Columna

La mejor arma

Los actos que cambian el mundo son los que, en principio, parecen los más pequeños

Autorretrato de Judith Leyster, a los 24 años, en 1633, conservado en Galería Nacional de Arte de Washington.

La generación de mujeres a la que pertenezco creció agradeciendo ruidosamente su suerte: podíamos decidir si casarnos o no, si ser o no ser madres, si estudiar una carrera o quedarnos en casa. Vivíamos en una envolvente luz de gas que nos hacía sentir afortunadas. Callábamos por prudencia. A pesar de encender el televisor y vernos vestidas con biquinis minúsculos junto a otras mujeres que acariciaban a un señor gordo y rico remojado en un jacuzzi, o de tragarnos a cucharadas la falacia ...

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La generación de mujeres a la que pertenezco creció agradeciendo ruidosamente su suerte: podíamos decidir si casarnos o no, si ser o no ser madres, si estudiar una carrera o quedarnos en casa. Vivíamos en una envolvente luz de gas que nos hacía sentir afortunadas. Callábamos por prudencia. A pesar de encender el televisor y vernos vestidas con biquinis minúsculos junto a otras mujeres que acariciaban a un señor gordo y rico remojado en un jacuzzi, o de tragarnos a cucharadas la falacia de que la única verdad universal era la del hombre occidental, no éramos del todo conscientes de que ―cito a Pierre Bourdieu― aparecíamos en el orden social como símbolos cuyo sentido se constituía al margen de nosotras y cuya función era contribuir a la perpetuación o al aumento del capital simbólico poseído por los hombres para aceptar los símbolos de una posición inferior.

Escribo esto con gusto de higos verdes en la boca y un optimismo extraño. Lo hago después de comprobar qué pasa cuando el silencio de las mujeres pasa de invisibilizarlas a otorgarles poder. Me explico: siéntate con nosotras en un autobús que atraviesa caminos polvorientos en la ciudad de El Cairo. Nuestro amable guía, que lleva un buen rato llamándonos guapas a pesar de que le hayamos pedido que no lo haga, suelta una broma machista. Nosotras callamos y el guía repite el chiste. Da varios golpecitos en el micro y se gira para preguntar si el aparato no funciona. Un silencio limpio, educado y contundente puede ser la mejor arma para que quien no lo ha hecho nunca, empiece a revisarse.

Viéndonos allí sentadas pienso en la escuela de Safo o en la de Plautilla Nelli. En las compañeras Letraheridas de Pamplona y la necesidad de construir espacios de y para las mujeres. Pienso también en la pintora Adélaïde Labille-Guiard, que se autorretrató junto a dos alumnas en una horizontalidad desde la que sabemos que podemos construir con mayor firmeza. En Cindy Sherman, que usó su cuerpo para representar el de tantas otras y que se rio del artificio y la cosificación al que estamos abocadas. En el discurso de Annie Ernaux por la concesión del Nobel.

Antes pensaba que, si eres mujer y pintora, has de olvidar que puedes transitar la calle sin estar alerta, porque el simple hecho de ocupar con tu cuerpo el espacio público es un reclamo. Si viajaba acompañada por un hombre era más fácil: debía de ser que se entendía que ya tenía dueño. Una de nosotras escribe que sacar 21 cuadernos a la vez ha sido una acción poderosa, donde ponía “don’t touch, no photos, no flash” nadie se atrevió a prohibirnos pintar. Nadie nos interrumpió. Nos daba miedo cruzar solas la destartalada carretera que había delante de nuestro hotel, escribe, pero juntas parábamos el tráfico. De vuelta en el autobús, las de las últimas filas se levantan y abrazan a Lara Izagirre, que acaba de saber que su trabajo ha sido nominado para los Goya. Lara llora, se tapa la cara con las manos, y nuestro guía grita feliz: “¿¡Está embarazada!?”.

Decidiendo dónde mirar, nos hemos autorretratado en los cuadernos. Viéndonos hacerlo, pensaba en las que hicieron posible que esto sucediera haciéndolo antes que nosotras, pintándose en los reflejos brillantes de los objetos de sus bodegones, retratando a sus hermanas, dejando constancia de su existencia sentadas delante de un caballete. Judith Leyster, Dorothea Tanning y Leonora Carrington viajaban en nosotras. Alice Neel ha aparecido de un modo estremecedor, su autorretrato como calavera está en nuestros cuadernos porque la muerte puede ser bella, ha escrito Jara Domínguez: viendo tumbas y momias nuestro viaje se convirtió en una celebración de la vida.

Después de una semana nuestro guía ya no nos dice guapas, nos llama por nuestro nombre. Sabe cuándo ha de callar y apartarse. También él disfruta viéndonos crecer en los cuadernos y aprende de lo que vamos descubriendo. Mientras escribo este texto me manda cuatro fotos en las que aparece el dibujo de una mujer envuelta por una bella noche estrellada. “Es la diosa Nut. El dios Ra, el sol, nace de su útero”.

Los actos que cambian el mundo son los que, en principio, parecen los más pequeños.

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