El milagro de Sabina… o cómo resucitar en Madrid

El músico reaparece pletórico de voz en el WiZink Center tres años después de haberse retirado de allí en camilla tras su caída

Joaquín Sabina, la noche de este martes durante su actuación en el Wizink Center de Madrid. Foto: Luis Sevillano | Vídeo: europa press

Lo de Sabina el martes en el WiZink Center de Madrid fue un acto de fe, un regreso del más allá con chaqueta a rayas, camisa de lunares y chaqué oscuro, pero sin sudario. La reaparición de un ángel negro sin pizca de santo, pero sí de ídolo venerado, dispuesto a darse un homenaje y quitarse una desagradable espina. El milagro de la resurrección obrada junto a su parroquia más fiel, la madrileña, desde que cantara aquel testamento en el que dejó claro ant...

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Lo de Sabina el martes en el WiZink Center de Madrid fue un acto de fe, un regreso del más allá con chaqueta a rayas, camisa de lunares y chaqué oscuro, pero sin sudario. La reaparición de un ángel negro sin pizca de santo, pero sí de ídolo venerado, dispuesto a darse un homenaje y quitarse una desagradable espina. El milagro de la resurrección obrada junto a su parroquia más fiel, la madrileña, desde que cantara aquel testamento en el que dejó claro ante el notario del cancionero: “Cuando la muerte venga a visitarme, no me lleven al sur donde nací, aquí he vivido, aquí quiero quedarme, pongamos que hablo de Madrid…”.

La muerte le ha rondado, sí, ya en más de una ocasión, pero no se lo ha llevado. Y aquí sigue, a sus 74 años, como un gañán iluminado dispuesto a desafiar la cultura de la cancelación. Un resquicio analógico superdotado para la metáfora, la voz rota que en sus todavía cumbres resquebrajadas braman por envejecer sin dignidad, como reclama en Sintiéndolo mucho, una de sus últimas canciones.

Venía del Royal Albert Hall y seguramente allí, en Londres, se le cruzó el metro de la memoria y los tiempos en que se sacaba unos peniques por las paradas de South Kensington o Picadilly pasando la gorra. Cuando era más joven fue la canción que abrió el concierto y dio la bienvenida a un público ante quien el andaluz prefirió, para empezar, sentarse. Resulta lo mínimo para un señor de su edad y con sus galones. Así, también, desde la silla, podía comprobar cómo, en cambio, los asistentes no tardaban en ponerse inmediatamente de pie.

Concierto de Joaquín Sabina, el martes en el Wizink Center. Luis Sevillano

Dos canciones más entonó de esa guisa: Sintiéndolo mucho y Lo niego todo. La primera da título al documental que rodó junto a Fernando León de Aranoa. En él, Sabina se lamentaba de que nunca más llegará a componer algo que pueda compararse al más que memorable puñado de obras maestras que creó antes de que abriera la puerta el siglo XXI. Pero se equivoca. Lo niego todo anda a ese nivel, como un auténtico compendio de autenticidad, saldo de cuentas y cinismo. Los coros del respetable, estrofa a estrofa, demostraron que ya los fieles la han incorporado al repertorio de las grandes.

Lo niego todo lleva el aroma de los clásicos instantáneos. En ella, como en sus más transparentes confesiones, Sabina ejerce ese genuino talento de sumo sacerdote de la autenticidad sin maquillaje, y se atreve a decir lo que muchos quisiéramos soltar y no nos atrevemos. Por eso sus canciones son patrimonio global en español de una humanidad ajena a las distopías y la era del ChatGPT. Mediante su voz, sus acordes y su crudeza, ¿quién no ha lanzado una indirecta que vaya de lo descarnado a lo rotundamente romántico? Deberíamos tener presente esto en la época que Shakira se ha convertido en la reina del despecho. Puede que ese trivial desahogo reguetonero lo llegue a parir un día el tinglado de la inteligencia artificial; sin embargo, parece imposible que los artilugios y los algoritmos alcancen jamás la radical contundencia de un monumento del género sabiniano como Cerrado por derribo, que no cantó en su reaparición. Demasiado amarga para una noche feliz.

Después de negarlo todo, el maestro se puso en pie dispuesto a esparcir Mentiras piadosas. Lo sostenían sus canillas lejos del borde que hace tres años lo llevó al precipicio, igual que sus versos han servido a muchos este tiempo para superar dramas colectivos. En el vaso medio vacío, la iluminación del escenario llevaba a pensar que se había servido tequila, pero no, tampoco le importó confesar que se trataba de agua: “¡Qué vergüenza! Con lo que ha sido una…”, dijo. Antes, había confesado que los conciertos previos de esta nueva gira por América, Europa y España los tomó como un ejercicio de preparación para esa noche de alegría y desafío al destino, la de su reaparición en la ciudad que más ansiedad y felicidad le provoca al tiempo: Madrid.

Pero ya el público lo había acogido como a su gurú más ungido de las altas y las bajas pasiones. La entrega era máxima. Un éxtasis carnal de acordes blasfemos para una época de contención y nuevos dogmas, coreados como un aquelarre subversivo contra la estupidez ñoña de lo correcto. Si volvía a caer, el público se hubiese tirado al barranco con él. Si, como sucedió, se venía arriba, todos le seguirían de Madrid al cielo.

Mayo necesitado de agua es un buen mes para volver a la vida, justo en el lugar donde muchas veces te han dado por muerto. Y Joaquín Sabina ha dejado pasar de largo las condenas, no se sabe si por despiste o por propia voluntad. El caso era regresar de paseo hacia El bulevar de los sueños rotos y recordar a Chavela Vargas en un concierto donde hubo rock, rumba, mariachis y corridos por parte del músico y su banda de siete intérpretes: Mara Barros (voz), Jaime Asúa (guitarras), Pedro Barceló (batería), Laura Gómez Palma (bajo), Borja Montenegro (guitarra), José Misagaste (saxo, clarinete, flauta) y Antonio García de Diego (teclados, guitarra).

Concierto de Joaquín Sabina, el martes en Madrid. Luis Sevillano

Se tomó sus descansos y dejó cantar a Mara Barros Yo quiero ser una chica Almodóvar; La canción más hermosa del mundo, a García de Diego, o El caso de la rubia platino, a Asúa. “Hoy sí que ante ustedes, no me cambio por nadie”, proclamó al regresar al escenario. Ni siquiera por quien le inspirara Tan joven y tan viejo, “Like a Rolling Stone…”. Ya quisiera Bob Dylan frasear como Sabina. O que lo jalearan cuando proclama: “Así que, de momento, nada de adiós muchachos…”.

Ese glorioso encadenado de confesiones crepusculares abrió paso a una parte del repertorio por el que muchos le querrían quemar en la hoguera. Aun así, o precisamente por eso —”por decir lo que pienso sin pensar lo que digo”—, Sabina se ha empeñado en cantar todavía La Magdalena o Contigo. Nadie se resistió en modo catarsis a corear ese homenaje a la prostitución, o eso de: “Porque amores que matan, nunca mueren”.

Y mucho menos a temer ahogarse en las subordinadas de 19 días y 500 noches, esa canción atada a una sucesión de comas que da título al álbum —junto a Mediterráneo, de Serrat— más brillante del pop en español. Alejo Stivel, que lo produjo, contemplaba en silencio entre el público el ritual. Callado y, sin duda, en medio del asombro, escuchaba aquel torrente de voz sobre una garganta que él ayudó sin contemplaciones a liberar. Fue una de sus reinvenciones aceptadas y refrendadas en medio mundo, previa a la actual, en la que le acompañan de manera brillante Leyva con las composiciones y Benjamín Prado en las letras. Aquella obrada en 1999 emocionó a Sabina y le hizo dueño de una nueva personalidad aún más audaz y transgresora: “Se me escuchan hasta los mocos”, le dijo a Stivel, al oírse desnudo, franco y digno de Chavela cuando el productor le llevó la maqueta de la grabación a su casa.

Luego vinieron Peces de ciudad —dedicada a Ana Belén, con la cantante ausente, pero Víctor Manuel, su marido, presente entre el público— Sin embargo, Princesa, Noche de bodas, Y nos dieron las diez… Al final, Pastillas para no soñar cerró la noche de autos con otro guiño cachondo al destino: “Si lo que quieres es vivir cien años, no vivas como vivo yo”. No hubo nada que lamentar esta vez. Todo fue una celebración, la del padre de todos los desatinos, abrazado por sus hijos legítimos en la ciudad que más adora.

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