El talento apacible de Lahav Shani triunfa en el Festival de Lucerna

El joven músico israelí imparte lecciones de humildad y buen hacer en dos conciertos muy diferentes al frente de la Filarmónica de Múnich, la orquesta de la que será director titular a partir de 2026

El director israelí Lahav Shani durante el concierto que ofreció al frente de la Filarmónica de Múnich en el KKL de Lucerna el pasado jueves.PETER FISCHLI

Situada estratégicamente en un período en el que aún no han cerrado sus puertas los últimos festivales de verano y cuando están a punto de comenzar –o ya lo han hecho– las nuevas temporadas de conciertos, la gran cita estival de Lucerna se aprovecha de ambas circunstancias para asegurarse la presencia de la flor y nata de las mejores orquestas internacionales, casi siempre con programas ya rodados de antemano en otras ciudades o recién ofrecidos en sus sedes habituales, como suele ser el caso de los Berliner Philharmoniker tras su parón vac...

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Situada estratégicamente en un período en el que aún no han cerrado sus puertas los últimos festivales de verano y cuando están a punto de comenzar –o ya lo han hecho– las nuevas temporadas de conciertos, la gran cita estival de Lucerna se aprovecha de ambas circunstancias para asegurarse la presencia de la flor y nata de las mejores orquestas internacionales, casi siempre con programas ya rodados de antemano en otras ciudades o recién ofrecidos en sus sedes habituales, como suele ser el caso de los Berliner Philharmoniker tras su parón vacacional, que pasan casi directamente de la Philharmonie berlinesa de Hans Scharoun al KKL diseñado por Jean Nouvel a orillas del lago de Lucerna.

En el tramo final de la edición de este año se han confiado dos conciertos a la Filarmónica de Múnich bajo la batuta de quien está ya designado, y así se anunció oficialmente en 2023, como su director titular a partir de la temporada 2026-2027: el israelí Lahav Shani. La agrupación bávara llevaba descabezada desde que, a poco de iniciada la invasión rusa de Ucrania, decidió rescindir fulminantemente en 2022 el contrato de Valeri Guérguiev, un director muy cercano y poco menos que al servicio de los dictados de su íntimo amigo Vladímir Putin, por lo que se negó a condenar públicamente la agresión. Dos meses después de que Shani debutara con la Filarmónica de Róterdam en 2016, la orquesta lo eligió como su nuevo director titular a partir de la temporada 2018-2019. Y, desde 2020, se puso también oficialmente al frente de la Orquesta Filarmónica de Israel, comandada durante medio siglo por Zubin Mehta, convirtiéndose con ello en el primer israelí de nacimiento que ostentaba semejante responsabilidad en la que fuera bautizada originalmente (luego se volverá brevemente sobre ello) como la Orquesta Sinfónica de Palestina.

Un gesto característico de Lahav Shani durante el concierto del viernes por la tarde en el KKL de Lucerna. Manuela Jans | Lucerne Festival

No puede dejar de repararse en los paralelismos con otro joven talento que ha dirigido también este año en Lucerna (a su Orquesta de París y, por primera vez, a la propia Orquesta del Festival): Klaus Mäkelä. En junio de 2022, la Real Orquesta del Concertgebouw (también descabezada desde el escándalo desatado por el supuesto comportamiento inadecuado de Daniele Gatti en 2018, en pleno #MeToo) hacía público que el astro finlandés sería su nuevo titular a partir de la temporada 2027-2028, la misma en que pasará a ocupar idéntico puesto en nada menos que en la Sinfónica de Chicago, tal como reveló la propia orquesta estadounidense el pasado mes de abril. Algo ha tenido que cambiar en el universo orquestal para que dos directores de 35 (Shani) y 28 años (Mäkelä) sean objeto de deseo y amores poco menos que a primera vista de agrupaciones centenarias, dispuestas incluso a esperar varios años hasta que sus elegidos se liberen de compromisos previos. Y ello, además, en una profesión que, más que poder enseñarse, solo puede aprenderse, como la traducción, a fuer de practicarla incansablemente. Es como si las tornas de siempre se hubieran invertido y ahora hubiera que acuñar un nuevo adagio que afirmara algo así como que la titularidad de las mejores orquestas del mundo no es opción para viejos.

A Lahav Shani no lo acompaña, es cierto, el enorme aparato mediático que rodea desde sus primeras conquistas a Klaus Mäkelä. Sí ha contado, como es público y notorio, con dos valedores, o mentores, excepcionales: el ya citado Zubin Mehta y su íntimo amigo Daniel Barenboim. Pero la disparidad de sus imágenes públicas puede deberse, más allá de factores externos, a las personalidades tan diferentes de uno y otro. El fulgor, las candilejas y la velocidad no parecen el territorio natural de Shani, que ha construido su carrera con más calma y no necesariamente con menos talento que su colega finlandés. Contrabajista en sus orígenes, ha demostrado ser también un pianista de campanillas aun en partituras técnicamente exigentísimas y ha pisado ya los podios de las principales orquestas del mundo. Pero como hombre tranquilo que parece ser, ha hecho todo ello sin armar mucho ruido y, más importante aún, sin defraudar nunca, como cuando sustituyó en el último momento a un indispuesto Kirill Petrenko en el Concierto de Nochevieja de los Berliner Philharmoniker en 2021.

El pianista portugués Francisco Morais Menendes, la flautista australiana Phoebe Bognár y el percusionista español Santiago Villar Martín tras su concierto ofrecido en la Luzerner Saal el pasado jueves.PETER FISCHLI

Shani renuncia al frac, o al esmoquin, y ha salido al escenario del KKL jueves y viernes como siempre suele hacerlo: con un sencillo traje oscuro y una camisa blanca desabotonada en el cuello (Mäkelä, más celoso de su aspecto, prefiere atuendos formales y chaquetas cruzadas, aunque también optó por dirigir aquí a la Orquesta del Festival de Lucerna sin corbata o pajarita). El israelí tampoco usa batuta y es imposible atisbar en sus maneras o sus movimientos un solo gesto autoritario, gratuito o innecesario. Parece centrar toda su atención en dos aspectos: el carácter de la música en cada momento y la precisión rítmica. No es de esos directores obsesionados por marcar todas las entradas o prodigar ademanes más de cara a la galería que dirigidos realmente a sus instrumentistas. Él no busca imponerse, deja tocar y resulta muy fácil hacerlo con él sobre el podio. Sorprende quizá ver que sus dos brazos tienden a moverse a la par, poco independizados uno de otro, pero, al contrario de lo que sucede con otros directores (mejor no dar nombres), existe siempre una correlación perfecta entre lo que pide a la orquesta y lo que esta toca, es decir, lo que realmente suena.

Su concierto del jueves fue una rara avis en un festival generalista, ya que interpretó dos obras del siglo XX y otras tantas del siglo XXI, ambas recientísimas, todas probablemente primeras audiciones para el público que acudió en un número razonable al KKL. Ello se explica por la creciente vocación contemporaneísta del Festival de Lucerna, ratificada inmediatamente antes por un breve concierto gratuito en el que tocaron tres galardonados con el premio Fritz Gerber: el percusionista español Santiago Villar Martín, la flautista australiana Phoebe Bognár y el pianista portugués Freancisco Morais Menendes (que se atrevió con la Sequenza de Berio). En este caso, además, el concierto formaba parte de la serie räsonanz – Stifterkonzerten de la Fundación Ernst von Siemens. Por ello la primera parte se abrió con una composición de la coreana Unsuk Chin, flamante galardonada este año con el prestigiosísimo Premio de Música que concede la fundación alemana, mientras que la segunda lo hizo con un encargo realizado al compositor israelí Michael Seltenreich por las Filarmónicas de Israel y Múnich y el Festival de Lucerna, si bien financiado asimismo por la propia Ernst von Siemens Stiftung. Un clásico del siglo XX, el concierto para violín L’arbre des songes de Henri Dutilleux, y una obra apenas conocida, la Sinfonía núm. 1 de Paul Ben-Haim, completaban un programa valiente y decididamente inusual.

El violinista Renaud Capuçon durante la interpretación de ‘L’arbre des songes’ de Henri Dutilleux junto con la Filarmónica de Múnich y Lahav Shani.PETER FISCHLI

Curiosamente, fue Klaus Mäkelä quien estrenó subito con forza, de Unsuk Chin, el 24 de septiembre de 2020 en el Concertgebouw de Ámsterdam (y volverá a dirigirla en Madrid a su futura orquesta el próximo 28 de enero). Compuesta “con motivo del 250º aniversario del nacimiento de Beethoven”, ya el arranque mismo, con esa nota Do al unísono tocada por la cuerda fortissimo y respondida por viento, percusión (vibráfono y marimba) y piano, recuerda inevitablemente al comienzo de la obertura de Coriolano, del mismo modo que un pasaje posterior rememora claramente un pasaje fundamental de la obertura Leonore núm. 3. Con su brevísima duración en torno a cinco minutos, subito con forza es una inusual fanfarria que encontró su inspiración en los cuadernos de conversación de Beethoven, en concreto en la siguiente anotación: “Dur und Moll. Ich bin ein Gewinner” (“Mayor y menor. Soy un ganador”). Lo que más atrae a Chin de la música del alemán son “los enormes contrastes: desde erupciones volcánicas hasta una extrema serenidad”, una dicotomía que hace suya desde los primeros compases de su partitura, que acoge nuevos guiños a otras obras beethovenianas, como la Sinfonía núm. 5 o los dos últimos Conciertos para piano. Shani la dirigió con un dominio absoluto de las dinámicas y con su característica maestría rítmica.

L’arbre des songes fue la música de mayor enjundia del concierto y tuvo en Renaud Capuçon a un perfecto conocedor de la obra (la grabó en 2002), que tocó quizás incluso con el mismo violín, un Guarneri, con que la estrenara Isaac Stern en París en 1985. No posee el francés la potencia sonora del estadounidense (quizá su única mácula), pero sí su radiante expresividad y su técnica omnímoda, imprescindible en una partitura exigentísima, concebida por Henri Dutilleux como una obra “que se despliega un poco a la manera de un árbol, porque hay una lírica del árbol cuyas ramificaciones se multiplican y se renuevan constantemente”. Así, la suerte de improvisación inicial del violín reaparece en varias ocasiones, casi como un eterno retorno, con los interludios orquestales (puntillista el primero, monódico el segundo y como un crescendo constante el tercero, que se abre con el violín reafinando literalmente las cuerdas de su instrumento) sirviendo de puentes entre movimientos a fin de no interrumpir lo que el compositor llama el “encantamiento”. El uso del cimbalom como un instrumento de percusión más y, sobre todo, el diálogo entre el violín y el oboe d’amore en el tercer movimiento (una de las cimas expresivas de la literatura concertante de la segunda mitad del siglo XX) dan fe de la extrema originalidad del compositor francés, que ha logrado situar tanto este como Tout un monde lointain… (la obra que escribió para Mstislav Rostropóvich) entre los conciertos más interpretados del pasado siglo. Shani y Capuçon han tocado juntos en trío junto con Kian Soltani, se conocen muy bien y cuesta imaginar una interpretación más poética o intensa que la que ofrecieron.

Lahav Shani tocando la parte solista del Concierto BWV 1054 de Bach.Manuela Jans | Lucerne Festival

A su lado, tras el descanso, The Prisoner’s Dilemma, la nueva obra de Michael Seltenreich estrenada el pasado 3 de julio en Haifa (y presentada por él mismo en el escenario del KKL como una reacción íntima y personal al ataque de Hamás en territorio israelí el pasado 7 de octubre) pareció excesivamente simple, ingenua incluso. Dividida en tres movimientos (que simbolizan pasado, presente y futuro, siempre en torno a la fatídica fecha), es difícil percibir en ella la conexión con el título (un clásico de la teoría de juegos) o la utilidad de algunos recursos técnicos desplegados en la partitura (los semiarmónicos, los cuartos de tono o la presión excesiva del arco sobre las cuerdas). Es quizás en el último movimiento, que va apagándose lentamente, donde Seltenreich logra prender más nuestra atención, pero el conjunto suena elemental, por excelente dirigida que estuviera por su amigo.

El gran descubrimiento del programa fue la Sinfonía núm. 1 de Paul Ben-Haim, nacido en 1897 en Múnich con el nombre de Paul Frankenburger. La llegada de los nazis le hizo huir, aún a tiempo, de Alemania, siguiendo el mismo camino que tomaría después Bronisław Huberman, el extraordinario violinista polaco que fundó en 1936 la Orquesta Sinfónica de Palestina, que cambiaría su nombre por el de Filarmónica de Israel tras la fundación del Estado hebreo en 1948. Leer estos cambios de nombres en medio de los horrores actuales en Oriente Próximo (y del escenario político alemán) invita a muchas reflexiones. El propio Lahav Shani ha sido el encargado de editar la partitura de su compatriota para el Instituto de Música de Israel y la ha grabado también con la Filarmónica de su país. A tenor de lo escuchado el jueves puede afirmarse que esta música tan desconocida no ha podido encontrar un mejor abogado, porque, aunque presenta una excelente factura, él la engrandece y la presenta con una convicción admirable. Escrita en un lenguaje posromántico, a medio camino entre un Mahler sin excesos y un Korngold con frecuentes dejos orientales y referencias perceptibles al folclore judío, la obra parece una música muy íntima, muy sincera, muy personal (está dedicada a la memoria de su padre, Heinrich Frankenburger: Ben-Haim, el apellido que adoptó tras instalarse en Palestina, significa “hijo de Heinrich”), que posee méritos más que sobrados para encontrar un hueco en el repertorio. Quizá para que todos saliéramos del KKL con este recuerdo auditivo y no con otro más banal, Lahav Shani –aplaudidísimo– no ofreció ninguna pieza fuera de programa, como tampoco lo había hecho Capuçon al final de la primera. Fue un concierto reivindicativo, moderno, en el que no parecía haber lugar para los gestos más tradicionales. En los saludos habituales a los primeros atriles de la sección de cuerda, Shani se desplazó expresamente hasta el lugar que ocupaban los contrabajistas –sus antiguos colegas– para estrechar también su mano.

Lahav Shani dirige la Novela Sinfonía de Bruckner a la Filarmónica de Múnich el viernes por la tarde en el KKL de Lucerna. Manuela Jans | Lucerne Festival

Los buenos observadores repararían a buen seguro en que, en el concierto del viernes, el director israelí decidió situar a los ocho contrabajistas de la Filarmónica de Múnich alineados en el centro de la tarima más elevada del escenario. Se trataba sin duda de un guiño a la ubicación habitual de esta sección de los Wiener Philharmoniker en la Musikverein de la capital austríaca. Lo hizo solo en la segunda parte, en la que dirigió la incompleta Sinfonía núm. 9 de Bruckner. Antes tocó el Concierto BWV 1052 de Bach, no por casualidad en la misma tonalidad que la sinfonía: Re menor. Con una sección de cuerda muy reducida (6/6/4/4/2 frente a 15/14/12/10/8 en la obra de Bruckner), Shani dejó claras tres cosas: que es un extraordinario pianista, que es genuinamente modesto y que es, por encima de todo, un grandísimo músico, con enormes capacidades para todo cuanto acomete, aunque jamás alardea de ellas.

Su Bach fue expresivo, pero siempre en estilo, sin apenas dirigir a su orquesta más allá de algunas miradas fugaces o mínimos gestos en comienzos o finales y antes de las cadencias. Sin valerse del pedal, con una pulsación limpia y precisa, la cuerda tocó también con golpes de arco cortos, casi siempre en la punta, y una articulación nítida en todo momento: nada que reprochar a una interpretación con instrumentos modernos en las que se entendió todo. Tampoco aquí Shani tocó propina alguna a pesar de los persistentes aplausos: de músicos y público por igual. Y, tras el descanso, la Novena de Bruckner, que orquesta y director venían de interpretar en la Isarphilharmonie de Múnich el 4 de septiembre, el día exacto en que se conmemoraba el bicentenario del nacimiento del compositor.

Por fortuna, Shani hizo tabla rasa de la aún reciente tradición bruckneriana de la Filarmónica de Múnich cincelada por Sergiu Celibidache. Ni intentó imitar al rumano (una tentativa suicida), ni se acercó siquiera a remedar tampoco sus tempi (en torno a una quinta parte más lentos que los del israelí: seis minutos más largo el primer movimiento, tres el segundo y cinco el tercero). Deben de quedar también en la orquesta muy pocos instrumentistas de aquellos tiempos gloriosos de la formación bávara, por lo que Shani decidió empezar a dibujar sobre un lienzo en blanco y lo hizo, de nuevo, de una manera especialmente orgánica, recurriendo una y otra vez a su gesto más característico: mover repetidamente ambos brazos de abajo arriba, como si estuviera desenterrando poco a poco una música que emerge y va tomando cuerpo y forma poco a poco, algo muy pertinente al comienzo de la sinfonía, que parece surgir literalmente de la nada, que el israelí plasmó gráficamente con un larguísimo silencio antes de hacer un solo gesto (a esa misma nada, aunque inevitablemente diferente de la anterior, se regresará en el último acorde de la partitura: Shani volvió a plasmarlo gráficamente y así supo entenderlo todo el público). Con un sentido arquitectónico prodigioso, el israelí hizo bascular los tres movimientos sobre las dicotomías que animan toda la obra: calma y lirismo versus agitación, fe versus duda, aceptación versus rebeldía.

Sin efectismos, dejando siempre respirar a cada frase, con la mirada puesta en los trazos largos, con los silencios cumpliendo una función crucial (el más elocuente de todos fue el último antes de la coda del Adagio, en el compás 206), orquesta y director transmitieron el carácter agónico de una partitura visionaria que dejó truncada la muerte del compositor. Lo escuchado en el KKL el viernes, en una tarde invernal en Lucerna, con lluvia, granizo y bajísimas temperaturas para esta época del año, pero que permitió ver también un doble arcoíris sobre el lago de Lucerna pocos minutos antes del comienzo del concierto, calentó sin duda a los asistentes al concierto, además de dejar muchas preguntas en el aire. Y superó en todos los sentidos imaginables a la muy pobre versión dirigida en la misma sala por Franz Welser Möst a la Orquesta de Cleveland en 2022. Vistos los precedentes, nadie esperaba ninguna pieza fuera de programa tras esta música desesperada: y no la hubo, por supuesto. Con semejante músico al frente, y tras varios años de orfandad, a la Filarmónica de Múnich, plagada de excelentes solistas (como los concertinos Julian Shevlin y Naoka Aoki, el flautista Herman van Kogelenberg o el trompista chileno Matías Piñeira), le esperan muchos días de gloria con este joven israelí que irrumpió en la escena internacional cuando se alzó vencedor en el Concurso Gustav Mahler de Bamberg en 2013 y que, en poco más de una década, ha conquistado ya, sin hacer ruido, a las mejores orquestas del mundo. Y le sobran los méritos y el talento para ello.

La Villa Senar que se hizo construir Serguéi Rajmáninov a orillas del lago de Lucerna. DENKMALPFLEGE KANTON LUZERN/PRISKA KETTERER

Nada tiene que ver el final redentor de Parsifal de Wagner con el desgarramiento, casi nihilista, que transmiten muchos compases de la última sinfonía de Bruckner, uno de sus más enfervorecidos admiradores. Y el recuerdo del autor de Tristán e Isolda (concluida en 1859 en Lucerna) viene al pelo para recordar que esta ciudad suiza ha añadido un atractivo más a sus muchos reclamos, tanto naturales como culturales. No hay wagneriano que no haya peregrinado hasta aquí para visitar Tribschen, la villa a orillas del lago en la que quedó culminada la composición de Los maestros cantores de Núremberg o se retomó la de El anillo del nibelungo, y en cuya escalinata Wagner regaló a Cosima el estreno del Idilio de Sigfrido el día de Navidad de 1870. Pues a orillas del mismo lago, en la península de Hertenstein, muy cerca de Weggis, a media hora en barco desde el muelle junto al KKL, por fin puede visitarse la residencia de verano que se construyó Serguéi Rajmáninov en una imponente parcela que adquirió en 1930 frente al monte Pilatus. Villa Senar –un nombre formado a partir de las dos primeras letras del nombre del compositor ruso y del de su mujer Natalia, más la primera letra de su apellido– fue adquirida a los herederos del músico por el Cantón de Lucerna en 2021 y se reabrió, tras una impecable renovación, el año pasado, cuando se conmemoró el sesquicencentario del nacimiento del compositor. El austero edificio –estilo Bauhaus en estado puro– se conserva en perfecto estado, con acrónimos del nombre y el apellido de Rajmáninov visibles por doquier (mantelería, cubertería, toallas, puertas…), y no hay que olvidar que aquí nacieron la famosa Rapsodia sobre un tema de Paganini y la Tercera Sinfonía, o que por aquí pasaron muchas de las grandes luminarias musicales de la época. El enclave privilegiado, los amplios jardines, el valor arquitectónico del edificio, la belleza de la decoración original, el piano construido expresamente para el compositor por Frederick Steinway, ubicado en su estudio: todo invita a visitar este perfecto contrapunto de Tribschen, dos refugios de felicidad para sus afortunados moradores.

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