El insumergible atractivo del ‘Titanic’
La dramática historia del minisubmarino perdido testimonia el perdurable interés por el legendario trasatlántico
Ha querido el destino que mientras desaparecía bajo el Atlántico el minisubmarino Titan de OceanGate Expeditions, en visita turística a los restos del Titanic, yo estuviera viendo en la tele ...
Ha querido el destino que mientras desaparecía bajo el Atlántico el minisubmarino Titan de OceanGate Expeditions, en visita turística a los restos del Titanic, yo estuviera viendo en la tele no la eterna película de Cameron (sería mucha casualidad), sino una sobre dos hermanas atrapadas en una jaula en un descenso para observar tiburones blancos, que también es trance. En el filme, titulado A 47 metros (2017), las chicas —una de las cuales era reacia a la aventura: qué importante es saber decir que no, aunque se burlen de ti— se precipitaban al fondo marino al romperse el cable del cabestrante que sostenía la jaula, y la trama giraba en torno a cómo se las apañaban para sobrevivir malamente, con el oxígeno que se les acababa, rodeadas de escualos sanguinarios y con los nervios que se puede imaginar, en tanto desde arriba trataban de rescatarlas. Salvando las distancias, una primera idea que te viene a la cabeza ante las dos historias es: pero a quién se le ocurre meterse en semejante lío, con lo bien que se está en casa.
Sumergirte por placer (otra cosa es la investigación científica) bajo el agua para ver tiburones blancos y embutido en una claustrofóbica cárcel de hierro tiene cosas en común con lo de bajar en un estrecho sumergible de bolsillo a contemplar los restos de esa gran bestia naufragada que es el legendario trasatlántico. De entrada, que por ambas experiencias tienes que pagar. También que firmas un papel por el que te declaras consciente del riesgo y eximes de responsabilidades a la empresa organizadora. Y asimismo que en ambos casos quieres vivir (y luego contarla, claro) una andanza excepcional, al alcance de pocos (obviamente muchos menos si nos referimos a la inmersión en el Titanic, una exclusivísima excursión a 250.000 dólares el billete, unos 230.000 euros). Otra cosa en común es que la experiencia puede ir mal y entonces el problema, como se ve en la peli de los tiburones y en el caso que nos ocupa, es mayúsculo.
Más allá de que nos pueda sorprender que alguien esté dispuesto a embutirse en un minisubmarino pagando una pasta larga para que le lleven a casi cuatro kilómetros de profundidad a fin de asomarse precariamente a una ruina de 111 años (el trasatlántico se hundió en 1912), el asunto confirma el gran poder de atracción y convocatoria del Titanic. No solo consigue esa fascinación que haya gente que baje allí a verlo (lo localizó Robert Ballard en 1985 aprovechando la búsqueda financiada por la Armada de Estados Unidos de los submarinos nucleares perdidos USS Scorpion y USS Thresher, y desde entonces se suceden las visitas), sino que nos provoca a todos un cosquilleo muy especial la historia del sumergible perdido rumbo al mítico barco hundido para hacer de voyeur.
La combinación de la doble tragedia (pongámonos en lo peor: el rescate está muy complicado) otorga un aura de imbatible dramatismo al suceso. Naufragio al visitar el naufragio, la reoca. Un elemento a no desdeñar es que en el minisubmarino viaja gente adinerada, todos en primera por decirlo así, y ya se sabe que parte del morbo del Titanic es que llevaba de pasajeros a algunos de los ricos más ricos de la época (Guggenheim, Astor…). El elemento “los ricos también se ahogan”, vamos.
El componente de hybris, exceso de confianza y orgullo, está tanto presente en el minisubmarino como en el trasatlántico. El Titanic alardeaba desafiante de que nada podía con él y en las osadas y caras inmersiones de los pequeños submarinos de pago que visitan con frecuencia el pecio del barco percibimos la misma confianza ciega en la tecnología y la misma altivez de reto a Poseidón y su reino. Se han criticado los descensos turísticos al Titanic (no los de investigación, como los que han arrojado la nueva cartografía del pecio) porque perjudican la conservación de los restos y perturban lo que no deja de ser el escenario de una tragedia y el último lugar de reposo de muchas víctimas (aunque de ellas quede ya muy poco).
Hace años ya se señalaron daños en la estructura del barco causados por el ir y venir de los submarinos e incluso por la costumbre de posarse sobre los restos. Del pecio se han extraído millares de objetos que alimentan colecciones, exposiciones y museos, pero quedan muchas cosas aún. Aunque no, claro, el Corazón del mar (la joya de Kate Winslet en la peli), ni la momia maldita que supuestamente viajaba a bordo y que se encuentra tan feliz, y seca, en el Museo Británico de Londres.
Independientemente de la conjunción coyuntural submarino perdido / Titanic, digno tema de una novela del añorado Michael Crichton y que merecería también otra peli de Cameron, el reflotamiento del trasatlántico en las noticias y el interés que ha despertado prueban que el barco mantiene incólume su poder de atracción. Basado principalmente en que se hundió y en que se ahogó tanta gente y en la leyenda romántica alimentada desde la proa por el filme —y no tanto por los supuestos misterios: en realidad está todo bastante claro—; pero también en que propone una apasionante historia especular: ¿qué habríamos hecho nosotros, cada uno de nosotros, de ir a bordo? ¿Habríamos sido héroes o villanos de la historia? ¿Los que dejaron su sitio en los botes o los que se apresuraron, incluso de malas maneras y con trampas, a subirse? ¿Nos habríamos comportado como valientes o cobardes? ¿De qué manera habríamos vivido la catástrofe y las largas dos horas y 40 minutos que tardó el barco en hundirse y que dan para mucho?
Probablemente formaríamos parte de esa mayoría que quedaron a flote con los chalecos salvavidas en el mar gélido, cayendo inexorablemente en la hipotermia. Esa fue la forma en la que murieron el mayor porcentaje de las más de 1.500 víctimas del hundimiento (y el Jack de Leonardo DiCaprio), de los 2.200 pasajeros y tripulantes. Se cuenta que el sonido que nunca olvidaron los supervivientes del Titanic, por encima del de la orquesta tocando y el de los eructos metálicos del enorme barco al hundirse, fue el de esos desgraciados náufragos exhalando su último suspiro a centenares. Esa es la verdadera banda sonora del Titanic y no la bonita canción de Céline Dion. Esperemos que los sonidos que han detectado este miércoles los equipos de búsqueda del minisubmarino sean más esperanzadores.