Del surrealismo al asesinato de la pintura: el Guggenheim de Bilbao homenajea a Miró
El museo organiza la primera muestra monográfica sobre el artista catalán con un recorrido por las décadas de los años veinte a los cuarenta
Joan Miró se retrató en 1919 vestido con una camisa que, con el paso del tiempo, se ha convertido en la mejor representación de esa constante transformación y dilema que atravesó su obra. La mitad izquierda de la prenda está tejida con líneas cubistas. La mitad derecha recuerda a la tierra labrada, la que veía desde su masía en Tarragona. En esa camisa está la pulsión que sentía por el campo, por su tierra y la influencia que las vanguardias tendrían sobre su trabajo. El Museo Guggenheim de Bilbao ahonda en este debate con la...
Joan Miró se retrató en 1919 vestido con una camisa que, con el paso del tiempo, se ha convertido en la mejor representación de esa constante transformación y dilema que atravesó su obra. La mitad izquierda de la prenda está tejida con líneas cubistas. La mitad derecha recuerda a la tierra labrada, la que veía desde su masía en Tarragona. En esa camisa está la pulsión que sentía por el campo, por su tierra y la influencia que las vanguardias tendrían sobre su trabajo. El Museo Guggenheim de Bilbao ahonda en este debate con la primera exposición monográfica que dedica al artista catalán, que podrá visitarse desde este viernes hasta el 28 de mayo. El viaje se inicia en los años veinte cuando llega a París y su pintura cambia para siempre. Y termina a mediados de los cuarenta cuando ya se reconoce al gran autor de las Constelaciones.
Ese Autorretrato, aunque es el inicio formal de la exposición Joan Miró. La realidad absoluta. París, 1920-1945, es más bien el epitafio de su primera etapa, en la que “recurrió a los retratos y los paisajes, los géneros más tradicionales de la pintura antigua”, explica Enrique Juncosa, comisario de la muestra. Desechado cualquier trazo que pudiera traducirse en una imagen figurativa, el artista se entregó a lo que el surrealismo denominó “la realidad absoluta”. Es decir, “la suma de lo que veía el ojo e interpretaba el cerebro”, en palabras del responsable de la exposición. Miró, como el resto de sus colegas que llegaron a París a inicios de los años veinte, trató de seguir el modelo que promulgó André Breton, padre del surrealismo, cuando difundió su creencia entre la unión del sueño y la realidad.
Miró soñaba hasta la alucinación cuando hacía maratones de ayuno. Miró soñaba con las formas de insectos que veía en las grietas de las maderas que usaba como lienzos. Miró soñaba fumadores y pintaba solo su humo y lo que parece un encendedor. Si en sus sueños aparecía un león, en uno de los cuadros expuestos lo que se ve son los arañazos de sus garras y un dibujo que parece una melena. Los sueños del artista que se recogen en la muestra a veces son tan difíciles de interpretar que se quedan en líneas misteriosas. Pero nunca, se empeñó en dejar claro el autor, se interesó por la abstracción pura. Tal vez por eso, Breton primero le acusó de “infantil y poco intelectual”, para un tiempo después consagrarle como “el más surrealista de todos”, recuerda Juncosa este jueves en un paseo por la exposición.
En el cuadro El saltamontes (1926), una de las más de 80 piezas que se exponen en el Guggenheim, está uno de esos ejemplos que hizo que Breton cambiara de opinión respecto a Miró. El insecto, que se interpreta claramente, tiene una larga lengua azul, ese color que está en tantos de sus cuadros y que dio nombre a una de sus obras definitorias, Azul, el color de mis sueños. El animal salta de un paisaje con dos volcanes sobre el que el pintor puso su nombre —”Él es el paisaje”, explica Juncosa— hacia un planeta con otros dos volcanes en erupción y una escalera. “La escalera es uno de los símbolos del surrealismo con connotaciones místicas. Es el ascenso a los cielos. El saltamontes da un salto hacia un lugar en erupción que le llevará incluso más arriba”.
Hay en Miró, como en Picasso, al que conoció, un interés muy especial por las pinturas rupestres, los petroglifos, las estatuillas y el arte prehistórico en general, que remoza con su estilo en una serie de pinturas de fondo blanco que dan paso a la escena final de la muestra: las constelaciones. En las grandes salas del Guggenheim, la amplitud contribuye a la perspectiva histórica y narrativa. Antes de que le llegara el éxito en el mercado —”No empezó a hacer dinero hasta los años 50″, dice el comisario—, fue reconocido como uno de los artistas que asesinaron a la pintura.
“El propio artista reconoció que hizo cuadros muy feos”, explica Juncosa sobre una serie de pinturas de fondo marrón conocidas como masonitas por el tipo de material del panel sobre el que pintó piezas durante el verano que comenzó la Guerra Civil española, con nombres tan elocuentes como Hombre y mujer junto a un montón de excrementos (1935). Estas obras que, de alguna manera, representaron “la imposibilidad de la pintura de decir algo”, apunta el comisario, son el origen de sus famosas constelaciones.
“Después de pintar, mojaba mis pinceles en aguarrás y los secaba sobre hojas blancas de papel, sin seguir ideas preconcebidas. La superficie manchada me estimulaba y provocaba el nacimiento de formas, figuras humanas, animales, estrellas, el cielo, el sol y la luna. Dibujaba todas estas cosas, vigorosamente con carboncillo. […] Esto me llevaba mucho tiempo”, dejó por escrito Miró. “Un prodigio de la concentración”, apostilla Juncosa. Las 23 constelaciones fueron realizadas entre enero de 1940 y septiembre de 1941 y las terminó en Mallorca, donde murió en 1983, harto de una Barcelona que nunca le resultó tan creativa como París o el campo. Y es aquí donde finaliza la exposición. Aunque de alguna manera continúa, como explican sus responsables, en el expresionismo abstracto y esa pintura automática de Jackson Pollock.