Fridamanía: el tirón infinito de la cejijunta
La pasión por la artista mexicana une libros, teatro, musicales, una colección de Dior, la mercantilización creciente o hasta unos brazos de robot que pintan con inteligencia artificial
En un día de debilidad —uno de tantos días de flaqueza en una vida moteada por el dolor, los miedos y la soledad—, Frida Kahlo tomó el pincel, lo bañó en la acuarela ocre y escribió con trazo grueso en su diario: “Diego principio. Diego constructor. Diego mi niño. Diego mi novio. Diego pintor. Diego mi amante. Diego ‘mi esposo’. Diego mi amigo. Diego mi madre. Diego mi padre. Diego mi hijo. Diego = Yo. Diego Universo. Diversidad en la Unidad”. Esa pasión próxima a...
En un día de debilidad —uno de tantos días de flaqueza en una vida moteada por el dolor, los miedos y la soledad—, Frida Kahlo tomó el pincel, lo bañó en la acuarela ocre y escribió con trazo grueso en su diario: “Diego principio. Diego constructor. Diego mi niño. Diego mi novio. Diego pintor. Diego mi amante. Diego ‘mi esposo’. Diego mi amigo. Diego mi madre. Diego mi padre. Diego mi hijo. Diego = Yo. Diego Universo. Diversidad en la Unidad”. Esa pasión próxima a la idolatría que la pintora mexicana sintió por Diego Rivera, el hombre de su vida y de su perdición, es hoy el sentimiento que aviva un furor creciente por Frida Kahlo. Una catarata de variaciones sobre una artista icónica cuya imagen, a veces, se desgaja de lo que un día fue —o pareció— real.
La novela. Claire Berest escribe seco. Tiene 41 años. Es parisina. Un día —20 años, sola, en Estados Unidos, sin amigos, sin inglés— se vio delante de un cuadro de Frida. Todavía recuerda la impresión, casi física, de cómo aquella mujer del lienzo le estaba hablando. El diálogo ya no paró.
Ahora publica en España la novela Nada es negro (Irradiador Books), una exploración sobre la historia apasionada entre Frida Kahlo y Diego Rivera en el México efervescente de los años treinta. Su primer párrafo, con más de 80.000 lectores en Francia, dice así: “Solo lo ve a él, sin tener siquiera que mirarlo”. A partir de ahí, con una sucesión de estampas llenas de amor y violencia, emerge la búsqueda de la verdad en esa relación tortuosa.
“Frida y Diego”, cuenta Berest a EL PAÍS, “no pueden vivir juntos ni separados. Se apoyan, se admiran y se humillan. Se fusionan y se desgarran. Lo mezclan todo: deseo, pintura, política. Experimentan su libertad”. El camarada Rivera soñando futuros desde su olimpo de artista venerado, mesiánico, capaz de decir: “¡Yo no creo en Dios, creo en Picasso!”. Y a su lado, ella: la colibrí cabezota, cejijunta y faldas indias de Tehuantepec, siempre a la sombra de Diego Rivera, tan arrinconada que en México solo tuvo una exposición en vida. Justo por ello, reflexiona Claire Berest, “Frida se habría reído mucho de la actual fridamanía; habría dicho: ‘¡Estáis locos!”.
Para la escritora francesa, lo importante es que, setenta años después de su muerte, la fuerza de su pintura sigue vigente. “El dolor del cuerpo, del amor, del parto, de la violencia doméstica, del aborto, del suicidio. Es una pintora que, con zonas planas y colores vivos, captó su realidad, que sigue siendo nuestra realidad”.
El teatro. Matilde Sanquerin vio a dos Fridas. Así se llama el cuadro: Las dos Fridas. Una soltera, la otra casada. Un doble autorretrato con sus corazones expuestos y, al fondo, sombríos nubarrones en un paisaje onírico. Ese cuadro, y la compleja dualidad de Kahlo —dos almas opuestas y contradictorias—, desencadena la obra de teatro Amor y revolución, que se representa en el teatro Reims de Florencia este mes de enero.
La obra es un viaje a través de los escritos de Frida —cartas, poemas, anotaciones de diario y canciones, pero también del lenguaje expresivo de los vestidos de tehuana y las flores en el cabello— que orbita en torno a su lebensraum personal: la pintura, el dolor, Diego Rivera, la poesía, el alcohol, México, la música, las raíces, la muerte, los médicos, la obstinación y —por supuesto— el amor y la revolución, los dos ejes de una vida corta y torrencial que suben a escena dos actrices. Las dos Fridas. Sus dos almas.
Dice Matilde que Frida Kahlo representa hoy un icono para las chicas jóvenes. Un símbolo de autoafirmación y de ideales feministas. “Sin embargo”, precisa, “el papel que le atribuye el gran público no es veraz. Frida nunca habló de feminismo ni puso el hecho de ser mujer en el centro de su actividad artística y política. Hoy somos bombardeados por el rostro de Frida con un fin comercial. Ojalá sirva para que algunos decidan descubrir quién fue realmente”.
La moda. Dior. Son cuatro letras que no suenan a revolución. Este año la firma parisina estrena colección. Se llama Dior Crucero 2024. Cuenta la diseñadora Maria Grazia Chiuri que se ha inspirado en fotografías en las que Frida desafía las normas de género convencionales. “Desde los 19 años, Frida vistió un traje masculino con chaleco en una transgresión de su feminidad que reivindicaba su independencia, sobre todo intelectual”, opina la diseñadora.
En su colección hay faldas indígenas, túnicas prehispánicas, muchas mariposas —un símbolo de transformación tan presente en los cuadros de Frida—, flores, loros, monos y un vestido rosa inspirado en un autorretrato de la artista. La marca Dior afirma que Frida Kahlo “trascendió su físico a través de la ropa, que se convirtió en representación, proclama, protesta y afirmación”. En su web puede verse la colección. Bolsos de 3.000 euros. Suéteres bordados con mariposas de 2.300 euros. Un poncho de lana y cachemira de 1.700 euros. Camisetas de 900 euros.
El robot. Daniela Falini lo registra todo. Desde Todi, un pequeño pueblo medieval situado en la región italiana de Umbría, su web altruista fridakahlo.it es un sismógrafo del mundo fridiano. Cuatro mil personas la visitan cada mes. Daniela lo registra todo. Y constata la percepción: hay un bum que roza la apoteosis. Exposiciones de sus cuadros, muestras fotográficas, películas, documentales, obras de teatro, musicales, ballets, óperas, obras literarias, libros ilustrados, música de distintos géneros, murales pintados en decenas de países, ropa y merchandising de todo tipo: de tazas a camisetas, de muñecas Barbie a juguetes Lego, del reloj Swatch a perfumes florales. Incluso con las siglas F.R.I.D.A. se ha bautizado un brazo robótico que utiliza la inteligencia artificial para pintar: el Framework and Robotics Initiative for Developing Arts. Cruel paradoja.
Dice Daniela Falini que este bum responde a que Frida representa hoy “una referente de distintos grupos humanos que aún tienen derechos que reivindicar: los mestizos (la artista era germano-húngara por parte de padre, india-española por parte materna), los enfermos, las mujeres, las personas LGTBI+ o los defensores de las tradiciones locales frente al poder desmesurado de los poderes globales”. Para todos ellos, mimetizarse con la uniceja y el bigote es tocar un pedacito de su rebelión.
El catálogo. Luis-Martín Lozano expresa una paradoja en tres niveles. Uno: el interés por Frida se ha desbocado en los últimos cincuenta años. Dos: se han multiplicado las publicaciones que versan sobre su biografía, su Casa Azul, sus recetas de cocina o su indumentaria. Y tres: a pesar de lo anterior, las pinturas de Frida han sido menos analizadas; casi pasto del olvido o de reducción a los diez cuadros de siempre. El tópico fosilizado.
Por esa razón, Luis-Martín Lozano —que dirigió el Museo de Arte Moderno de México y que ha investigado a fondo la obra de Diego Rivera y de Frida Kahlo— se ha empeñado en fijar el canon. Todas las obras. Las 152 pinturas autógrafas de Frida. Todas ellas, reproducidas y comentadas desde una nueva mirada historiográfica. El resultado es el libro Frida Kahlo. Lo edita Taschen. Pesa un kilo. Tiene casi quinientas páginas. Y desde ahora es accesible en una versión de 25 euros.
En el prólogo, el editor subraya un hito que explica el bum. Fue decisivo que el movimiento feminista norteamericano de los años setenta hiciera de Frida un “baluarte de libertad, de elección de la condición femenina, sobre todo en lo referente a la sexualidad, la reproducción y las mismas oportunidades de desarrollo” entre mujeres y hombres. Eso la convirtió en símbolo global y objeto de culto. Ahí empezó la Fridamanía. “Hoy”, sostiene Luis-Martín Lozano, “su obra está inserta en un proceso muy acorde con nuestras sociedades del siglo XXI, obsesionadas con la individualidad, con el consumo de la imagen, la sustitución y el desecho inmediato de la misma, y con la práctica de un materialismo rapaz”.
El origami. ¿Y qué más? Solo en estos días, lo siguiente: el estreno de un nuevo documental en Utah titulado Frida, donde la cineasta Carla Gutiérrez viaja al mundo interior de la artista. La novela gráfica Que viva Frida (El Mono Libre), un libro con texto de Marie Córdoba ilustrado por Juan D’Atri sobre la construcción de Frida por Frida. Un musical pop en Manchester que aborda su figura. El anuncio de un nuevo museo inmersivo en Touloum (México) que promete una experiencia visual y auditiva. Un monólogo en La Habana titulado FK: fantasía sobre Frida Kahlo, del Teatro de la Utopía. Y una ópera en Los Ángeles sobre El último sueño de Frida y Diego, ambientada en el Día de Muertos y con música folclórica de fondo.
¿Qué más? Un podcast de Al Jazeera sobre Frida. Un homenaje a la pintora mexicana en la Galería Nacional de Singapur con su Autorretrato con mono. Y el primer libro sobre Frida escrito con los símbolos de la comunicación alternativa aumentativa para personas con discapacidad.
¿Algo más? Sí: el pop-up de origami más grande del mundo con la imagen de Frida Kahlo. Se expondrá este enero en Milán para batir el récord mundial conseguido en Dubái: 8,20 metros cuadrados de papel sobre Frida. Un montaje de origami. Con flores, con mariposas, con bigote y uniceja. Ya lo escribió ella: Diversidad en la Unidad. Variaciones Frida.