Aquel verano de... Sara Barquinero: del amigo nazi y el hombre malo
La escritora relata cómo en 2011, con 17 años, se vio envuelta en una historia de violencia juvenil en Zaragoza, en un agosto muy caluroso
Durante mi adolescencia fui muy amiga de un nazi asturiano en un foro del metal. Al principio yo no entendía bien qué era ser un nazi, me parecía más bien un personaje de Palahniuk: tenía una colección de cuchillos de la II Guerra Mundial, sufría mucho, lo despedían frecuentemente del trabajo.
En el verano de 2011, con 17, ya era consciente de qué significaba, de que lo rechazaba y de que podía ser peligroso, pero justo el nazi...
Durante mi adolescencia fui muy amiga de un nazi asturiano en un foro del metal. Al principio yo no entendía bien qué era ser un nazi, me parecía más bien un personaje de Palahniuk: tenía una colección de cuchillos de la II Guerra Mundial, sufría mucho, lo despedían frecuentemente del trabajo.
En el verano de 2011, con 17, ya era consciente de qué significaba, de que lo rechazaba y de que podía ser peligroso, pero justo el nazi decidió pasar por Zaragoza y quiso verme “aunque fuese un momento”, por los viejos tiempos (unos tres o cuatro años). Era cierto que habíamos pasado muchas horas ayudándonos mutuamente con nuestras angustias, así que no me quedó más remedio que acceder. Además, él había quedado con unos conocidos míos de los ambientes oscuros de la ciudad, blackers (en retrospectiva, también un poco nazis).
Acudí con un amigo, Juanki. Era un estudiante de artes, delgaducho, que siempre llevaba un lápiz en la mano y claramente homosexual. Decidió estar callado todo el tiempo para ocultar esto último, porque el nazi era un skinhead de película y en los escasos minutos que pasamos con él empleó el sintagma “partir piernas” con una frecuencia innecesaria. Ilustraba una historia “con unos moros de su barrio” a los blackers, que le reían la gracia. Desaparecimos enseguida, pero quisiera detenerme unos segundos para alabar nuestra fe, ya fuera en el nazismo o en el metal, pues todos íbamos vestidos de riguroso negro y con unos cuantos accesorios metálicos pese a los cuarenta grados secos de Zaragoza.
Ese verano fue turbulento. Yo estaba enamorada de un hombre malo que no me trataba bien, lo que dio lugar a algunas de las escenas más escabrosas de mi adolescencia, fuese por el chico en sí o por las cosas que yo hacía para distraerme o llamar su atención. Una de las cosas que hizo ese hombre fue acostarse con una amiga nuestra, Alba, que tenía novio, novio que decidió esperar a mi hombre malo a la salida de nuestro bar habitual y propinarle un ¿merecido? palizón como venganza. Alba decidió cortar con él, que enloqueció y empezó a acosarla. Ese agosto se compuso de: neurosis severa por la persecución del novio; preocupación por Alba mezclada con rabia soterrada (se había acostado con mi hombre malo); visitas a casa de dicho hombre malo (desde el palizón, no quería salir a la calle) para consolarlo en sus ataques de ansiedad y llanto… Además, me había quedado Inglés y no estaba estudiando nada.
Una noche, Juanki y Alba decidieron salir y se encontraron con el temible novio despechado en nuestro bar habitual. Al verlo, echaron a correr, pero los alcanzó enseguida. En un golpe de miedo o audacia, Juanki se defendió clavándole el lápiz en el cuello hasta atravesarle la piel. Después, acudieron a la comisaría más cercana, o al hospital, no recuerdo. Allí se encontraron de nuevo con el novio despechado, que al fin y al cabo tenía motivos para visitar ambas instituciones, pues le habían practicado una violenta traqueotomía (esto tampoco lo sé, pero suelo imaginármelo con el lápiz de Juanki todavía colgando).
De esto me enteré al día siguiente, por Juanki o Alba. Esa noche, el novio despechado me llamó por teléfono fijo. No sé qué quería lograr, pero intentó hacer un paralelismo entre nosotros (los despechados) y los crueles traidores (Alba y el hombre malo), me sugirió que quedásemos, podía venir en coche a buscarme. Yo le colgué, revuelta, y entonces encendí el ordenador, donde me esperaba un mensaje del nazi. De vez en cuando aún me escribía, aunque apenas le contestaba. Esa noche necesitaba hablar con alguien (el hombre malo y yo volvíamos a estar peleados), así que acabé contándoselo todo. Hizo las preguntas adecuadas y, por un instante, se restauró nuestra añeja amistad de dos almas solitarias. Después, con toda la calma del mundo, me informó de que tenía “unos amigos en las Delicias” que podían encargarse de que el novio despechado no nos diera problemas nunca más. No recuerdo cómo acabó la conversación. Sé que estaba aterrorizada, no sé si con o sin motivo, y que me pasé varios días repasando cuántos datos tenía sobre el novio despechado, el hombre malo o de cualquier persona que pudiera sufrir la ira de sus amigos nazis. Ya me había contado historias similares de su red de “amigos” que solucionaban “problemas”, como una vez que le dieron “un susto” a la nueva pareja de su exnovia. De hecho, puede que fuesen esas cosas las que me hicieron entender en su momento que era un nazi violento o que fantaseaba con serlo. Tenía que alejarme de él.
El verano acabó entonces. Alba y el despechado se denunciaron mutuamente y sus abogados llegaron a un acuerdo. El chico malo me dejó. Olvidé convenientemente contestar a los mensajes del nazi y él no se dio cuenta y lo dejó correr. Ningún sátrapa pegó a nadie. Aprobé Inglés. Seguía haciendo mucho calor.
800 páginas
Escritora y doctora en Filosofía, Sara Barquinero (Zaragoza, 30 años) publicó este año ‘Los escorpiones’. Una historia oscura de 800 páginas sobre drogas, suicidios y conspiraciones.