moverse en la penumbra o en la oscuridad con una linterna. Mucha gente en Madrid hacía lo mismo, pero mi amigo no estaba dispuesto a perderse el veraneo y descubrió una nueva fórmula: veranear por teléfono.

Sucedió hace varios años. Sus amigos, unos famosos y otros menos conocidos, en agosto se hallaban repartidos por distintos lugares de la costa. Ningún problema. Tenía libros, un ventilador y un teléfono con su agenda al día. Si quería veranear en la Costa Brava se limitaba a llamar a Vázquez Montalbán para que le contara cómo lo estaba pasando. Probablemente se encontraba en su masía de Cruilles en el Ampurdán y ese día soplaba la tramontana, pero le decía que solía ir a Calella de Palafrugell a bañarse y que ese verano también pensaba asistir a la fiesta que todos los años montaba Pere Portabella para reunir a un centenar de amigos, poetas, sociólogos, editores, cineastas, pintores, arquitectos, políticos en torno a un suquet de peix que se había hecho famoso hasta el punto de que si no eras invitado no existías. Sin necesidad de abandonar Madrid se sentía partícipe de aquel sarao. También podía veranear en Menorca con solo llamar por teléfono a Joan Manuel Serrat, quien a petición de este amigo el autor de Paraules d´amor le describía con todo pormenor los yates y veleros que entraban en el puerto de Mahón. Si deseaba veranear en Calafell llamaba a Juan Marsé o a Carlos Barral.

Cerrado en casa a cal y canto, bajo el zumbido del ventilador, alguna tarde conectaba con Miguel, un librero que veraneaba en Xabia, y por lo que este le contaba sentía que el Mediterráneo acababa de subir por la escalera hasta romper con el oleaje a los pies del sofá. El librero le hizo saber con detalle que días pasados había caído un aguacero que se lo había llevado todo por delante, pero ahora el cielo estaba lívido con una puesta de sol violeta y los árboles recién lavados albergaban de nuevo a las chicharras. Lo demás era una sucesión inacabable de invitaciones a cenas, copas y más cenas, y mi amigo agradecía que le contara su agenda social con todo detalle, pero se sentía feliz por no tener que asistir a ese trajín salvo desde la distancia y sin quitarse el pijama.

Hubo un tiempo en que mi amigo era alguien en Puente Romano de Marbella, en las mejores tascas de Puerto Banús tenía la reserva asegurada con solo pronunciar su nombre, se recordaba a sí mismo con un bronceado torrefacto que era la envidia de los amigos cuando regresaba a Madrid. Pero ahora las fiestas de Marbella le parecían una reunión de espectros. En cambio, si quería veranear en Benidorm, en Mojácar o en Marbella no tenía más que descolgar el teléfono. Le gustaba que una amiga periodista que veraneaba en Vera le describiera lo que había comido en el chiringuito, seis sardinas asadas con un vino blanco, y cómo después se había quedado dormida bajo la sombrilla con toda la brisa en la cara.

A los amigos de las rías de Galicia les llamaba al caer la tarde. Sabía que las puestas de sol allí sobre el mar eran largas, infinitas. Conectaba con el cineasta Manolo Gutiérrez Aragón, hospedado en La Toja, para que le contara cómo era ese crepúsculo. Después estaban a su alcance los amigos que veraneaban en Comillas, en los pueblos verdes y húmedos de Cantabria. Los imaginaba paseando por los senderos húmedos con las mangas del jersey cruzado sobre el pecho bajo el mugido del ganado.

Encerrado en su habitación, bajo el sopor de la canícula, tenía a su disposición toda clase de brisas, amaneceres, fiestas, cenas, paseos, baños nocturnos en el mar, verbenas y canciones. Y así llegó el final de agosto. De pronto un día oyó gritos de niños en la escalera y portazos en los rellanos. Los vecinos habían regresado de vacaciones con la piel macerada de sol, con arena entre los dedos de los pies. Entonces mi amigo aún dejó pasar una semana con el piso hermético para simular que todavía estaba en la costa, pero al final subió las persianas, abrió las ventanas y puso la radio y la televisión a todo volumen, comenzó a saludar a los vecinos y a quien le preguntaba le decía que había veraneado en lugares tan increíbles que ni siquiera estaban en el mapa.

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