La humedad y el calor
Desde hace varias semanas aguantamos un chaparrón de golpes, bulos, distorsión y miedo que se nos ha atragantado
Me gustaría escribir sobre lo azul que puede llegar a ser el cielo en Valencia y lo difícil que es escapar del deseo de intentar captar su luz, pero en ocasiones hay asuntos que se imponen sin que una pueda hacer nada por evitarlo. A veces se presentan como algo inofensivo para no asustarnos. Se quedan ahí de pie, esperando, conscientes de su importancia, hasta que se cansan y aporrean la puerta para que les hagamos caso.
Hoy me gustaría escribir sobre lo azul que puede llegar a ser el cielo en Valencia, o sobre el mismo color azul, el primer pigmento artificial de la historia, escaso y...
Me gustaría escribir sobre lo azul que puede llegar a ser el cielo en Valencia y lo difícil que es escapar del deseo de intentar captar su luz, pero en ocasiones hay asuntos que se imponen sin que una pueda hacer nada por evitarlo. A veces se presentan como algo inofensivo para no asustarnos. Se quedan ahí de pie, esperando, conscientes de su importancia, hasta que se cansan y aporrean la puerta para que les hagamos caso.
Hoy me gustaría escribir sobre lo azul que puede llegar a ser el cielo en Valencia, o sobre el mismo color azul, el primer pigmento artificial de la historia, escaso y valioso, sobre la solemnidad del azul de Prusia, o sobre el placer que produce mezclarlo con un poco de ocre amarillo y aceite de linaza. Pero llevamos un tiempo lidiando con uno de esos asuntos urgentes que transforman el color de los veranos de infancia en metáfora de algo que puede llegar a ser terrible.
Desde hace varias semanas aguantamos un chaparrón de golpes, bulos, distorsión y miedo que se nos ha atragantado. Una avalancha terrible cargada de incertidumbre ha perjudicado cada uno de los propósitos de los últimos días. “Y dicen de nosotras | que por vivir en casa | corremos menos riesgos, | mientras ellos combaten con armas: | ¡vaya razonamiento estúpido!”, escribió Eurípides hace más de dos mil años. Hace nada, en un periódico, leí: “La violencia es violencia y no tiene género”.
A tal atrocidad, empezaron a sumársele muchas otras que se desploman en avalancha —de nuevo— sobre nosotras: se suprimen consejerías de Igualdad, se defiende que la transexualidad es una enfermedad, se retiran los bancos arcoíris de la plaza del pueblo, y un par de políticos (uno de ellos condenado por violencia machista) se mofan de una mujer con un cargo de poder que ha pedido con educación que se la trate con respeto. En esta campaña política las mujeres estamos siendo insultadas por el simple hecho de serlo o por llevar maquillaje.
Además de Medea, he estado leyendo La infanticida, de Caterina Albert, y la ficción que se empapa de realidad me ha vuelto a poner otro espejo (Albert cambió su nombre a Víctor Catalá para poder seguir publicando porque su relato generó un escándalo que creció en magnitud al saberse que la autora era una mujer): cuando una madre comete el hecho terrible de matar a su hija, la alarma social construye bulos para destruir avances que hemos tardado siglos en construir. Todas las violencias no son iguales, y la violencia vicaria es otra forma de violencia contra nosotras.
Quién sabe. Quizás estoy desvariando por culpa de la sequía, de las olas de calor y los incendios de los que somos testigo y que algunos tienen el valor de negar. Los veranos siempre me perjudican: me cuesta respirar y apenas duermo. En una ocasión me desperté en el suelo del pasillo cubierta de agua mientras mi madre me golpeaba en la cara y mi abuela y mi hermana lloraban desconsoladas gritando que estaba muerta. Al despertar, me sumé con mi llanto al coro de plañideras para lamentar con ellas mi propia pérdida. La humedad y el calor de mi tierra con cielo azul y lengua hermosa (por cierto, hay más: el nuevo ejecutivo modificará la ley del plurilingüismo aprobada en 2018 y eliminará la obligatoriedad del valenciano como lengua vehicular para el alumnado que así lo solicite), nunca me sentaron bien. Cuando me mudé a vivir un poco más al norte, agradecí esos grados menos y la reducción de la humedad. Pero los veranos un poco más suaves de los últimos años ya no existen y solo nosotros somos responsables de ello.
Ahora que lo pienso, sí que puedo escribir sobre arte a pesar del peligro que corremos si hoy no salimos de nuestras casas a depositar el voto en las urnas: soy Yeni y Nan (Jennifer Hackshaw, Caracas, 1948, y María Luisa González, Caracas, 1956), y acabo de quedarme atrapada en una gran bolsa de plástico llena hasta arriba de agua. Ahora me ahogo, pero quizás, como las artistas buscan con su performance, estoy más cerca que nunca de un renacimiento.