Otras mujeres

En este quinto capítulo de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, se cuenta cómo estaba cambiando –o no– el papel y el lugar de las mujeres

Manifestación en Sevilla por el día internacional de la mujer, el 8 de marzo de 2022.PACO PUENTES (EL PAIS)

El cambio existía y no existía: hablamos de un mundo muy complejo, un mundo que eran tantos. Por un lado, la toma de poder de muchas mujeres había sido la revolución más importante de esas décadas; por otro, muchas seguían viviendo como un siglo antes. Tantas mujeres se habían vuelto otras, y otras seguían, por desgracia, ancladas en lo mismo. En esos días, mientras los biempensantes de Occidente se ilusionaban con unos tiempos en que todo les parecía mutar, en buena parte de África y Asia —e incluso América Latina— la mayoría de las personas seguía sufriendo una moral sexual perfectamente medieval, represión despiadada en nombre de los dioses y el orden familiar. Sus víctimas eran sobre todo, como habían sido casi siempre hasta entonces, las mujeres. Sus victimarios, tantas veces, hombres.

Un masai, con uno de los cuchillos tradicionales para realizar ablaciones.Marvi Lacar (Getty Images)

La expresión más brutal de esta tendencia era el corte del clítoris. La ablación genital femenina era un esfuerzo casi desesperado por mantener las estructuras familiares más arcaicas: una mujer sometida a las órdenes de su hombre. Para eso, lo más seguro era evitar que un deseo sexual la impulsara a desobedecerlas: de donde la práctica milenaria de amputarles el clítoris. Tal mutilación es uno de esos hechos que confunden a la historiadora, que la hacen preguntarse si no le faltan datos, si está usando los que debería, si no entendió todo muy mal: cómo una época no tan lejana, que reivindicaba cierto grado de civilización, toleraba prácticas tan bárbaras, no decidía eliminarlas.


No decidía, las toleraba, las practicaba con denuedo. En algunos lugares el corte se ejecutaba con los instrumentos y garantías de la cirugía de entonces; en otros, con una piedra o un cuchillo, sin asepsia ni anestesia. El alcance también variaba: los castradores podían cortar una parte del clítoris o todo, los labios vaginales menores o incluso los mayores. Entre unas y otras formas, se calculaba que en 2020 vivían 200 millones de mujeres que lo habían sufrido —y que cuatro millones de niñas lo seguían sufriendo cada año. Los países donde más se mutilaba incluían a Mali, Egipto, Sudán, Somalía, Guinea, Mauritania. Por lo que sabemos, las campañas internacionales emprendidas para acabar con esa práctica todavía no habían conseguido los resultados necesarios.



Otra práctica muy difundida contradecía el declive de la institución matrimonial: la persistencia del matrimonio numeroso desigual —o “polígamo”. La lista de los países donde se mutilaba a las mujeres coincidía bastante bien con la de los países donde cada hombre tenía derecho a casarse con más de una mujer. El Islam le permitía hasta cuatro, siempre que pudiera mantenerlas: el matrimonio numeroso era, como tantas cosas entonces, un privilegio para ricos —en algunos países. En Europa, América, China y Oceanía la poligamia ya era ilegal y perseguida; en Rusia era ilegal pero la toleraban; en buena parte de África y Medio Oriente era perfectamente legal: en Burkina Faso, Mali o Nigeria un tercio de la población vivía en hogares polígamos. Y en varios sitios —India, Malasia, Filipinas— solo era legal cuando la practicaba un musulmán: otro ejemplo del conflicto —muy común en esos años— que se producía cuando los estados no se creían con derecho o capacidad para aplicar sus principios jurídicos y morales por sobre las elecciones religiosas de sus ciudadanos.

Juicio en Colarado, EEUU, contra una secta en Colorado, EE UU, que practicaba la poligamia en 2008. George Frey (Getty Images)

Lo mismo sucedía con otra imposición religiosa: el uso, decidido por el Islam, de esos paños que tapaban los pelos y las caras de las mujeres, e incluso sus cuerpos. La costumbre era antiquísima y, como la mutilación, olía a terror: el miedo de los hombres a lo que podían hacer sus mujeres, la capacidad de seducción de las mujeres como un arma tremenda que debían desactivar. Como sucede tantas veces, la debilidad se disfrazaba de supuesta demostración de fuerza. En cualquier caso, tras siglos de cumplir con esa norma, el contacto con sociedades más abiertas hizo que algunas mujeres musulmanas empezaran a rebelarse; muchas, no. En los países laicos de Europa, donde la población islamista había crecido tanto, la polémica no se resolvía: algunos estados prohibían el uso de esos paños en lugares públicos y chocaban con mujeres musulmanas que querían seguir su tradición y también con liberales que reclamaban el derecho de cada quien a actuar como se le cantara y acusaban a esos estados de coartar la libertad individual —mientras otros apoyaban la prohibición de esos tapujos como un modo de liberar a esas mujeres. Se discutía, una vez más, si un estado debía imponer sus convicciones o tolerar que cada quien mantuviera las suyas, por más que contradijeran sus principios básicos.

En la mayoría de los países musulmanes, en cambio, el debate era escaso: la obligación estaba clara y, por diversos medios —convicción, coerción, condena, escarnio público—, se forzaba a las mujeres a cumplirla. Lo mismo hacían, para mostrar su afinidad, los judíos más fanáticos.



Y, por fin, otra práctica que los ciudadanos de los países occidentales creían desterrada y, sin embargo, tenía gran arraigo eran los matrimonios arreglados. Dos siglos antes, esa manera de casarse era la más común en todo el mundo: el matrimonio como unidad de producción de niños y de bienes usaba los métodos más apropiados para cumplir sus metas (ver cap.4). En Occidente esa idea perdió fuerza frente a la ilusión amorosa, pero en ciertos países la lógica productiva —producir, al menos, descendencia conveniente— se mantuvo y los matrimonios seguían siendo determinados por los padres y los casamenteros. En la India, en esos días, más de la mitad de los matrimonios seguía ese proceso: entre los elementos que debían coincidir estaban la religión y la casta, el poder económico y los horóscopos. Las cifras indias mostraban que los matrimonios arreglados eran más sólidos que los espontáneos y que, tras un período de declive, esa certeza los había hecho crecer de nuevo. Numerosos textos de la época se emocionaban o se reían de ese momento peliagudo —a veces en la propia boda o en su víspera— en que una persona conoce a otra persona con la que va a pasar su vida.

Celebración en Bangladesh de una boda entre una menor de 14 años y su marido de 18. SOPA Images (SOPA Images/LightRocket via Gett)

Había, también, un caso extremo de matrimonios arreglados: los que incluían a niñas. Un estudio de 2018 mostraba que, en todo el mundo, una de cada cinco mujeres entre 20 y 24 años había sido casada antes de cumplir sus 18 —y que había, en total, unos 700 millones de mujeres casadas cuando niñas. La costumbre estaba declinando, pero seguía muy difundida en la India, el resto de Asia, buena parte de África y ciertos países de América Latina. En ellos, un cuarto de las mujeres habían sido casadas antes de cumplir 15 años. Esa premura tenía, entre otros, un motivo económico: en muchos matrimonios la familia del novio le pagaba a la familia de la novia un precio, en dinero o en ganado, para compensarla por lo que había gastado en criarla, ya que sería la familia del novio la que la usaría para parir, cocinar, lavar, limpiar, cuidar a los mayores. El precio, en general, bajaba a medida que la niña crecía y disminuía su tiempo de amortización; nadie quería perder plata, así que debían vender lo antes posible.



El machismo era, también, un problema de clase: por cuestiones de educación y de culturas, los más pobres solían serlo más que los más acomodados. Era otra forma de esa desigualdad que sufrían las más pobres —y también sus hombres: los victimarios eran, al mismo tiempo, víctimas de su propia violencia.

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Esos bolsones de machismo extremo —esos lugares donde las mujeres seguían reducidas a esa subordinación que habían sufrido desde siempre— se contradecían con los avances que otras mujeres estaban consiguiendo en otros. En Europa y América —y también entre las nuevas clases medias asiáticas— las mujeres habían avanzado en serio en esos años. En muchos de ellos los movimientos feministas eran las organizaciones políticas más activas y exitosas.

Una característica central de ese movimiento fue que reunió sensibilidades políticas diversas. Había sectores que no concebían la liberación de las mujeres sin la liberación de los pobres, pero otros las desligaban sin dificultad, y así fue como militantes populares pudieron compartir reclamos con banqueras, empresarias con empleadas de limpieza, izquierdas y derechas, okupas y rentistas. El feminismo fue, quizá, la quintaesencia de los movimientos “identitarios” que proliferaron en esos años.

“Los movimientos identitarios son —en sentido estricto— la imaginación de una época sin imaginación. O sea: movimientos sin necesidad de imaginar proyectos por los cuales pelear porque su proyecto son sí mismos, es conseguir para los propios lo que ya tienen los ajenos. Los movimientos identitarios, en general, no pretenden reformular las estructuras de nuestras sociedades: no cuestionan la propiedad privada, la plusvalía, el reparto de las riquezas, las formas del poder. Defienden, contra los ataques de que son víctimas, a los que portan esa identidad.

“Así, el feminismo —digamos— no precisa imaginación: es la aplicación de la lógica natural al esquema social. No hay que inventar el cuerpo social que lo levanta: somos mujeres. No hay que crear estructuras de esperanza: tenemos que tener los mismos derechos que los hombres. No es imaginación, es pura lógica, justicia en construcción.

“Y es necesario y es urgente y es indiscutible: todo eso le permite esta potencia en una época impotente. Los movimientos de mujeres también son tributarios de la idea derechohumanista: defensas de la vida contra las agresiones que la amenazan, tanto por la violencia machista como por los abortos clandestinos como por las discriminaciones laborales, morales, religiosas. Gracias a esos disparadores, las vidas de millones de mujeres van cambiando”, escribió, en esos años, un observador sin muchas luces.



Pocas cosas mejoraron tanto en ese tiempo como la situación de las mujeres en los países ricos; en otros, mucho menos. La pelea feminista tenía, como otras, metas muy distintas según los lugares. En esos años las mujeres saudíes habían conseguido el derecho a manejar vehículos pero seguían dependiendo de un “guardián” hombre —primero su padre, después su hermano o su marido— para cualquier decisión importante. Al mismo tiempo muchas mujeres indias y chinas peleaban por el derecho a alimentarse en épocas de hambre, cuando los hombres seguían teniendo prioridad sobre la poca comida disponible (ver cap.8). En cambio las mujeres occidentales discutían sobre todo tres temas: igualdad de participación, derecho a decidir sobre sus cuerpos, protección contra la violencia.

Mujeres afganas ataviadas con el burka, esperan el reparto de ayuda humanitaria en Afganistán, en una imagen datada en junio de 2022. Scott Peterson (Getty Images)

Su presencia en la vida pública y laboral había aumentado mucho, en las décadas anteriores, apoyada por las cuotas que la hacían obligatoria y, en muchos países, ya no eran necesarias: el sentido común de la época alcanzaba. Sin embargo, no tantas gobernaban: una canciller de Alemania renunció aquel año tras una década en el poder europeo, una de Inglaterra renunció tras un mes en el poder británico, una de Finlandia se tambaleaba porque la habían visto bailando y una derechista italiana acababa de ganar sus elecciones; también gobernaban mujeres en Nueva Zelanda, Bangla Desh, Nepal, Namibia, Grecia, Túnez, Taiwán, Samoa, Dinamarca, Etiopía, Honduras, Singapur y una quincena de países más: era, probablemente, la cifra más alta de la historia —y, aún así, no llegaban a un sexto de las naciones del planeta. Las mujeres tampoco habían alcanzado todavía la mitad de los puestos dirigentes de las empresas, por ejemplo. En los países más avanzados solían ser entre 30 y 40 por ciento. Y en todos su salario medio seguía siendo inferior —por igual trabajo— al de los hombres.



El derecho al aborto era la expresión más acabada de la voluntad de muchas mujeres de manejar la concepción, de decidirla y no sufrirla. Era, estaba claro, una solución de emergencia cuando las otras soluciones no habían funcionado —y el mayor acceso a métodos de contracepción estaba consiguiendo reducir la cantidad de abortos en el mundo; aún así, millones lo reclamaban con fuerza en muchos sitios.

El aborto se había legalizado por primera vez un siglo antes, en la Rusia soviética, 1920, pero muchos países seguían reprimiéndolo. Estaba permitido en casi todos cuando había una razón de “fuerza mayor” —peligro para la salud de la madre, violación, incesto—; lo que dividía las aguas era si una mujer podía solicitarlo sin más explicaciones. Lo permitían un tercio de los países —la mayoría de Europa, Rusia, China, Australia, Argentina entre ellos— y lo prohibían los demás. Pero aún donde la ley lo permitía, muchas mujeres todavía tenían problemas para conseguirlo: médicos que se negaban a practicarlo por prejuicios religiosos, instituciones que remoloneaban, descalificaciones varias. El derecho al aborto se había convertido en una de las polémicas fuertes de la época —y en 2022 una decisión de la Corte Suprema de los Estados Unidos, que volvió a hacerlo ilegal en su país después de medio siglo, calentó inesperadamente el conflicto. Así como otros reclamos eran transversales y reunían a mujeres de distintas clases, a partidos de diversas políticas, el aborto todavía funcionaba como un parteaguas: dividía a los partidos y sectores de “izquierda” —que lo apoyaban— y los de “derecha” que solían manifestarse en su contra.

"Mi cuerpo, mi elección", se puede leer en esta pancarta durante una manifestación feminista en Toulouse (Francia), en noviembre de 2022. NurPhoto (NurPhoto via Getty Images)

La pelea por el derecho al aborto acompañaba el desarrollo de una idea que siempre había sido acallada: por primera vez, cantidad de mujeres manifestaban que no querían ser madres, que no les interesaba, que la maternidad no era la culminación de la femineidad. Era un quiebre importante: aunque muchas lo habían sentido a lo largo de la historia —e, incluso, habían actuado en consecuencia—, muy pocas se habían atrevido a proclamarlo.



Otro tema principal del feminismo era la pelea contra la violencia de género. Gracias a su combate se supo que en todo el mundo, cada año, una de cada diez mujeres era agredida física o sexualmente por un hombre cercano —y que, por supuesto, esas cifras variaban tanto según las regiones: en ninguna los ataques eran tan numerosos como en África. Se calculaba que aquel año había habido en el mundo unos 500.000 homicidios (ver cap.23). Solo una de cada seis víctimas había sido una mujer, pero el feminicidio era particularmente odioso porque los asesinos solían ser hombres que esas mujeres conocían —esposos, novios, exes, parientes, amigos, conocidos.

El feminismo convirtió esta plaga silenciada en un tema de debate del que se ocuparon las legislaciones de docenas de países. Y la opinión pública: el combate contra la forma primaria de esa violencia, el acoso sexual, tuvo en esos años una gran difusión.

Todo había empezado a mediados de la década anterior con el llamado #MeToo, la iniciativa de una actriz norteamericana que propuso, en las redes sociales del momento, que las mujeres que hubieran sido acosadas dejaran de callarlo y lo contaran. El efecto cascada fue inmediato: miles de casos que habían sido ignorados durante décadas salieron a la luz, con consecuencias varias. Así produjeron una conciencia y un cuidado que hicieron que los hombres abandonaran la presunción de que podían usar impunemente sus distintos poderes para conseguir sexo. Algunos sectores, sin embargo, se quejaron de que el movimiento también produjo una ola de puritanismo asustado en que tantas personas —hombres, sobre todo— se privaban de cualquier seducción por miedo de sobrepasar unos límites que no siempre les quedaban claros. En ciertos círculos del MundoRico, surgió la costumbre de firmar —en soporte digital o no— un acuerdo previo entre dos jóvenes que estuvieran por iniciar algún juego sexual: así quedaba claro que no había habido abuso.

Y, por otro lado, la catarata de denuncias causó gran cantidad de condenas sociales a los denunciados. Muchos las merecían; algunos, sin embargo, lamentaban que no hubiera ninguna instancia donde pudiesen defenderse, argumentar su inocencia: que bastaba la acusación para que fueran “cancelados”.

La idea de la “cancelación” fue central en este asunto: alguien sospechado de algún tipo de acoso o tropelía era forzado a dejar de hacer lo que había hecho de su vida social o laboral. El movimiento, por supuesto, tuvo más fuerza en Estados Unidos, donde se había originado, pero sus olas llegaron a la mayoría de los países ricos —y desarmaron muchas vidas. Y crearon, seguramente sin querer, una corriente moralista que tiñó, curiosa paradoja, aquellos tiempos que se habían imaginado más allá de la moral.



El movimiento de las cancelaciones se cruzaba, a veces, con uno característico de la época: lo llamaban “corrección política” y era la prohibición, muy MundoRico, de decir cosas que pudieran ofender a quienes las oían. Su voluntad de acabar con las agresiones a ciertos sectores vulnerables era perfectamente defendible, pero a menudo se excedía y terminaba por tratar a todos como si fueran criaturas indefensas que podían ser gravemente lesionadas por dos o tres palabras fuera de lugar. Era, en ese sentido, una época reaccionaria: reaccionaba contra ciertas libertades —de palabra, de gestos— en nombre de ciertos derechos o valores. Una época paternalista: se protegía a ciertos grupos o personas en la asunción de que no sabrían o podrían protegerse o que precisarían esa protección. Era lo que había hecho, durante tantos siglos, la religión cristiana.

Eso produjo efectos: era difícil decir nada porque no se sabía cómo lo tomaría algún otro; entonces muchos elegían callarse por si acaso. Otro efecto curioso fue la desnaturalización de los insultos: si, durante siglos, muchos de ellos, en muchos idiomas, referían al linaje —acusando, sobre todo, al insultado de descender de una “prostituta”— y a ciertas características sexuales, en ese nuevo clima este tipo de epítetos sonaba descentrado antes de sonar incomprensible.

En cualquier caso, fue también una época de transición en el tenor de los insultos. Por el momento solo se había producido esa incomodidad; todavía no aparecían los epítetos de nuevo tipo que se impondrían más adelante.



Junto con la variación de los insultos recrudeció el debate sobre ese tráfico que, durante siglos, se llamó “prostitución”: el hecho de que una mujer —más a menudo— o un hombre, ambos de carne y hueso, cobraran dinero por mantener algún tipo de intercambio sexual con un hombre —más a menudo— o una mujer. La práctica era ancestral —tanto que solían llamarla “el oficio más antiguo del mundo”— pero en esos años los sectores más progresistas, incluidos los diversos feminismos, la discutían con ardor: que si la libertad de usar tu cuerpo incluía la de venderlo o si vender tu cuerpo suponía tal humillación y sumisión al poder del dinero que no era una falsa libertad y debía erradicarse. Ya sabemos por qué vía tan inesperada se resolvió el asunto.

Próxima entrega: 6. Las vidas largas

Gracias a los avances médicos y sanitarios las personas vivían más que nunca. El poder de los grandes laboratorios. La invención de la vejez, sus problemas, algunas soluciones.

El mundo entonces

Una historia del presente

MARTÍN CAPARRÓS

'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.

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