Jorge Drexler hermana magia y ciencia para su desembarco en el WiZink
El músico uruguayo celebra sus siete Grammy latinos ante 6.500 espectadores en un concierto extenso y colosal que no malogró ni la presencia de C. Tangana
¿Puede escribirse una canción a partir de un término como “mesoproterozoico”? La respuesta solo es afirmativa si nuestro interlocutor responde al nombre de Jorge Drexler. La ciencia como germen inspirador de la lírica, las diabluras celulares como esa fuente generadora que en primera instancia prende la mecha del deseo, el amor y la vida misma. Son conceptos inalcanzables para el común de los cantautores, y no digamos ya de los mortales, pero ...
¿Puede escribirse una canción a partir de un término como “mesoproterozoico”? La respuesta solo es afirmativa si nuestro interlocutor responde al nombre de Jorge Drexler. La ciencia como germen inspirador de la lírica, las diabluras celulares como esa fuente generadora que en primera instancia prende la mecha del deseo, el amor y la vida misma. Son conceptos inalcanzables para el común de los cantautores, y no digamos ya de los mortales, pero Drexler lleva ya un buen puñado de lustros militando en otra liga. No la de las estrellas, sino la de la estratosfera. Porque solo él extrae poesía pura donde cualquier otro apenas hallaría ecuaciones, neurobiología o abismos astronómicos. Nunca la ciencia y la magia hicieron tan buenas migas.
Tranquilos todos: Jorge Abner Drexler Prada (58 años, Montevideo, Uruguay) es un maestro del enfoque insólito para abordar cuestiones rabiosamente humanas y cotidianas, como el anhelo, la frustración, las expectativas, el éxtasis amoroso o los traspiés emocionales. Todo nos atañe y todos lo refieren, pero nadie lo cuenta y canta como él. Con la peculiaridad de que los años, lejos de desgastarle, han propiciado su enriquecimiento en lucidez y capacidad de indagación, en sagacidad y visión permeable a los diferentes enfoques.
Toda esa vasta sabiduría afloró este sábado en el WiZink Center madrileño, en el que quizá fuese el concierto más relevante de sus tres décadas largas de oficio. No solo por convocatoria, porque los más de 6.500 asistentes son una cifra notabilísima para sus parámetros, sino por la trascendencia de una ocasión que aunaba el reencuentro con el público de su ciudad y el alborozo de la celebración de esos siete Grammy Latinos que le cayeron hace un par de meses en cascada. Aunque su nombre no arme tanto revuelo mediático como alguna que otra compañera de palmarés.
Drexler no quiso sustraerse a la mirada retrospectiva, porque lo mucho logrado bien merecía un mínimo repaso panorámico. Recordó aquel 1 de febrero de 1995 en que pisó esta ciudad a más de 10.000 kilómetros de la suya, alentado por ese mentor generoso y visionario, Joaquín Sabina, al que 22 años más tarde le daría público y musical agradecimiento con Pongamos que hablo de Martínez. Había grabado un par de álbumes en Uruguay con acogida más bien poco halagüeña: le divierte recordar que del inaugural, allá por 1992, despachó la friolera de… 33 ejemplares. Ya en Madrid debutaría en el café Libertad 8, angosta meca iniciática de cantautores, y ni siquiera fue capaz de colmar su medio centenar de banquetas. Pero el tiempo y el destino, a veces —solo a veces—, hacen justicia. Y qué dicha la nuestra con que Jorge perteneciese a la estirpe de los perseverantes.
Casi dos horas y media. 28 canciones. Un menú generoso para una cita que admitía pocos parangones. Un escenario níveo y despejadísimo, metáfora de ese folio en blanco tan temido por cualquier creador, y ante el que Drexler dice sufrir cada vez más; casi, casi hasta el límite de la claudicación. Todo estaba meditado en esta fiesta para que, a partir de tan sólidos cimientos, pudiera surgir la chispa, la pasión, el baile, la sorpresa; la comunicación franca entre generaciones, acentos, culturas, océanos o procedencias. Drexler es el gran hermanador, y cuánto mejoraría el mundo si su ejemplo abundara. Deberíamos estarle agradecidos por el generoso paréntesis de felicidad que nos concedió en noche tan larga, pero fue él quien, hasta en dos ocasiones, acabó arrodillándose ante la parroquia. Como el maestro Cohen, don Leonardo. Benditos sean ambos.
Jorge ha referido en varias ocasiones el bloqueo creativo severo que le atenazó durante años antes de lanzarse a escribir lo que terminó convirtiéndose el año pasado en Tinta y tiempo, un álbum excelente que repasó de forma íntegra. A tan brillantes mimbres se le sumaba el refrendo de una banda soberbia liderada por Javier Calequi, guitarrista argentino de mirada tan panorámica como para recorrer con naturalidad pasmosa la distancia que media entre Prince y Gustavo Cerati. Añadamos la versatilidad todoterreno del teclista, bajista y productor Carles Campi Campón o la pátina a veces soul y casi siempre negroide que aportaban las dos sensacionales e hiperactivas coristas, la madrileña Miryam Latrece y la guineana Alana Sinkëy, hasta ahora al frente de la banda Cosmosoul. Y todo ello sin contar con la irrupción en el tramo final de las 15 mujeres, ¡15!, de La Melaza, danzando y golpeando sus tambores de candombe uruguayo para el glorioso epílogo de Bailar en la cueva.
Ha escrito mucho y muy distinto en este tiempo Jorge que incluso se asombra y divierte a costa propia avisando sobre la flagrante contradicción temática que encierran Corazón impar y Fusión a la hora de dirimir el misterio de las relaciones de pareja. Drexler puede transitar del intimismo máximo de su Milonga del moro judío, que resolvió solo a guitarra y voz, al multitudinario estruendo percutivo o a los sucesivos dúos con sus músicos. Y hasta deslizó la notable sorpresa de recuperar en el repertorio la singular Era de amar, que se remonta a los tiempos del álbum Vaivén (1996) y llevaba un siglo sin salir a la palestra.
Por lo demás, la incógnita sobre la presencia de C. Tangana se tornó en certeza inexorable cuando le tocó el turno a Nominao, esa primera ocasión en que Drexler, quizá en un esfuerzo por rejuvenecerse, acabó validando las clásicas comparaciones entre Dios y tu cuñado. El Madrileño, ya que estaba, aprovechó para amagar con que cantaría La edad del cielo, aunque ya se encargó de escabullirse en dos de cada tres versos. Reconozcámosle que sigue siendo pasmosa su maestría para ocupar el escenario aparentando acción y materializando la nada.
Comparar desde cualquier perspectiva —lírica, estructural, armónica, poética, vocal, temática— Tocarte con Telefonía o Silencio (esta, en sabrosa relectura tecno), que sonaron de manera consecutiva, equivale a colocar a la Bestia frente al espejo de la Bella. Solo que aquí no hay un hermoso corazón escondido tras la caja torácica, sino solo un hábil y muy aparente logaritmo. Así que obviemos los trampantojos circunstanciales y quedémonos con la esencia. Esa que Drexler no almacena en tarros diminutos, sino que lleva diseminando en dosis generosas desde que nos honró con su desembarco.