Aquel verano de... Ignacio Peyró: la primera cerveza con la monitora

El escritor se apuntó en 1994 a un campamento en Austria para aprender alemán, y por un error administrativo terminó en un campamento de “chicos difíciles”

Lago Gösselsdorfe, en Carintia (Austria), cerca de donde estuvo el autor.Imago / Alamy Stock Photo (Alamy Stock Photo)

El alemán era el chino de la época y aquel verano yo iba a ir a aprenderlo a un campamento en Austria. Era 1994 y, a mis 14 años, me moría de las ganas: solo con decir “Austria” ya me imaginaba paseos a caballo sobre paisajes idílicos y alpinos, en compañía de amazonas no menos idílicas ni alpinas. Llegado el día, la realidad se mostró menos risueña. Por algún error administrativo, terminé en un campamento, sí, pero de “chicos difíciles”: muchachos con un paisaje vital complicado, que en lugar de haber nacido con un ...

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El alemán era el chino de la época y aquel verano yo iba a ir a aprenderlo a un campamento en Austria. Era 1994 y, a mis 14 años, me moría de las ganas: solo con decir “Austria” ya me imaginaba paseos a caballo sobre paisajes idílicos y alpinos, en compañía de amazonas no menos idílicas ni alpinas. Llegado el día, la realidad se mostró menos risueña. Por algún error administrativo, terminé en un campamento, sí, pero de “chicos difíciles”: muchachos con un paisaje vital complicado, que en lugar de haber nacido con un pan bajo el brazo, tal vez habían nacido con síndrome de abstinencia y a los que había que arrancar de las sombras a la luz.


El propósito era noble: el lugar, no tanto. Ya el nombre del pueblo, Mökriach —Mukriaj—, era acogedor como el graznido de un cuervo. Y nuestro caserón, infestado de unas avispas del tamaño de buitres leonados, estaba rodeado de esos maizales monótonos donde no puede ocurrir nada bueno y un bosque de esos donde solo pueden ocurrir cosas inquietantes. Más inquietante, sin embargo, que la geografía física era la humana: el guardés que conducía un Lada Samara color marrón, o esos cocineros que, por las tardes, se daban a las cartas y el schnapps hasta que el griterío se convertía en riña. Solo la escasez de las raciones, pienso ahora, nos debió de evitar la salmonela.

Para colmo de males, el campamento era de chicos, pero Alá, en su infinita misericordia, había dispuesto que, por lo menos, hubiese alguna monitora. La nuestra, Edith, al cargo de los medianos, era una chica rubia salpimentada de pecas: seguramente sus mejores momentos en el campamento fueron aquellos en los que, entregada al sueño, descansaba de nosotros. Los mayores, que eran por supuesto los malotes, tenían a Markus, quien les permitía saltarse el habitual control hormonal de estos campamentos —fútbol, deportes, etcétera— y pasar el día entregados al tabaco y la melancolía adolescente. La monitora de los pequeños se llamaba Socke —calcetines— porque en verano iba descalza. Era hippy.

Muchas mañanas nos llevaban, supongo que para matarnos de aburrimiento, a un lago que tenía acordonada una zona donde remojar nuestro tedio. A veces, para entretenerme, me iba a fumar hasta la caseta de los baños”

Muchas mañanas nos llevaban, supongo que para matarnos de aburrimiento, a un lago que tenía acordonada una zona donde remojar nuestro tedio. A veces, para entretenerme, me iba a fumar hasta la caseta de los baños. Allí había un porche donde sentarse y una vez coincidí con Socke y después no nos importó coincidir algunas veces más. A ella le gustaba quedarse a la sombra, fumando uno tras otro unos pitillos que se llamaban Parisiennes. Tenía unos pies bonitos: el único efecto aparente de vivir descalza era que, al salir de la casa, caminaba algo más despacio, pero incluso esto tal vez fuera por sus ritmos tranquilos de vivir. Creo que le había hecho gracia verme una camiseta de John Lennon, quien, según me dijo, “Really Wanted a Better World”. Yo entonces no había descubierto la filosofía política de don Antonio Cánovas del Castillo y todo aquello —Socke, el hippismo, la paz en el mundo— no me podía parecer mejor. Con ella solía hablar en inglés, pero por las noches, mientras alguien luchaba con la guitarra, cantábamos de un libro alemán llamado Wir wollen Frieden für alle Zeiten (Queremos paz para siempre), que luego me dedicó y que conservé durante años. La “o” de su firma era el signo de la paz.

El gran proyecto de los medianos en el campamento era construir una cabaña, sin más designio que irnos allí a cenar y pasar la última noche. En el mundo debe de haber una inercia natural para que las cosas salgan adelante, un prejuicio a favor de la actividad, porque costaría encontrar tropa más perezosa y menos disciplinada que nosotros: aquello nos llevó días. Ya a esa edad el entusiasmo no era mi fuerte, pero —siendo el mayor del grupo— no podía boicotear el proyecto. Desde el principio dejé claro, eso sí, que yo velaría su sueño, por fin solo, desde la paz de mi litera. Terminada la cena, hice así.

Esos días últimos los recuerdo con más libertad: quizá, como iba a acabar todo, no pasaba nada por suavizar la disciplina. Llegamos, un par de tardes, a ir al pueblo, e incluso entramos en algún bar: era el segundo año que sonaba Mädchen. Al volver a las literas no desaproveché para unirme a los mayores, que estaban —indicando, como siempre, quién mandaba en el cotarro— en el banco frente a la casa. Me extrañó no ver a Socke y pensé: “Ya no la veo”. Al rato salió: estaba fumando en un cobertizo que había detrás y me llevó con ella. La noche fue pasando y, en un momento dado, nos quedamos solos ella y yo. Ahora tendría que decir “y entonces nos besamos”, pero ella era mayor y yo un criajo y no nos dimos ningún beso. Pero algo importante sí me dio: la primera cerveza de mi vida.

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