El amor distinto
En este cuarto capítulo de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, se cuenta cómo estaban cambiando las familias y los sexos y sus relaciones
Era un mundo sexual. Hasta entonces, por supuesto, el sexo siempre había estado presente en las vidas, las culturas, las civilizaciones, pero en muchas de ellas había sido ocultado, reprimido: solía ser el gran secreto, ese silencio que gritaba en todos los rincones. A fines del siglo XX terminó de volverse muy explícito: pocos elementos de aquel mundo no llevaban una marca sexual. Desde las formas de vestir hasta los anuncios de cualquier producto, desde los bailes hasta los lenguajes y las artes, desde los debates públicos hasta las búsquedas privadas y los grandes movimientos políticos, es ...
Era un mundo sexual. Hasta entonces, por supuesto, el sexo siempre había estado presente en las vidas, las culturas, las civilizaciones, pero en muchas de ellas había sido ocultado, reprimido: solía ser el gran secreto, ese silencio que gritaba en todos los rincones. A fines del siglo XX terminó de volverse muy explícito: pocos elementos de aquel mundo no llevaban una marca sexual. Desde las formas de vestir hasta los anuncios de cualquier producto, desde los bailes hasta los lenguajes y las artes, desde los debates públicos hasta las búsquedas privadas y los grandes movimientos políticos, es probable que no haya habido antes —y quizá después— un momento en que la humanidad estuviera más sexualizada.
(Aunque un autor confuso decía entonces que un ser humano medio —¿un ser humano medio?— se pasaba el 0,45 por ciento de su tiempo ejerciendo sexo presencial. Si se calcula que la media de las personas —¿la media de las personas?— vivía unos 72 años, eso significaría que esos señoras y señores medios dedicaban 2.840 horas de su vida a semejante práctica. Esas 2.840 horas son, repartidas entre 60 años —más medias— de actividad sexual presencial, unas 47 horas por año, casi cuatro por mes, alrededor de una por semana. El cálculo es curioso, porque demostraría que la presencia que supuestamente tenían aquellos ejercicios era mucho más teórica que práctica, más ilusoria que real: una legión de fantasmas excitados, muy excitados pero muy fantasmas.)
Pese a tanto sexo, carnal o fantasmático, en la Tercera Década la familia —en su sentido tradicional— seguía siendo la unidad básica de organización afectiva y social. Cada vez se concentraba más: ya no eran esas familias de tres generaciones y numerosos integrantes —abuelos, madres, hijos, tías, sobrinos, primos, primas— que primaban décadas antes, sobre todo en las zonas rurales. En esos días la familia por excelencia —con sus variantes según países y culturas— era esa que entonces llamaban “nuclear”: una madre, un padre, uno, dos o tres hijos menores de edad. Esas familias, en su etapa de reproducción y crianza, compartían una casa.
Las escasas iniciativas que, durante el siglo XX, trataron de romper con ese modelo para buscar otros criterios de cohabitación —como, por ejemplo, los kibutz israelíes— habían fracasado. Aunque era cierto que, en el MundoRico, la cantidad de personas que vivían solas ya había aumentado tanto. Si cien años antes los “solteros” eran una minoría de excéntricos o despechados que despertaban condena o compasión, en 2020 la opción se había vuelto atractiva: más de un cuarto de las viviendas norteamericanas tenía un solo ocupante; en Holanda o Alemania eran más de un tercio; en Suecia o Noruega, la mitad. Cuanto más rica era una comunidad más solos vivían sus miembros. Algunos lo interpretaban como una muestra del aislamiento creciente de aquellas sociedades “obsesionadas por el éxito”; otros, como la confirmación de que el supuesto espíritu gregario y familiar del ser humano siempre había sido una simulación o una condena —y que ya era el momento de dejarlo atrás. Para tratar de sostenerlo abundaron los escritos que insistían en que no era lo mismo vivir solo que sentirse solo, la soledad que la soledad.
(En esa soledad se instalaba otra marca de época: el auge del animal doméstico. Desde que el hombre se hizo hombre siempre vivió rodeado de otras bestias. Gallinas que le ponían los huevos, gatos que le comían las ratas, perros que le cuidaban las ovejas, ovejas que lo abrigaban, vacas que le daban leche y bosta y calor y trabajo, gansos que lo alertaban, palomas que lo comunicaban, halcones que le cazaban, caballos, burros, mulas, camellos, elefantes, llamas que lo transportaban, cabras, cerdos, abejas, conejos: los usaba para sobrevivir. Eran herramientas: cuando no se las comían, los hombres las aprovechaban para sus necesidades. Pero la mayoría de aquellas bestias fue reemplazada por máquinas —más eficaces, más fáciles, más limpias— y perdió su trabajo; lo conservaban, entonces, las que podían producir comida o ser comidas.
Durante un tiempo, los hombres se alejaron de los animales: porque ya no les servían, porque se fueron a vivir a las ciudades. En las pobres todavía quedaban algunos: ratas, cucarachas, perros sueltos, gatos extraviados, un burro, una gallina, las vacas de la India; en las ricas, solo los pájaros y otros insectos y la enorme cantidad de perros y gatos hogareños. En esos días se calculaba que había, en todo el mundo, entre 800 y 900 millones de perros que consumían más de 100.000 millones de euros al año en comidas y remedios y lacitos, y producían unas 400.000 toneladas de mierda cada día. Su situación —como la de los gatos— había evolucionado igual que el resto de la economía del mundo: los animales que quedaban cerca de las personas ya no trabajaban en la producción sino en servicios; en concreto, el servicio de la compañía y el juego y el mimito. Por un lado, acompañaban a los solos, les daban a sus casas un toque de color y de calor; por otro, amalgaban la familia: aquellos tiempos no concebían nada más familiar que una pareja con sus hijos y un perro, el amigo mejor.)
En esos días era más fácil que antes vivir solo. El avance de las comunicaciones, que hacía que las personas se relacionaran cada vez más por vías digitales —verse sin tocarse, hablarse sin olerse, encontrarse sin encontrarse—, lo hacía menos tajante. Pero ese aislamiento requería ciertas condiciones económicas —el solo debía pagar todos los gastos de su casa—, sociales —que las mujeres no siguieran encerradas en sus hogares— y, finalmente, afectivas: una sociedad que ya no concebía el matrimonio como la única forma de relación sexualizada entre dos adultos.
Y aún así, el modelo de ocupación familiar de las viviendas seguía primando. Al fin y al cabo las familias todavía habitaban más de la mitad de las casas en casi todos los países ricos, más de tres cuartos en los demás. Cuanto más pobre era un lugar, más probable resultaba que sus casas albergaran a muchos parientes. Sucedía en 99 de cada 100 en Pakistán o Afganistán, por ejemplo. Pero, aunque el modelo familiar tradicional seguía siendo muy mayoritario, ya había dejado de ser la única opción —y su poder menguaba día tras día.
El gran cambio —que venía de décadas anteriores— empezó cuando la sexualidad se escapó de las casas, se liberó de las familias. Durante siglos, la alianza de estados y religiones había conseguido mantenerla mayormente dentro; hacia 2020 el sexo había perdido el carácter reproductivo en que lo habían confinado. Gracias a la gran difusión de los anticonceptivos orales y tópicos, que ya llevaba medio siglo, la reproducción no era más que una de las numerosas consecuencias posibles —casi siempre evitada— de un acto sexual. O, mejor: transformó el acto sexual en una acción sin consecuencias. Pocos inventos produjeron más cambios en las conductas que la famosa “píldora”, que permitió a millones y millones de mujeres vivir vidas distintas. Por supuesto, no todo eran ventajas: muchas mujeres tenían problemas —físicos o psicológicos— con esas drogas y, sobre todo, era muy injusto que fueran ellas las que debían, una vez más, ocuparse y arriesgarse. Pero, aún así, el cambio fue crucial.
(Mientras tanto, ciertas iglesias seguían combatiendo los anticonceptivos. Destacó, por su letalidad, la resistencia de la iglesia de Roma a la distribución de preservativos en aquellas regiones africanas donde la difusión de enfermedades de transmisión sexual, como la llamada “sida”, causaba tantas muertes. So pretexto de principios, las jerarquías católicas hicieron todo lo posible por impedir que se utilizaran esas profilaxis y, así, se volvieron culpables de la muerte de millones de personas que se contagiaron por no usarlas. Después, como siempre, pedirían perdón.)
El movimiento, de todos modos, era incontenible y no consiguieron contenerlo: fue entonces cuando empezó a consolidarse —en el MundoRico— la caída de algo que parecía eterno: el matrimonio indisoluble.
Durante siglos la pareja legalizada y vitalicia había sido la forma hegemónica de relación y reproducción de las personas: no casarse, en esa lógica, era un fracaso existencial, haber fallado. Pero practicar sexo con alguien sin haberse casado también era una infracción a muy variadas reglas o, en las palabras de esa tribu, “un pecado”. En 2022, en cambio, ya nadie suponía que el sexo debiera limitarse a los matrimonios o parejas constituidas; cuando se pensaba en sexualidad en esos años se pensaba en instancias mucho más complejas y confusas.
Es cierto que todavía subsistían esos matrimonios que habían funcionado durante siglos, en que el hombre salía de la casa a buscar provisiones y la mujer se quedaba para cuidar el hogar y los hijos y preparar los víveres que el macho conseguía. Pero era cada vez más frecuente que ambos proveyeran, con sus trabajos, los bienes necesarios o superfluos —y eso había cambiado la manera de sus relaciones y había creado otras.
Los matices variaban según los países y sus ideologías y su riqueza. La mayoría de los países no musulmanes ya registraba menos de la mitad de casamientos que medio siglo antes. La tendencia tenía distintos matices en cada cultura, pero en todas las unía una causa: que el matrimonio ya no era visto como la única forma de que un hombre y una mujer compartieran un tramo de su vida. Quizá, también, porque ese tramo se les hacía muy largo: no era lo mismo comprometerse “hasta que la muerte los separe” cuando esa separación demoraría 20 o 30 años que cuando podía necesitar el doble. En cualquier caso fue curioso —sorprendente— ver cómo instituciones que habían sobrevivido tanto tiempo cambiaban en tan poco.
(El matrimonio supuestamente indisoluble había durado muchos siglos; el matrimonio supuestamente indisoluble por amor había durado, en cambio, apenas dos: fue, por unas cuantas décadas, el producto de la intersección de un par de ideas casi contrarias que coincidieron en el tiempo y el espacio. El matrimonio siempre había servido como una unidad de producción —de hijos, de bienes, de ideología— que se pactaba de diversas maneras —a menudo lo hacían los padres de los novios— y no incluía la noción de amor pero sí la de permanencia: el vínculo operativo no podía romperse, so pena de consecuencias muy incómodas. En el siglo XIX, cuando el romanticismo introdujo la idea de que el amor debía intervenir en la elección del cónyuge, la idea del matrimonio indisoluble todavía estaba vigente: así se encontraron brevemente dos opuestos, el amor y la duración. Esa idea del matrimonio indisoluble por amor era insostenible y empezó a disolverse en la segunda mitad del siglo XX, cuando cada vez más personas lo entendieron y practicaron su disolución.)
En Inglaterra, por ejemplo, el 83 por ciento de los hombres nacidos en 1940 se había casado antes de cumplir 30 años; sólo el 25 por ciento de los nacidos en 1980 estaba casado al llegar a esa edad. En muchos casos, porque no se casarían nunca; en otros porque, con el estiramiento de las vidas y el cambio de costumbres laborales, los que se casaban lo hacían mucho más tarde. En Portugal, por ejemplo, en 1980, la media de las mujeres se casaba a sus 23 años; en 2020 lo hacían —las que lo hacían— después de sus 30.
Y se fue abriendo paso la idea de que el matrimonio no era la única manera de procrear. En Italia, por ejemplo —país católico por antonomasia—, en 1970 sólo el 2 por ciento de los niños nacía de una madre soltera; en 2020 eran casi el 30 por ciento. En ese momento en México y Chile eran más del 65 por ciento, en Francia, Bulgaria o Dinamarca alrededor del 58: la idea del matrimonio como unidad productora de bebés iba cayendo en el desuso. En el MundoRico uno de cada ocho niños vivía con un solo padre —que, en la enorme mayoría de los casos, era la madre. En el MundoPobre la proporción aumentaba proporcionalmente.
No está claro, visto desde aquí, si eran conscientes del hecho de que nunca —o casi nunca— en la historia había habido una sociedad donde cada persona tuviera más posibilidades de inventar su vida de relación. Ciertos límites económicos y sociales sobrevivían, por supuesto. Pero, más allá o más acá de ellos, sus vidas no tenían nada que ver con lo que habían sido las de sus abuelos o bisabuelos que, casi sin excepción, tenían un destino prefijado de trabajo, matrimonio, procreación, retiro y muerte. Muy pocos se escapaban de él, y solían pagarlo caro. Durante siglos la mayoría ni siquiera se lo planteó: el camino estaba trazado desde siempre y había que seguirlo. El deber ser había sido intenso, incuestionable; en esos días ya no. O, si acaso, el nuevo deber ser consistía en encontrar formas distintas.
(Y, sin embargo, más allá o más acá de cualquier busca y de cualquier sanción, la relación de pareja seguía siendo la más prestigiosa, la norma que tranquilizaba: los que estuvieran en una —aun si no la disfrutaban locamente— se consideraban bien colocados; los que no, en general, suscitaban sospechas: que no podían, que no lo conseguían, que por qué no lo querrían. Los emparejados no causaban preguntas: eran la respuesta aceptada y acertada. El mayor cambio era que, si acaso, en los países más occidentales, esas parejas no tenían porque ser de hombre y mujer.)
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El avance de las formas de gestación ampliaba las posibilidades. Durante milenios, los bebés solo pudieron producirse de una forma: por efecto del coito entre un hombre y una mujer, el embarazo de dicha mujer, su parto. De pronto, esas formas se habían multiplicado.
Desde el nacimiento, en julio de 1978 y en Inglaterra, de Louise Joy Brown, “primera bebé probeta”, se había desarrollado una industria floreciente de ayudas a la concepción, la “fertilización in vitro”. Consistía en utilizar los espermatozoides y óvulos de dos personas para crear, en un entorno artificial, un embrión viable. Lo cual dio lugar a numerosas variantes: las parejas en las que la madre no se embarazaba pero podía recibir su embrión ya fecundado y criarlo en su útero, las parejas en las que el semen del padre no era fértil y se recurría a donantes anónimos, las madres que querían parir sin un padre presente y recurrían a esos donantes, las parejas femeninas que conseguían un donante con o sin contacto, las parejas masculinas que recurrían a un óvulo donado y contrataban un “vientre de alquiler” para criarlo —y tantas más.
El tema de los vientres de alquiler fue muy debatido: en general, se trataba de mujeres pobres que recibían una buena suma por el “trabajo” de gestar. Pocas veces el alquiler de los cuerpos como “fuerza de trabajo” fue tan evidente. (Y resultaba involuntariamente irónico: la palabra “travail” —de donde “trabajo”— significó, durante siglos, los dolores del parto.)
El sistema era típicamente industrial. En los países pobres, las madres sustitutas se pasaban los nueve meses encerradas en clínicas especializadas en producir bebés para entregarlos a sus “legítimos dueños”. Allí las cuidaban, nutrían, controlaban: en este oficio —a diferencia de muchos otros— una obrera mal alimentada o mal portada no era un buen negocio. El embrión fertilizado que cada trabajadora recibía era el resultado de un óvulo que podía o no venir de la madre y esperma que podía o no venir del padre. Si había donantes de uno u otro eran anónimos pero no indiferentes: los aportes de un profesional modelo o una modelo profesional se cobraban mucho más que los de seres normalitos —porque producirían niños más guapos o más inteligentes. El diseño y la discriminación llegaban a todas partes.
(Hasta 2015, cuando sus autoridades lo prohibieron, la gran fábrica de bebés ajenos fue la India. Desde entonces otros países —Bangladesh, Georgia, Ucrania, Colombia, México— intentaron tomar el relevo. Así, madres y padres del mundo próspero mandaban sus embriones, y doctores locales se los implantaban a una chica local que, por poner su cuerpo a producir full time durante nueve meses, ganaba lo que nunca habría ganado en muchos años de empleo, si lo hubiera tenido: entre 5 y 10.000 euros. Por la misma labor una chica norteamericana podía cobrar 50.000, así que el precio total del bebé USA, incluyendo médicos y máquinas y agencias y abogados y plusvalías diversas, superaba largamente los 100.000; en los países baratos se lo podía conseguir por menos de la mitad.)
En ese contexto, la condición de padre o madre también se sacudió, encontró sentidos que nunca había tenido.
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Al mismo tiempo, en los países ricos se terminaba de instalar una tendencia que, por una vez, se había originado en los sectores más pobres: el armado de familias complejas. El abandono generalizado de la idea del matrimonio indisoluble produjo formas de relacionarse que habían existido poco —y, en general, disimuladas.
Las familias se reformularon: los niños seguían criándose con sus madres o padres más o menos naturales, pero esos padres se mezclaban mucho más. Era normal que una mujer con hijos se uniera con un hombre con hijos y que todos esos niños convivieran, o que una mujer o un hombre con hijos se uniera con un hombre o una mujer sin y que esos niños crecieran con ese hombre o mujer y sus familias. En síntesis: aparecieron una serie de relaciones que hasta entonces no se habían definido —porque no habían tenido curso legal—: la hija de mi novio, la hija del novio de mi mamá, la hija del novio de mi hijo y otras, que, aunque frecuentes, no tenían nombres todavía en los idiomas de esos tiempos. Era curioso: en sociedades que no tardaban nada en inventar palabras para casi todo —incluidos objetos o conductas que se olvidarían en unos meses— estas nuevas formas de parentesco se mantuvieron mucho tiempo condenadas a la perífrasis, sin un nombre propio.
Pero, más allá de esa carencia, lo cierto es que esas nuevas funciones demostraron sobre todo que la familia, ese pilar supuestamente inalterable, también era dinámica, variable: que esos chicos podían ser tus hermanos durante un tiempo y dejar de serlo después, por ejemplo.
Y cada vez más países aceptaron la constitución de familias con dos padres o madres del mismo sexo. El matrimonio homosexual había sido legalizado por primera vez en el inicio del siglo, el 1 de abril —Fool’s Day— de 2001, en Holanda; en 2022 ya era legal en otros 32 países, todos ellos en Europa y América salvo Sudáfrica, Nueva Zelanda, Australia y Taiwán. En esos países —y en algunos más— la condición homosexual dejó de ser algo marginal para instalarse en el espacio social. La reivindicación del matrimonio para todos produjo cierto disenso: los que pensaban su homosexualidad como una forma de situarse fuera de las instituciones establecidas deploraron la idea de adaptarse a esas instituciones. La homosexualidad dejó de ser, entonces, una fuerza crítica —del estado, la iglesia y otras maneras de control social— para pasar a ser una tendencia que bregaba por su integración. Y muchos lo celebraban: nunca habían querido ponerse fuera de ninguna regla; eran las reglas las que los ponían fuera.
(En ciertos países ricos las parejas homosexuales se habían convertido en un blanco comercial privilegiado: ambos solían trabajar, a menudo no tenían hijos y podían consumir más que otros. Eran la mayoría de esos que el marketing norteamericano llamó “dinks” —dual income no kids—, para cuya captación trabajaba con denuedo.)
En esos días se discutía qué proporción de los hombres y mujeres eran homosexuales. La cifra se complicaba en la medida en que había que precisarla, como siempre: no era lo mismo computar a los que habían tenido encuentros esporádicos con alguien de su mismo sexo —en un momento en que esas experiencias perdían su peso dramático y se hacían cada vez más frecuentes entre los jóvenes— que contar solo a los que se definían como bisexuales o exclusivamente homosexuales. Una cifra que los movimientos de “gays y lesbianas” —como se los llamaba entonces— solían enarbolar era el 10 por ciento: que eran el 10 por ciento de la población. Los estudios más extensos —en los países ricos— no llegaban a la mitad de esa cantidad. Un ejemplo tosco: entre 2005, cuando se aprobó el matrimonio homosexual en España, y 2020, se celebraron unos 49.000, un poco más de hombres que de mujeres —y en aumento. En ese mismo lapso, los matrimonios heterosexuales fueron unos 2.750.000 —y en franco descenso. Había habido, en ese lapso, 56 matrimonios desiguales por cada matrimonio igualitario.
Fueran cuantos fueran, era indudable que, tras siglos de condenas y repudios, la homosexualidad empezaba a ser vista en esos países como algo “normal” —con todo lo que la palabra normal puede encerrar. Era otra muestra de la partición del mundo: eso no sucedía en Asia ni en África. O, dicho de otro modo: sobre los 8.000 millones de habitantes de la tierra, no más de 1.300 millones —uno de cada seis— vivían en países que aceptaban la convivencia homosexual.
Para los demás, la situación iba desde el mero desaire de los “Tres Noes” chinos —No aprobar, No desaprobar, No promover— hasta la condena judicial: unos 70 países la reprimían con penas que iban desde los 100 latigazos de Indonesia o Somalia hasta la decapitación saudita o la horca iraní. Casi todos esos países estaban en África o el oeste de Asia; casi todos eran “musulmanes” y basaban su prohibición y sus castigos en textos de su libro sagrado, el Corán. Por eso sus decisiones pueden parecernos caprichosas: en Yemen, por ejemplo, un hombre soltero sorprendido con otro hombre podía recibir latigazos o un año de prisión, pero uno casado podía ser ejecutado a pedradas. Y en cambio una mujer casada sorprendida con otra mujer podía pasar tres años en la cárcel.
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Y, mientras tanto, en los países tolerantes, las formas de la sexualidad iban cambiando. La separación entre sexo y matrimonio, entre sexo y reproducción, había abierto la puerta: para muchos, que habían dejado de pensar en el sexo como un deber reproductivo o un ejercicio comprado, cualquier combinación sexual era admisible e incluso reivindicable. La variedad era promovida en casi todas partes, desde los medios de prensa más conservadores —como una forma de conservar las parejas— hasta los ambientes más marginales —como una forma de diferenciarse que, a esa altura, ya los diferenciaba poco. La “moderación sexual” que, durante los siglos anteriores, había sido, si no la conducta, la consigna, pasó a ser una desgracia, una especie de oxímoron.
(Quedaban, sin embargo, fuera de esa tolerancia ciertas prácticas: el sexo infantil —sexo entre niños—, la pedofilia —sexo con niños— y, por supuesto, las violaciones, abusos y otras violencias corporales. Se discutía, en cambio, mucho sobre la legitimidad o no de la prostitución.)
En ese marco, un cambio poco debatido tuvo una influencia decisiva sobre millones y millones: la expansión de los vídeos pornográficos. Se llamaba entonces pornografía a una forma curiosa de narración consistente en registrar, con tesón de entomólogo, a hombres y mujeres incrustándose sus sexos u otros enseres mutuamente, atléticos y acrobáticos, a veces incluso brutales, con el fin de suscitar algún modo de excitación en sus consumidores. La pornografía en movimiento apareció con el cine, a principios del siglo XX, y nunca dejó de crecer, pero su acceso siempre fue relativamente difícil y su circulación, escasa. Hasta los primeros años del XXI: entonces, con la extensión de la inter-net, las imágenes más porno quedaron a un clic de distancia de cualquiera. Fue una avalancha. En 1970 una institución estatal calculó que toda la industria pornográfica norteamericana movía unos 10 millones de euros al año; medio siglo después, esa cifra se estimaba en 13.000 millones. Cada media hora, decían, se producía en los Estados Unidos un nuevo vídeo porno. En esos días, los niños del mundo rico y no tan rico accedían a ellos sin problema.
Esa difusión produjo un cambio sustancial: durante milenios, los jóvenes de ambos sexos iniciaban sus vidas sexuales a fuerza de instinto, preguntando, imaginando, sin haber visto antes lo que se suponía que hicieran, descubriendo juntos. O, si acaso, en un movimiento que reafirmaba el poder masculino, los varones se “educaban” con una prostituta, e “instruían” a su vez a sus esposas. Con la difusión de la pornografía casi todos ellos ya habían visto, antes de intentarlo, ejemplos prácticos. El sexo dejó de ser búsqueda e invención —o mansplaining— para pasar a ser imitación. Y el modelo del porno, que no estaba pensado para ser modelo, estaba lleno de violencias y piruetas, la idea del coito como dominación, producción, competencia —que tuvo, para muchos, consecuencias nefastas. Pero, al mismo tiempo, ofrecía a sus jóvenes espectadores un abanico de opciones —que, en muchos casos, los llevaban al repudio y la búsqueda de otras posibilidades.
Era, también en eso, un momento de transición: la sexualidad se desarrollaba en todo tipo de imágenes pero todavía se practicaba en el encuentro de los cuerpos. Y el mayor cambio era la desconexión que se había operado entre sexo y afecto, que habían estado ligados —salvo en el caso de la prostitución, donde el dinero sustituía al segundo— durante un par de siglos, desde la imposición del matrimonio por amor. Pero ya no: el sexo era una actividad escindida de la afectividad, algo que se podía hacer sin que implicara una relación más allá.
(La metáfora más clara es la del baile: así como en las viejas milongas una mujer bailaba con un hombre y, terminado el tango, que compartían con pasión, cada uno se volvía a su mesa, así era, para cada vez más jóvenes, el sexo en esos días.)
Pero todavía, en general, se mantenían criterios muy rígidos sobre qué era bello y qué no, quiénes eran los sensualmente privilegiados y quiénes los desfavorecidos. Estaba claro, y los aparatos de difusión y venta lo recordaban sin parar. Tales cosas estaban bien y tales estaban mal: las arrugas y los granos mal, las pieles lisas bien; los ojos grandes claros bien, los oscuros chiquititos mal; las narices estrechas respingadas bien, las anchas aguileñas mal; las tetas sostenidas bien, las declinadas mal; las piernas largas finas bien, las cortas gordas mal; las cinturas finas bien, los rollos y grasas más que mal.
El set era largo y complejo y, sin embargo, la mayoría de aquellas personas lo conocía de una forma intuitiva, sin pensarlo: tan eficaz era su difusión. Para romperlo —entre otras cosas— se abría entonces una época de exploración: muchos jóvenes, cuyos mayores ya habían conseguido el derecho a una sexualidad no institucional, valoraban la experimentación, la búsqueda de modos y maneras distintas, que sus padres no habían siquiera imaginado. Los ayudaban las nuevas técnicas de intervención sobre los cuerpos que abrían opciones que habrían sido imposibles unos años antes. Como siempre, es difícil saber si fue el deseo el que creó la técnica o la técnica el deseo. Pero sí parecía claro que había que pensarse diferente, y en esa diferencia estaba todo el gusto.
“Ella estiraba sus pasos de pantera por una calle del centro de Madrid: ella tenía las piernas largas finas de canela oscura, la falda hipotética, las nalgas bamboleadas, la espalda poderosa cruzada por las tiras de un top blanco; ella tenía el pelo negro en cascada y recovecos; ella valía la pena de mirarla. La pasé, para verla de frente: ella tenía su cintura de avispa, sus tetas de muestrario, sus aros grandes muy dorados, su nariz aguileña, sus ojos almendrados, su barba de dos semanas perfectamente recortada. (…) En unas décadas, los historiadores que escriban este principio de siglo dirán que fue el momento en que los sexos se pusieron complejos: en que los avances técnicos y los cambios culturales permitieron que hombres y mujeres pudieran decidir si querían ser hombres o mujeres o algo más, algo que intentarían inventar. Tras décadas de pelea por el derecho a ser homosexual, las puertas quedaron entreabiertas para ser algosexual, para crearse. El cuerpo propio se ha transformado, para muchos millones, en el centro de la experimentación y de la búsqueda. Es fascinante y puede ser, al mismo tiempo, descorazonador: yo suelo preguntarme si esta insistencia en elegir el cuerpo de uno como el lugar de los combates no es el reflejo de un desaliento, la manera de resignarse a no dar esas peleas en el cuerpo de todos, el cuerpo social. O, a lo sumo, darlos en el común para ganarse el derecho a darlos en el propio”, dejó escrito un amargado de esos días.
Era uno de esos períodos en que, a falta de un proyecto colectivo (ver cap.10), la atención de los individuos se desplaza hacia sí mismos. Muchos jóvenes y no tan jóvenes de esos días dedicaban enormes esfuerzos a la construcción de identidades —personales, sexuales— que no encajaran en las ya existentes. De la división en dos géneros estrictos y heterosexuales, la tendencia había pasado, a fines del siglo XX, a la aceptación de diversas homosexualidades y, a principios del XXI, a la normalización de una idea nueva: que se podía ser “no binario”, “fluido”, no pertenecer a un género o al otro sino construirse una identidad más allá de esos límites. Por uno de esos pases mágicos a los que son proclives ciertos movimientos, la homosexualidad, que había sido el colmo del margen décadas antes, se había convertido en pura adaptación para aquellos que reivindicaban su derecho a no encasillarse en un género dado.
El juego era fascinante y, por su novedad, despertaba en esos días una atención particular. Era el juguete nuevo, aquel que permitía definir la época con rasgos que ninguna otra había tenido, pero su peso real —su influjo en las vidas de las mayorías— era módico. Los ambiguos y los transexuados eran, en verdad, una pequeña minoría en el MundoRico. Según los cálculos más generosos eran entonces, en todo el mundo, 1 de cada 10.000 personas: menos de un millón en el planeta.
(En la Argentina, por ejemplo, donde la idea estaba ampliamente difundida, la posibilidad de cambiar de sexo en los documentos oficiales —que databa de 2012— había sido aprovechada en esos diez años por unas 12.600 personas: un 0,08 por ciento de los mayores de 15 años.)
Sin embargo se hablaba, según parece, mucho de ese giro. Su presencia insistente en los debates mundiales debía relacionarse con la clásica fascinación por lo extremo, por el cambio de lo que parecía inmutable. Pero todavía eran iniciativas individuales, que implicaban a muy pocos, que no cambiaban aquellas sociedades. Es cierto —visto desde ahora— que aquellas discusiones no habían sabido ver el punto en el que sí. Y es cierto que, entonces, las fortalezas de la conservación no se rendían.
Próxima entrega: 5. El desamor igual
Las mujeres eran más libres que nunca —en algunos lugares. En otros, seguían tan sometidas como siempre, porque sus culturas lo imponían. ¿Había que respetarlo?
El mundo entonces
Una historia del presente
MARTÍN CAPARRÓS
'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.