Cate Blanchett: “Soy una yonqui de las experiencias”
La actriz encarna en ‘Tár’, de Todd Field, a una genial y controvertida directora de orquesta, una interpretación que la coloca como favorita para el tercer Oscar de su carrera
Cumplía con el requisito principal: parecer estadounidense. Y necesitaba dinero. Era, pues, perfecta para el papel. De nada importaba que nunca hubiera actuado antes. Al fin y al cabo, no tendría ni que hablar: se trataba de bailar y entusiasmarse entre otros muchos extras. Solo eso, y la chica se pagaría una semana más de vacaciones en un hostal de El Cairo. Así que aceptó: cosas de la juventud, y sus decisiones despreocupadas. Aunque, a posteriori, la elección resultó tremendamente trascendente: ese día de 1990 Kaboria, largo egipcio de Khairy Beshara sobre boxeo, puso en march...
Cumplía con el requisito principal: parecer estadounidense. Y necesitaba dinero. Era, pues, perfecta para el papel. De nada importaba que nunca hubiera actuado antes. Al fin y al cabo, no tendría ni que hablar: se trataba de bailar y entusiasmarse entre otros muchos extras. Solo eso, y la chica se pagaría una semana más de vacaciones en un hostal de El Cairo. Así que aceptó: cosas de la juventud, y sus decisiones despreocupadas. Aunque, a posteriori, la elección resultó tremendamente trascendente: ese día de 1990 Kaboria, largo egipcio de Khairy Beshara sobre boxeo, puso en marcha la carrera de una de las mayores estrellas del cine contemporáneo.
En su primer filme, Cate Blanchett (Melbourne, 53 años) apenas aparecía en un puñado de secuencias. Tantas como las libras egipcias que cobró. En su última película, en cambio, ocupa prácticamente todos los fotogramas. He aquí un indicador de cuánto ha cambiado en estas tres décadas entre Kaboria y Tár, de Todd Field, que se estrena este viernes en España. Hay, por supuesto, más: de cara anónima a rostro inconfundible; de mochilas y bocadillos de falafel a la fama planetaria y sus millones. Pero la diva adulta, en el fondo, sigue buscando el riesgo y el cambio que abrazaba su versión veinteañera. “Soy una yonqui de las experiencias, de probar cosas nuevas”, aseguraba en septiembre en el festival de Venecia, donde debutó Tár y se celebró esta charla.
Quizás esa necesidad de probar cosas nuevas tenga que ver con su pasión por elaborar listas de tareas pendientes e ir tachándolas, que le atribuye la web especializada Imdb. O tal vez el movimiento se antoje inevitable para alguien que parece tenerlo todo. Un talento reconocido por unanimidad global; grandes papeles tanto en los platós como en Broadway; imagen de Armani y embajadora de la ONU en defensa de los refugiados; una familia aparentemente feliz, con un largo idilio amoroso, cuatro hijos y una granja en medio de la campiña inglesa; cineastas que pelean por contar con ella; y premios, muchísimos. Se da por hecho que el último es solo cuestión de semanas: todo apunta a que Tár supondrá el tercer Oscar de interpretación femenina para la australiana. Un club en el que solo están Frances McDormand, Meryl Streep e Ingrid Bergman. Aunque el récord pertenece a Katharine Hepburn, con cuatro.
Precisamente por encarnar a esta última, Blanchett se llevó su primera estatuilla (El aviador, 2005). La segunda llegó con Blue Jasmine, en 2014. Aunque Tár marca la nueva cumbre en la trayectoria de la actriz, al menos a juzgar por la cantidad de elogios. Y eso que cuesta aplaudir a su último personaje: Lydia Tár es una extraordinaria directora de orquesta, tan implacable consigo misma como con los demás. Sinfonías, rigor, genio, presión, abusos y hasta cultura de la cancelación componen una partitura muy compleja, que pretende incomodar al espectador. Todo ello, cargado sobre los hombros de Blanchett: “La película habla de identidad personal, creativa, de estructuras de poder, ofrece varias texturas en muchos aspectos. Fue desalentador y sobrecogedor. Pero terminó convirtiéndose en una alegría y un refugio”.
No por nada, en las notas de producción, Todd Field afirma que escribió el guion para la actriz, que el filme “es ella” y que, si lo hubiera rechazado, habría parado el rodaje. “No estaríamos aquí sin él”, responde Blanchett. Y agrega: “Es un evento especial cuando Todd decide hacer una película [la anterior, Juegos secretos, es de 2006]. Es muy quisquilloso y perfeccionista en el mejor sentido. No quiere hacer algo falso, y es un escritor exquisito. Fue una de las experiencias más raras y satisfactorias que he tenido con un director”.
Y eso que Blanchett ha trabajado con Alejandro González Iñárritu, Todd Haynes, Woody Allen, Martin Scorsese, David Fincher, Sally Potter o Guillermo del Toro, entre otros. Cualquiera que haya colaborado con ella se rinde ante su compromiso y ética profesionales. Para Tár aprendió alemán, a tocar el piano o a dirigir una orquesta. Y todo en los huecos libres, sobre todo nocturnos y en fines de semana, que le dejaban otros proyectos. “Afectó a mi sueño. Lydia sufre algo parecido y varias noches me desperté. Probablemente había dirigido dormida y tenía los brazos reventados. Y también mi cerebro entraba y salía simultáneamente de ella. Soy bastante práctica, pero terminé obsesionada con el personaje”, confiesa. Hasta ha llegado a contar que se planteó que fuera el último papel de su carrera. Eso sí, de paso, pudo apuntar un nuevo logro en sus listas: desde hace años, según Imdb, cultivaba la peculiar fantasía de actuar en Berlín y en el idioma local.
Otro sueño que se vuelve realidad. Aunque Blanchett asegura que nunca se ha sentado a planificar su trayectoria. Dice que, tras Elizabeth (su primera nominación al Oscar, en 1999), le llovieron las propuestas en corsé. “Básicamente, era siempre el mismo personaje en distintas épocas. Así que volví al teatro, porque no quería eso”, rememora. Sus incursiones en el cine, sin embargo, continuaron. Aunque seguía su propio criterio: “De repente Lasse Hallström hizo un filme [Atando cabos] y quería trabajar con él. Me propusieron un papel, pero quise otro, que era menor. Moría en la página nueve. Y recuerdo que un director me dijo: ‘Tienes que dejar de coger roles pequeños’. Entonces, me di cuenta de que había una especie de camino que se supone que tienes que recorrer como actor hacia un destino, y nunca lo había pensado. Sigo sin hacerlo. Estoy mucho más interesada en el proceso, es lo que me empuja a levantarme por la mañana”.
Blanchett reconoce que intenta no fijarse tampoco en el objetivo que la observa. Durante la conversación, se define como “tímida”. ¿Cómo lidia entonces con la atención que la rodea? “Es raro. Me hizo falta mucho tiempo para estar cómoda ante la cámara. Entiendo por qué ciertas culturas indígenas creen tradicionalmente que te roba el alma. De cierta manera te lleva al subconsciente, que es lo contrario de que algo fluya. Me daba cuenta de que era mucho mejor fuera de foco, cuando hay otro actor en primer plano. Así que empecé a aplicar en mi cabeza el truco de creer que la mirada sigue sobre otra persona”. Dice que las instantáneas que le sacó el célebre fotógrafo Richard Avedon también mejoraron su relación con la cámara.
Además, la intérprete se ha acostumbrado a aceptar que ciertas cosas no están en sus manos. “Hace tiempo usted y yo habríamos hablado y no sabría qué enfoque le daría a la conversación o en qué se centraría, pero hubiese terminado ahí. Ahora tiene tal impacto, es traducido a otros idiomas, vuelve, que ya apenas se parece a la charla que mantuvimos y yo creo que el contexto supone una parte enorme del significado. Y no es solo cuestión de una actriz, todos de alguna forma estamos bajo escrutinio, expuestos al ojo público”, asevera. Aunque, a la vez, ella no ha dejado de pelear con claridad sus batallas: feminista, en defensa de los refugiados o preocupada por el futuro del cine, entre las salas vacías y la monotonía de contenidos y el oligopolio que vislumbra tras el auge de las plataformas audiovisuales en el cine.
Hace dos décadas, un perfil de The New York Times la definió también como “adicta al trabajo”. En otro artículo reciente del mismo diario, en cambio, la actriz hablaba del deseo de ralentizar. De su familia, sus cerdos, sus ovejas, de aprender a hacer queso o, quizás, hacerse apicultora. En Venecia, afirmaba: “En realidad, de 2003 hasta ahora no he cambiado profundamente. Estaba obsesionada con la célebre caminata en la arena que se daba cada día Charles Darwin. Y fui a ver el lugar real. Me imaginaba millas y millas y resulta que son unos pocos cientos de metros. De tanto andar por ese recorrido dio la vuelta entera al mundo. Yo soy muy de ir al fondo de las cosas, pero quiero hacerlo más aún. Y tal vez moverme menos”. Ya hay una nueva tarea en la lista. Cuesta creer que no acabe tachada.