Mahler, Harding y la Concertgebouw Orchestra renuevan la magia de Ibermúsica
La monumental ‘Sinfonía número 9′, de Mahler, tuvo como aperitivo una obra del joven neerlandés Rick van Veldhuizen, estreno en Madrid
El ciclo sinfónico de Ibermúsica vuelve a recuperar todo su lustre tras la desazón de la pandemia. Acaba de inaugurar su temporada madrileña con una orquesta amiga y con un fervor por parte del público que rememoraba todas esas históricas temporadas que puso en pie Alfonso Aijón. La ...
El ciclo sinfónico de Ibermúsica vuelve a recuperar todo su lustre tras la desazón de la pandemia. Acaba de inaugurar su temporada madrileña con una orquesta amiga y con un fervor por parte del público que rememoraba todas esas históricas temporadas que puso en pie Alfonso Aijón. La Royal Concertgebouw Orchestra ha estado acudiendo fiel a la cita de Ibermúsica desde 1983 y nunca había dejado más de dos años sin acudir hasta que el covid abrió un hueco de cuatro años que se deseaba restaurar. Los virtuosos holandeses se presentaron con una doble cita, el martes, 1 de noviembre, con un programa ajustado a los gustos más tradicionales, la Sexta Sinfonía de Beethoven y el Concierto para violín de Brahms. No pude acudir, pero presupongo un notable éxito.
Pero, el plato fuerte se reservó para el día 2, nada menos que la monumental Sinfonía número 9, de Gustav Mahler, con un aperitivo de una obra joven, estreno en Madrid, de esas que el convencional público de este ciclo suele mirar de soslayo: una pieza no muy larga de una decena de minutos del joven neerlandés Rick van Veldhuizen. Alguien, detrás de mí, decía, “una obra de rellenillo”; lo más sorprendente es que al final dijo: “Pues está bien”.
Mais le corps taché d’ombres, a partir de una cita de Jean Genet, es una pieza homenaje a Mahler, encargo de la propia orquesta y de la Fundación Mahler para el aciago año 2020. Es una pieza interesante de un compositor que apenas hace cinco años salía del conservatorio y que muestra una buena factura técnica, muy escorada, como corresponde, hacia los procedimientos de la añeja vanguardia, con una frescura retórica que promete una buena línea ascendente. Pero, quizá, lo más reseñable es que realmente no pintaba mucho en un concierto centrado en la gigantesca Sinfonía 9, de Mahler, de cerca de una hora y media de duración. Aunque, si al señor del “rellenillo” le pareció bien, perfecto, así se avanza.
La Sinfonía número 9 es la última obra completa que llegó a componer Mahler antes de su muerte, aunque no llegó a escucharla. Es una obra de la que han quedado escasos testimonios, en comparación con las anteriores; y si a eso se le añade que en 1909-1910 Mahler ya se sabía enfermo de gravedad, que acababa de perder a su hija mayor y que había salido de manera accidentada del cargo de director artístico de la Ópera de Viena, no ha resultado difícil adjudicarle a esta obra toda clase de augurios. Es cierto que su final, ese estremecedor Adagio que parece disolver el sonido hasta casi desaparecer, le proporciona a la obra un carácter de fatalidad. A ello se le añade que la recuperación de la obra de Mahler se ha sustentado en una estrategia biográfica de manera abusiva; pero si en esta obra crepuscular se puede hablar de algo sería de biografemas, de unidades retóricas de desigual carácter y duración que no dejan de remitir a su propio relato de vida y a obras anteriores. Pero, al margen de los abusos hagiográficos, la música de Mahler siempre brinda la sensación de que está contando algo, de ahí esa capacidad de conectar con el público.
Las sinfonías de Mahler siempre han mostrado la vocación de llenar todo un concierto, y esa vocación no es ajena a su dualidad de compositor-director. Para Mahler, el concierto era un acontecimiento sacro, exigía perfección y entrega y hacía un recorrido desde la orquesta hasta el público que convergía en la figura del director como chamán que condensaba toda la energía.
Y esta es una de las claves de lo que aún emana de sus obras en directo. Una orquesta de alta calidad es condición necesaria, pero no necesariamente suficiente, precisa de un director magnético y una alta concentración en la sala.
La Concertgebouw, en su cita madrileña, de la mano del director británico Daniel Harding, alcanzó cotas muy elevadas de esa magia, quizá con algún momento irregular. En general, fue una interpretación ascendente, con un primer movimiento de alta entrega, pero con algunos altibajos de concentración. Los más divertidos segundo y tercer movimiento permitieron coger ritmo y encaje en la idea dinámica de la obra, y finalmente, el Adagio alcanzó un nivel excelso, de esos que casi permiten imaginar una levitación.
Decía el crítico y divulgador británico Norman Lebrecht en su libro ¿Por qué Mahler?: “El director Ernst Lert, que escuchó a Mahler dirigir muchas veces, escribió que éste tenía una personalidad dividida entre el compositor, que exigía exactitud, y el director, que buscaba libertad de expresión. Si aceptamos esta teoría, la noción de una interpretación perfecta de Mahler se convierte en algo imposible, y cada versión de su música no es más que un pequeño paso en una eterna revolución”.
Ayer, martes, Harding y la Royal Concertgebouw oficiaron uno de esos pequeños pasos.
Clásica
Rick van Veldhuizen: 'Mais le corps taché d’ombres'. Gustav Mahler: 'Sinfonía número 9'. Royal Concertgebouw Orchestra Amsterdam. Director: Daniel Harding. Ibermúsica: serie Barbieri. Auditorio Nacional de Música. Madrid, 2 de noviembre.