La carne de gallina

La inteligencia artificial no tiene corazón, se retuerce como un espadón. Bifurca, se amplía, se nos meterá en todos los huecos, todos los vacíos que le dejemos. Por eso es urgente volver a habitar el mundo

Un robot en un congreso celebrado en Alemania a principios de mayo.DPA vía Europa Press

Y entonces se nos pone la carne de gallina. De pronto, una mirada nos transforma en polvorín. Unas palabras nos transforman en erizos, el mundo se tiñe de púrpura. En los labios nos queda puro tanino. La inteligencia artificial nunca se sale de sus casillas, no se enoja ni sonroja. Se queda en los surcos, nunca fuera de sí misma.

Nunca sabrá lo que es una noche del corazón. Nunca será un hombre, o una mujer, alegría. ...

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Y entonces se nos pone la carne de gallina. De pronto, una mirada nos transforma en polvorín. Unas palabras nos transforman en erizos, el mundo se tiñe de púrpura. En los labios nos queda puro tanino. La inteligencia artificial nunca se sale de sus casillas, no se enoja ni sonroja. Se queda en los surcos, nunca fuera de sí misma.

Nunca sabrá lo que es una noche del corazón. Nunca será un hombre, o una mujer, alegría. Christian Bobin, el poeta francés, era rotundo: no existe la inteligencia artificial. Nunca veremos un amor artificial. Porque en el epicentro de la inteligencia no están los datos, ni tampoco las combinaciones binarias: está el amor.

Está en lo que rescata lo minúsculo, en los más que vivos, los que se han muerto y recordamos, a golpe de palabras. Y entonces llegan las epifanías, las catedrales, los pechos que se encienden como si fueran vidrieras, vitrales. Entras, por ejemplo, en la abadía de Conques, y nunca más vuelves a salir de ella, porque la abadía se te queda dentro, para siempre. Se espeta en ti a cada recuerdo, incluso para quitártela de encima, le escribes un libro, y lo llamas: la noche del corazón.

La inteligencia artificial habla, pero es sorda a esa noche. Tiene la fuerza de la gravedad, lo resuelve todo, a cañonazos de datos. Pero no sabe nada de la breve levedad del ser. Nada de la espuma de las horas. No puede reproducir esa vibración, eso escuece, cuando te topas con otro que te hace nacer al mundo. Lo ha dicho un francés en una habitación holandesa, cogito ergo sum. Pensar es dudar. Vivir es amar. La inteligencia artificial sólo calcula, tiene nodos en vez de nudos. Le da a los dados, pero no ama, por lo tanto, no es inteligencia, sólo artífice.

El primer peldaño está siempre en el corazón. A partir de ahí nos erguimos. Nos levantamos en las cuevas, y luego nos subimos a las calaveras, hasta nos montamos en los cohetes. Pero aquí no hay sólo inteligencia, pura razón, también está la pasión, la duda, todo lo que perdura, todo lo que se esfuma. La inteligencia artificial no tiene corazón, se retuerce como un espadón, algo que tampoco es espada, ni arpón. Bifurca, se amplía, se nos meterá en todos los huecos, todos los vacíos que le dejemos. Por eso es urgente volver a habitar el mundo. Todo se vuelve calculable, predecible, como si pudiéramos de repente encerrar lo absoluto, todo el infinito en datos, algoritmos. Como si todo fuera de repente controlable.

Y, sin embargo, algo se mueve. El estribillo de una canción. El color de un pañuelo en el lienzo. Una escritura que se hace cabrona, que no te deja ya más dormir en paz. Ese algo, ese nada, lo es todo. Es lo que nos pone la piel de gallina. Es lo que hace que cuando hacemos el amor ese menear no sea sólo un trabajo de perros, canes que se comen la carne a bocados.

La minería de los datos nos hace bajar a las entrañas, y ahí, en la cueva, descubrirnos correlaciones, y las galerías proliferan al infinito. La inteligencia artificial trabaja en descubrir patrones, y lo hace aprendiendo del pasado, no sale del antes y del después, del uno y del cero. Resuelve enigmas, pinta como los maestros, incluso un día nos devolverá la voz de Lorca. Pero nunca me pondrá la piel de gallina.

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